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    “No escribo con un letrero de género en la frente”

    Mercedes Estramil y su nuevo libro Caja negra

    Antes de nacer Mercedes se iba a llamar Isabel. Pero luego primó la intención de su padre, que quiso que la niña se llamara igual que su madre. Desde el momento en que Mercedes Estramil supo este detalle sobre su identidad, quedó abierta una incógnita existencial: quién habría sido ella si en lugar de Mercedes se llamase Isabel: un “nombre de reina”, bromea mientras relata la anécdota esta escritora uruguaya de 49 años que publicó recientemente el intenso y excelente libro de relatos Caja negra  (editorial Hum).

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    Estramil ganó el Premio Municipal en 1994 con su único libro de poesía, Ángel sólido, y más adelante editó las novelas Rojo (1996, reeditada en 2011), Hispania Help (2009) e Irreversible (2010). En sus cuentos actuales prevalece una mirada irreverente, cargada de humor, que en ocasiones puede llegar a ser cáustica y nihilista ante la vida y especialmente ante las relaciones humanas.

    La escritora, crítica literaria en el suplemento Cultural de El País desde hace dos décadas, también hace desconfiar a sus personajes de los estándares y cánones de la literatura y de los autores de éxito. Sin una intención previa, sus cuentos tienen que ver (no solamente) con la “condición femenina” (el envejecimiento, la estética, el sexo, la maternidad) y sobre todo con la “dinámica desencontrada del amor”, como escribe. Todo esto hace que Caja negra sean once cuentos bien diversos, cocinados al calor de la pasión por la letra y las lecturas múltiples de la escritora.

    Porque Estramil lee con afición. Sus autores más queridos son Alice Munro (“me parece brillante”), Raymond Carver, John Cheever (“lo conocía desde mucho antes de escribir cuentos y siempre fue una referencia hipersólida), la cuentista Claire Keegan, Doris Lessing (“el Nobel la redimensionó y es una muy buena cuentista”). De estas lecturas y de tantas otras cuestiones charla con sus amigos de la tertulia de los “Lunéticos”, que integran los escritores Luis Fernando Iglesias, Álvaro Ojeda, Guillermo Álvarez Castro, Hugo Fontana, Sergio Villaverde y Horacio Cavallo, entre otros. Actualmente, Estramil es la única mujer a la mesa, aunque antes iban Sylvia Lago y Ana Ribeiro. Reconoce que se siente muy cómoda con sus contertulios, que a veces le dicen “Carlitos”, bromeando, cuando le preguntan si algo le molesta.

    Pero su vínculo con las letras va más allá de creación, solitaria y racional: actualmente lee cuentos y poesía en un residencial de ancianos, para apuntar al “disfrute de la literatura”.

    En estos momentos está metida en una nueva novela. Dice que para escribir prefiere “podar, cortar, antes que llenar, sigo creyendo que menos es más”. Sobre su literatura y otros asuntos como la incomunicación en tiempos de hipercomunicación, Estramil conversó con Búsqueda.

    A la hora de escribir una novela o un cuento, ¿qué diferencias y dificultades encuentra?

    —Tiene que ver más con la voluntad que ponés de hasta dónde querés llegar. En la novela me pasaba que estaba todo el día pensando y cuando llegaba a casa la seguía y sabía más o menos adónde quería ir. El cuento me siento a escribirlo y me voy dejando llevar un poco más. Y soy totalmente antiquiroguiana: de ninguna manera comienzo sabiendo cuáles son las últimas tres líneas. Empezás, sabés lo que querés meter, pero en el medio se te cruzan otras cosas y seguís ese otro camino. Nunca sé cómo van a terminar los cuentos cuando los empiezo.

    ¿Hubo un momento más o menos preciso en el que supo que quería ser escritora?

    —Sí: cuando hice otros caminos y todos fracasaron. En la escuela me defendía: hacía composiciones y me gustaba escribir, pero ni siquiera tenía libros en mi casa. Era de esas alumnas que se sacaban sobresaliente en todo, aunque después no servían para nada. Primero seguí la carrera de Ciencias Económicas y me di cuenta de que podía sacar buenas notas, pero no me interesaba, no me iba a dar felicidad hacer eso. Dejé y empecé el IPA, pero tampoco me servía porque no tengo facilidad para hablar en público: ni ahí me veía enseñando. Después hice Humanidades y ahí me di cuenta de que me gustaba escribir.

    ¿Por qué le parece que en estos cuentos hay una mirada tan descarnada sobre las relaciones humanas?

