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Si existe algo así como una cara B o un lado oscuro de la imagen del espía de la Guerra Fría que propone James Bond, es el de Smiley, el personaje creado por el escritor John Le Carré, fallecido el 12 de diciembre. Y cuando digo lado oscuro no me refiero a que los espías retratados por Le Carré sean más violentos que Bond: es difícil concebir un personaje más misógino y violento que el creado por Ian Flemming. Me refiero al retrato de la grisura y la mediocridad que reinan en el universo de los espías reales, mezcla de burócratas con patria y potencial asesino. Los espías de Le Carré son humanos, cometen todo tipo de errores, no saben qué esperar de sus superiores y temen por su jubilación. No todos, es verdad. Siempre nos queda George Smiley.
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Nacido como David John Moore Cornwell en 1931 en la ciudad inglesa de Poole, Le Carré fue en la vida real uno de sus propios personajes. Efectivamente, ya desde 1948, siendo apenas un adolescente y aún usando su nombre real, fue reclutado por los servicios de inteligencia británicos en Austria, donde fue interrogador de aquellos que escapaban del bloque socialista. Luego, de vuelta en Inglaterra, se dedicó a espiar a los estudiantes de izquierdas considerados parte de la “amenaza comunista” por el gobierno británico. Más tarde, en 1958 y después de graduarse en Lenguas Modernas por Oxford, Le Carré ingresó formalmente al servicio secreto británico. Primero como parte del MI5, el servicio de espionaje interno, y luego, a partir de 1960, como parte del MI6, el organismo responsable del espionaje británico en el exterior. Su fachada era la de “segundo secretario” de la Embajada inglesa en Bonn, la entonces capital de la República Federal de Alemania.
Antes marcharse a Alemania, David Cornwell publicó su primera novela bajo el nombre Le Carré (los agentes del servicio exterior británico no podían usar su nombre real al escribir), en la que introduce su mejor creación: George Smiley. El libro fue Llamada para el muerto y allí ya se perfilaba la complejidad moral, política y humana de su personaje. También la frialdad y el cinismo imperantes en el servicio secreto británico, en donde por momentos todo parece ser una carrera por sacarse los problemas de encima y, al mismo tiempo, anotarse los tantos que sirvan para asegurar una jubilación dorada a cargo del erario. Un par de años más tarde, ya trabajando como cónsul en Hamburgo, Le Carré publicó Asesinato de calidad, también protagonizada por Smiley, quien debe investigar el asesinato de una maestra en una escuela pública de la villa de Carne, en el sur de Inglaterra. Es la única novela de George Smiley que se desarrolla fuera del mundo del espionaje.
El éxito para Le Carré llegaría en 1963 con la fantástica El espía que vino del frío, donde el lector se encuentra nuevamente con el complejo y algo depresivo espía de ficción, esta vez en un papel secundario. Efectivamente, el bueno de Smiley no es el protagonista de la novela más famosa de Le Carré, ya que la acción sigue los pasos de Alec Leamas, otro espía británico que intenta colarse como agente doble en Alemania del este. Escrita en uno de los puntos álgidos de la Guerra Fría, durante la construcción del infame Muro de Berlín, la novela funcionó como una desmitificación de las tareas de espionaje glorificadas por Bond. En Le Carré los espías son casi siempre amorales, personajes opacos, no importa qué ideología suscriban ni qué declaren estar defendiendo. Intensa, claustrofóbica, compleja y llena de matices, la novela fue un éxito inmediato, siendo adaptada al cine por el director Martin Ritt en 1965, con Richard Burton como protagonista. La película también fue un éxito.
El impacto de El espía que vino del frío fue tal que logró que David Cornwell abandonara el servicio secreto y pasara a dedicar sus días full time a la escritura como John Le Carré. El año 1965 traería El espejo de los espías, una nueva novela de Smiley que muestra la futilidad del cada vez más violento trabajo de los espías. Un trabajo que de manera recurrente, parece decir Le Carré en su novela, muchas veces termina por no servir para nada y a nadie.
Este desencanto se vería potenciado y radicalizado en la siguiente novela de Le Carré, El topo, de 1974. Basándose en el caso real de Los Cinco de Cambridge, un grupo de agentes dobles que espiaron a la inteligencia británica para la Unión Soviética durante décadas, Le Carré construye una compleja trama de lealtades y deslealtades personales e ideológicas que se cruzan. El protagonista de las traiciones cruzadas, Bill Haydon, responsable en el texto de las desgracias de Smiley, está basado en Kim Philby, el principal topo de la KGB infiltrado en la inteligencia inglesa. Philby fue jefe de Cornwell/Le Carré, tal como Haydon es jefe de Smiley en la ficción. La mirada de Le Carré en la novela es rica en matices y desengaños, construyendo una paleta de personajes sólida. Y al mismo tiempo, el trabajo de espía está muy lejos del glamour que le atribuye la ficción: en ocasiones es todo tan básico como saber quién se reunió con quién, qué papeles se intercambiaron, a quién le sirve ese encuentro y a quién no y de qué manera eso puede beneficiar a un bando o al otro. Todo eso se cruza con las ambiciones, temores y deseos de los personajes, construyendo un amplio muestrario de miserias y riquezas humanas, donde ganan ampliamente las primeras. La novela también fue llevada al cine por Tomas Alfredson en El topo (Tinker Tailor Soldier Spy, 2011), con una enorme actuación de Gary Oldman.
Es interesante ver de qué manera la (¿ausencia de?) moral de los personajes de Le Carré funciona como registro de los cambios en su propia visión política de la realidad. Como ocurrió con su Smiley, la decepción sobre la realpolitik de Inglaterra y, más en general, hacia las políticas de las potencias occidentales, nunca dejó de acrecentarse. Quizá por eso, tras la caída del Muro de Berlín la obra de Le Carré se concentró en detallar las asimetrías resultantes de esas políticas de las potencias en los países del tercer mundo. Un ejemplo nítido de ese período de su obra es El jardinero fiel, de 2001, que narra la peripecia de Justin Quayle, un diplomático inglés en Kenya, cuya esposa activista política es asesinada. La novela, esta vez llevada al cine por Fernando Meirelles con Ralph Fiennes como protagonista, describe de manera cruda los lazos entre el poder político y la industria farmacéutica, unos lazos que toman como rehenes a las poblaciones de los países más pobres. Como en las novelas de Smiley, aquí también existió un caso real detrás de la ficción y tuvo a la multinacional Pfizer como protagonista de unos ensayos clínicos ilegales con niños en Nigeria en 1996.
Como apunta Gonzalo Curbelo, la escritura de Le Carré “es tan cristalina como ausente de trampas y presiones evidentes. Descriptiva, desadjetivada y con un soberbio vocabulario, llena de un poder narrativo que permite al escritor separarse de sus personajes y contemplarlos con algo que algunos confunden con frialdad”. Distante y a un mismo tiempo comprometido, escéptico pero capaz de lanzar una mirada furiosamente moral sobre el mundo, Le Carré fue una suerte de agente doble, uno capaz de servir a su país y, al mismo tiempo, de criticarlo sistemáticamente a través de su obra y de sus nunca escondidas convicciones políticas.