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    A pocos metros del suelo, entre árboles, molinos y cables eléctricos, pilotos aeroagrícolas desarrollan la principal actividad aérea del país

    Entre 2013 y 2016 descendieron los accidentes aéreos y aumentaron las denuncias por uso de agroquímicos

    Alto y rápido, esa es la manera más segura de volar. Lejos de cualquier obstáculo, por encima de los avatares climáticos y con los mejores niveles de rendimiento de combustible. Es por eso que los aviones comerciales suelen viajar a alturas de 10.000 metros y a unos 900 kilómetros por hora. Otros tipos de aviación, sin embargo, no pueden darse esos lujos.

    En un campo a las afueras de Trinidad (Flores), Julio Placerez vuela a 20 metros del suelo y a unos 200 kilómetros por hora en uno de sus aviones para aeroaplicaciones, un Cessna 188. Recorre una línea recta provocando una lluvia de semillas de avena negra hasta que se acerca al final del predio. Ahí gana unos metros de altura, pasa cómodamente sobre los cables de electricidad, y empieza la maniobra de viraje para volver a recorrer otra línea recta paralela en sentido contrario.

    Cuando se le vacía el tanque de semillas aterriza para que un camión especialmente equipado le cargue otros 480 kilos y vuelve a despegar. Son dos aviones trabajando al mismo tiempo para sembrar 340 hectáreas el 13 junio y la operación implicará en total más de 40 despegues y aterrizajes.

    Aunque es difícil ponerlo en números, en el sector aéreo suele decirse que la agrícola es la aviación de mayor actividad en Uruguay. El Aeropuerto de Carrasco, por ejemplo, tiene en promedio unas 70 operaciones diarias entre despegues y aterrizajes (Búsqueda Nº 1.897).

    Placerez es dueño —y piloto— del Servicio Aeroagrícola de Flores y, además, el presidente de la Asociación Nacional de Empresas Privadas Aeroagrícolas del Uruguay (Anepa). La organización nuclea a 31 empresas que emplean a unas 500 personas y cuentan con una flota de 120 aviones. En la práctica suelen ser entre 80 y 100 aviones los que están efectivamente en actividad, es decir aquellos que tienen con el certificado de aeronavegabilidad al día. Placerez estima que las empresas tienen un promedio de 600 horas de vuelo anuales.

    Los registros oficiales muestran un sector más grande aún. Según el registro del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, al 18 de abril del 2017 había 51 empresas aplicadoras aéreas en actividad. La página web de la Dirección Nacional de Aviación Civil e Infraestructura Aeronáutica (Dinacia), en tanto, tiene registradas 55 empresas aeroagrícolas.

    “Temerario”.

    Cuando se trata de aplicación de líquidos (herbicidas, fungicidas, insecticidas, etc.) los aviones agrícolas deben volar todavía más bajo. Apenas a entre dos y cinco metros por encima del suelo. Por las zonas y las alturas a las que vuelan estos aviones quedan por fuera de la supervisión de los controladores aéreos.

    Placerez, que lleva años en el rubro, no lo considera un trabajo de riesgo. “Es peligroso si no se hacen las cosas bien”, sostiene y las empresas son las principales interesadas en hacerlo de esa manera. Es que un accidente, aunque no haya una vida en juego ni lesiones, les “complica la vida” a las compañías.

    En primer lugar, implica la pérdida del certificado de aeronavegabilidad del avión involucrado y debe iniciarse un proceso en la Dinacia para recuperarlo. En segundo lugar, deben hacerse cargo de los arreglos dado que en el sector, por los elevados costos, nadie suele tener seguros para proteger su capital. Solo contratan los seguros obligatorios para obtener el certificado de Dinacia. Los aviones agrícolas más caros rondan los US$ 900.000 y los más baratos los US$ 200.000.

    Para Marcelo Oliver, dueño de la empresa Veinte Leguas S.A. y compañero de Placerez en la Directiva de Anepa, lo que hace más riesgosa la aviación agrícola respecto a otras es el “menor margen de error” que tiene, por la poca altura a la que se vuela. Según dice, en el sector hay muy pocos casos de fallas técnicas y la principal causa de accidentes es “humana”.