    —Un poco por experiencia, aunque no narran mi experiencia solamente. Es literatura y vos buscás lo que narrativamente es más exigente, más punzante y más entrador y, obviamente, el fracaso entra siempre ahí.

    Hay también referencias a la comunicación tecnológica como parte de esas relaciones en crisis. ¿Tuvo la intención de incluir estos detalles actuales?

    —Me salió muy naturalmente, porque la tecnología está metida en mi vida. Es algo que yo hace 20 años no hubiera hecho. Si hubiera sentido en aquel momento que estaba poniendo algo demasiado actual, probablemente lo hubiera quitado porque mi estrategia para narrar era otra. Ahora siento que aprovecho eso de un modo natural.

    ¿Por qué hubiera desistido de incluir estos detalles en aquel entonces?

    —Tenía otra concepción de la literatura y me daba miedo meter detalles demasiado cotidianos: tenía un concepto más falso de la calidad literaria.

    No quiso ser profesora, pero ¿laboralmente le gusta tener ocupaciones relacionadas con la literatura?

    —Trabajé toda la vida en un comercio atendiendo público. Después entré a trabajar en el diario, que me permitió un mayor contacto con la literatura, primero en El Día y después en El País Cultural. Pude leer mucho, entonces, porque me llegaron libros a los que no hubiera accedido de otra manera. También me parece que no está bueno estar todo el tiempo metido en el ámbito de las letras sino que es más interesante probar con otras cosas. En este momento trabajo con una colega en un residencial de ancianos donde vamos a leer cuentos y poesía a quienes viven ahí. No es enseñar sino que apunta a la parte del disfrute de la literatura. Porque como crítica perdés el elemento sensorial, la lectura es demasiado intelectual: para resolver algo, para analizar. Les encanta Neruda, García Lorca, el Siglo de Oro español, Cortázar, relatos policiales y Juceca. También doy un taller de escritura en el Club Biguá.

    Son muy originales los nombres de sus personajes.¿Cómo llegan esas formas de llamarlos?

    — Jugué con el tema del nombre en todos mis libros. Cuando escribo trato de divertirme lo más posible, de hacer guiños y poner cosas que solo yo sé con qué están relacionadas y reírme para mis adentros. Después resulta que cuando alguien los interpreta les encuentra un significado, pero no porque yo lo haya pensado así. Álvaro Ojeda decía que en lo que escribo hay nombres muy simbólicos. La cuestión del nombre en mí tiene una importancia interior y biográfica: yo no me iba a llamar Mercedes, me iba a llamar Isabel, el nombre que mi madre pensó para mí durante toda la gestación. Después mi padre decidió que no, que yo iba a ser Mercedes, como mi madre. Es irracional pero siempre pensé que yo podría haber seguido otro camino si me hubiera llamado Isabel, porque creo que hay una determinación en todas las cosas.

    ¿Es intencional tocar temas que preocupan a algunas mujeres, como el paso del tiempo y las relaciones entre amantes?

    —No me planteo poner la problemática de la mujer en mis textos, pero como soy mujer va a salir por los poros aunque lo quiera disfrazar literariamente. En mi caso una de las cosas más importantes es encontrar el narrador y el tono que va a emplear. A la hora de sentarme a escribir no me importa la anécdota, el final, el principio ni el número de personajes. Muchas veces me pasa que empiezo un cuento con un narrador femenino y después digo que iría mejor con uno masculino: me suena mejor, es como un radar. No escribo con un letrero de género en la frente. Tampoco me preocupa cómo sea una lectura de género de mi escritura.

    —¿Qué sucede con las relaciones clandestinas? Un personaje de su novela Irreversible habla del amante como aquel que “recibe todo y no da nada”. ¿Qué atractivo literario existe en el juego pendular entre el amor y la necesidad del otro y el temor al compromiso?

    —El temor al compromiso es un tema central en mis libros. Siempre procuro ubicar a un personaje que tiene ese temor, por eso está tan presente el tema de la comunicación y de los celulares. La gente tiene temor de comunicarse, de profundizar en el conocimiento del otro, de las relaciones de pareja y de las familiares. El chat y los mensajes por un lado parece que aumentan mucho el contacto, pero también en última instancia distorsionan: agigantan lo pequeño y empequeñecen lo grande. No hay una comunicación verdadera. No vas a comunicarte más con una persona porque te estés mandando mensajitos de texto todo el tiempo. Por otro lado, son puentes que se tienden: es como caminar por una cornisa.