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En el mundo de la ficción, los dictadores son sujetos fascinantes. Representan lo peor, lo extremo del ser humano, y eso les da la posibilidad de convertirse en personajes de ópera, de tragedias y de comedias. Para conocer las siniestras posibilidades del poder, su abrupta ascensión y su más vertiginosa caída, hay que leer “Ricardo III”, del sabio William Shakespeare. Para conocer el lado gracioso e irónico, nada mejor que “El gran dictador” de Charles Chaplin, con esa maravillosa secuencia de dominación mundial y el toquecito final al globo terráqueo con el culo. Y para conocer los entretelones escatológicos, payasescos y ridículos de un tirano, nada mejor que El dictador, escrita e interpretada por el británico Sacha Baron Cohen, uno de los comediantes más irreverentes e irrespetuosos del momento.
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Como película, vale muy poco. Es más bien una sucesión de chistes, algunos acertados y la mayoría gruesos, de brocha gorda, con más o menos gracia, porque a veces la brocha gorda —y la bien gorda— también causa gracia. Así eran “Borat” y “Brüno”: más que películas, un par de personajes; más que historias unitarias, un conjunto de sketches.
Aladeen porta un sombrero militar, una barba negra tupida y montañas de condecoraciones en su chaqueta. Y alguna que otra medalla olímpica, además de fotos que dan cuenta de sus proezas sexuales: Aladeen con chicas fáciles, Aladeen con modelos, Aladeen con meretrices de Las Vegas, Aladeen con Megan Fox, Aladeen con Arnold Schwarzenegger... Y así hasta completar una pared tapiada de fotos que representan polvazos aladinescos.
Después del fornicio, cuando le queda tiempo, la bestia también se ocupa de la buena salud —y en particular de hacer desaparecer a los disidentes— de una republiqueta africana de origen árabe con mucho petróleo y energía nuclear para fines pacíficos (risas).
Lo cierto es que el dictador (perdón, el líder) ha sido invitado a los Estados Unidos para dar un discurso y, tal vez, encauzar a su gobierno de facto hacia la democracia (risas). Después... bueno, después ocurren cosas y se suceden las guarrerías sexuales, porque Aladeen conoce a una feminista que trabaja en un local de comida natural con personas de color y orientación sexual diversa y capacidades diferentes (imaginen...), a la vez que se abren posibilidades para conocer las opiniones de otros líderes políticos, como el representante de China ante las Naciones Unidas, que dice acaloradamente: “¡China es una democracia!” (risas).
En un mundo que tiende cada vez más hacia la corrección política a pesar de que las injusticias y la miseria no ceden, Sacha Baron Cohen es necesario.
Es necesario que alguien haga chistes sobre los homosexuales (y también sobre los heterosexuales de mierda) y las feministas (y los machistas de mierda) y los minusválidos (y los sanos de mierda).
Es necesario que alguien se tome un poco a la chacota lo ocurrido el 11/S y realice un paseo en helicóptero sobrevolando Nueva York con dos notorios representantes de la bandera de las barras y las estrellas, gorditos y temerosos de Dios.
Es necesario que alguien le tire pichí encima al embajador de Israel.
Es posible que dictadores como Hitler, Stalin, Mussolini, Franco, Castro (“¡Pero Fidel no es un dictador!”. Risas), Pinochet, Videla o nuestro Goyo Álvarez, no se sientan representados en esta comedia de abusos de poder que va más por la línea trazada por un Hussein o un Gaddafi. Bueno: a todos no se puede complacer.
Pero al final tenemos el rap en honor al dictador, cuya muletilla suena una y otra vez: “Aladeen motherfucker!”. Sí, es un guiño cómplice con los sistemas autoritarios desde un punto de vista comediesco y canallesco. ¿Y a quién está dedicada esta película? Al gran líder de la hermana república de Corea del Norte: Kim Jong-il, que en paz descanse, él y a los tantos que fastidió.
Es que el verdadero motherfucker es Sacha Baron Cohen.
“El dictador” (“The Dictator”). EEUU, 2012. Dirección: Larry Charles. Guión: Sacha Baron Cohen y Alec Berg. Con Sacha Baron Cohen, Ben Kingsley, Anna Faris, John C. Reilly. Duración: 83 minutos.