    Placerez coincide y por eso sostiene que una de las claves para la seguridad es estudiar bien el predio en el que se va a trabajar. “Muchas veces nos confiamos porque fuimos hace seis meses a un campo, pero te cambian algo y te lo comés”, cuenta.

    Pistas demasiado húmedas, árboles, molinos y cables de electricidad son los obstáculos más comunes con los que deben lidiar. El clima a veces lo vuelve todavía más complicado. “Cuando está nublado perdés contraste. Un cable con un cielo gris atrás es muy difícil de ver”, cuenta Oliver.

    Otro de los principales elementos de riesgo es la maniobra de viraje de 180º. Para lograrla, el avión debe ganar altura y perder velocidad. Si en esos movimientos el avión se acerca demasiado a lo que se llama “velocidad de pérdida” (la velocidad mínima para volar) corre riesgo de “perder sustentación”.

    Los registros de accidentes del sector le dan la razón a Placerez, ya que desde el 2013 muestran una disminución sostenida. En 2013 se registraron seis y uno de ellos terminó con la muerte del piloto. En 2014 fueron tres, en 2015 dos, en 2016 dos y en lo que va de 2017 uno.

    La mayor parte de esos accidentes se debieron a errores humanos y llevarse por delante cables de electricidad fue el más frecuente, según detallaron a Búsqueda fuentes vinculadas a la seguridad aeronáutica.

    “Es una operación temeraria. No es como un vuelo común. Se asemeja a lo que es un vuelo acrobático”, describió uno de los especialistas consultados.

    Quizás por eso es que Oliver prefiere que sus hijos se dediquen a la parte técnica de la aeronáutica —como la ingeniería— o a la aviación comercial si es que heredan su pasión por los aviones.

    Los aviones agrícolas conviven también con un aumento de sensibilidad en la población respecto al uso de agroquímicos. A Oliver le molesta que los aviones sean la cara visible del fenómeno cuando apenas representan el 15% de la aplicación de esos productos en Uruguay.

    “La otra vez un programa hizo un informe de aplicación de productos fitosanitarios dentro de invernáculos cerrados con nylon y la foto que aparecía era la del avión aplicando”, ejemplifica.

    Además, para poner el tema en contexto, Oliver asegura que los productos que se aplican en el campo tienen el mismo grado de toxicidad que los de los insecticidas que se suelen usar en las casas, incluso con niños.

    Los datos de la Dirección de Servicios Agrícolas del Ministerio de Ganadería muestran un crecimiento de las denuncias por aplicaciones de agroquímicos. De las 35 denuncias de 2011 se pasó a un promedio de más de 100 anuales entre 2013 y 2016. La mayor cantidad se registró en 2015, con 135 casos. De ese promedio anual un 10% corresponde a aplicaciones aéreas y el resto a las terrestres.

    No cierra.

    Las mayor parte de las compañías de aeroaplicación en Uruguay —y Placerez asegura que el fenómeno se repite en el mundo— son emprendimientos familiares impulsados por pilotos que vuelan sus propios aviones. Entre las 31 empresas que integran Anepa solo dos pertenecen a empresarios que no son pilotos.

    El trabajo se concentra entre octubre y mayo, durante la zafra del arroz y los cultivos de secano como la soja, el maíz y el sorgo. En el caso del secano, la zafra para el sector aeroagrícola ni siquiera está asegurada. Depende de las lluvias. Si no llueve, los productores prefieren hacer aplicaciones terrestres para reducir costos.

    La disminución en los márgenes de ganancia del agro hizo que disminuyera el trabajo aún más. A eso se suman altos costos operativos como el del combustible.

    Tiempo atrás, Placerez se enteró de que mientras las empresas aeroagrícolas pagan $ 32,70 por el litro de combustible, los aviones comerciales en Laguna del Sauce o Carrasco lo obtienen a $ 17. A raíz de la noticia, Anepa le pidió al ministro de Transporte, Víctor Rossi, los motivos de esa diferencia y reclamó que se igualara el precio.

    Así, unos años después del impulso de la soja que llevó a crecer a la actividad, las empresas aeroagrícolas viven ahora uno de los momentos más complejos.

    “Es la primera vez en los últimos 30 años que tenemos noticias de colegas que se quieren retirar, que quieren vender porque el negocio no está cerrando”, cuenta Placerez.