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    A propósito del tiempo

    N° 2052 - 26 de Diciembre de 2019 al 01 de Enero de 2020

    Ayer se celebró Navidad. Más allá de lo religioso, supone un hecho histórico que significó que cambiáramos la manera de contar el tiempo. Ese cambio tuvo un efecto en todo el planeta. Vivimos en el año 2019 porque contamos el nacimiento de Jesús como el día cero. Los religiosos judíos que esperan el Mesías viven en el año 5780.

    En 1789, los revolucionarios franceses decidieron una noche romper todos los relojes públicos de París: según ellos no había revolución si no se lograba empezar a contar el tiempo de vuelta. De hecho, instauraron un nuevo calendario en 1792; tenía 12 meses de 30 días cada uno, desaparecían las semanas, cada mes constaba de tres decenas. En 1806, Napoleón volvió sobre la notación gregoriana en la que seguimos hasta el día de hoy.

    La humanidad ha establecido calendarios en función de tres fenómenos naturales: el movimiento de la Tierra sobre sí misma (que define los días); la traslación de la luna alrededor de la Tierra (que define los meses), y la Tierra girando alrededor del sol (que define los años). Llevar estos movimientos cósmicos a los números humanos ha sido siempre problemático porque no son redondos. Es por ello que tenemos años bisiestos y cada civilización ha ensayado diferentes maneras de asir el tiempo en los calendarios: 10 meses en vez de 12, cinco días en vez de siete, variaciones cada dos o tres años para acomodarse a la fase lunar.

    Empiezo por esto para ver la independencia del tiempo: nada hay en él que lo vuelva diciembre, ni fin de año: somos nosotros los seres humanos que necesitamos asir el flujo de la temporalidad y así lo encorsetamos en semanas, meses, años y lustros. Con ese orden y previsibilidad, el tiempo queda fijado y podemos gestionarlo mejor.

    Faltan cinco días para empezar 2020. Cada uno tendrá su lista de pendientes para liquidar en estas horas. Esta vuelta de página que supone el año nuevo es fundamental: solo así ordenamos los papeles en el escritorio, acomodamos la mesa de luz, resolvemos asuntos estructurales y le decimos cosas importantes a personas que son importantes para nosotros. Si no hubiera esas instancias: Navidad, fin de año, Yom Kipur, Rosh Hashanah, Ramadán, Iemanjá, Pascua, difícilmente generaríamos los balances vitales que nos ayudan a ponderar las cosas.

    Es cierto que es difícil; es cierto que para muchos son días de profunda tristeza porque el balance es negativo; es cierto que muchos añoran una felicidad que parece perdida; pero nada de ello quita la importancia radical de tener estos momentos de tiempo intensificado.

    En el plano político, esos momentos se llaman elecciones. Vuelta de página, nuevos legisladores, nuevos ministros, nuevos cargos, nuevo presidente. Si además hay rotación de partido ganador en el poder, el impacto es aún mayor, del mismo modo que la Navidad es más intensa cuando hay niños que esperan ver el trineo por el cielo.

    El movimiento interno personal que supone el nuevo año es asimilable al movimiento político que empieza en marzo. Limpiar para recomenzar. Vaciar estantes, tirar algunos documentos, recuperar otros, limpiar la cabeza. Prepararse.

    A diferencia del hemisferio norte que está en pleno invierno, nosotros los del sur tenemos una clara ventaja: el verano. El calor nos quita peso, no solo porque no usamos buzos ni bufandas ni camperas, sino sobre todo porque también nos quitamos de encima la pesadez de la rutina, de los horarios. Mejor andar sin reloj durante la licencia, al menos durante unas semanas, es bueno guiarse por la luz natural. Y mirar el cielo de noche. Como hicieron los que inventaron los primeros calendarios.

    El verano es la estación donde experimentamos la libertad por primera vez, la mayoría de recuerdos infantiles están asociados al calor. Más seguro es el balneario (sin semáforos, ni calles transitadas, con gente que se conoce y cuida todo el lugar), más libres para enfrentarnos a la inseguridad de estar solos por primera vez. Es en el verano donde se moldea el desafío de enfrentar lo desconocido, de ir solos al almacén, salir con la bicicleta hacia lugares lejanos y secretos. Descubrir escondites, alejarse del hogar, crecer.

    Hay un paralelismo entre esa experiencia vital de la infancia y la que nos depara el 2020: hay una adrenalina y un misterio. Los desafíos, lo lúdico como aprendizaje, el reconocimiento del miedo y la acción responsable son cuestiones que están presentes toda la vida y se moldean durante la infancia y durante las vacaciones.

    En el verano hay además una actriz clave que cada vez tiene menos importancia: la playa. Antes estábamos todo el día en ella, ahora apenas unas horas en la mañana y otro puñado de horas en la tarde. Es un lugar muy contradictorio. En efecto, ¿a qué vamos a la playa? Vamos a hacer nada, a descansar, echarse, dejar pasar el tiempo. Pero, en realidad, en medio de la arena y el mar, uno piensa, repasa, hace balance. El tiempo que nos tomamos para descansar en la playa y hacer nada termina siendo el tiempo en el que hacemos algunas de las actividades humanas más importantes: pensar, imaginar y proyectar.

    Estamos en la playa pero de repente ya no estamos, nos fuimos mentalmente a planificar lo que tenemos que hacer: cambiar de trabajo, revelar un secreto, idear un viaje, anotarse al curso, actuar, calmarnos, emprender. Alguien nos alcanza el mate y ahí volvemos a sentir la arena y el ruido de las olas. “¿En qué estabas?”, seguro te preguntan. “Nada, estaba pensando que…” Ahí comienza una charla importante. En verano se pasa de la conversación más superficial a la más profunda en un instante.

    El presidente electo Luis Lacalle Pou dio licencia a su equipo del 23 de diciembre hasta el 6 enero. Parece poco. Ojalá sea suficiente para que el verano haya calado hondo en todo el trabajo que hay por delante. Un buen descanso augura un buen esfuerzo. Almanaque en mano, planificando los días de cada mes por venir.