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    Alí es grande

    Hace cuarenta años, en Kinshasa, ocurrió el combate de box más importante de todos los tiempos, y un libro de Norman Mailer lo revive

    George Foreman lo va a matar. Muhammad ya no es el mismo, tiene 32 años, no podrá derrotar a un rival ocho años menor y mucho más fuerte que él. Foreman destrozó a Ken Norton y a Joe Frazier, dos boxeadores que siempre complicaron al gran Muhammad Alí, una de las primeras estrellas negras de Estados Unidos en adoptar la religión del Islam. Un asalto con Foreman es como diez con otro boxeador. Que Alí implore por Alá si quiere ganar, eso decían todos.

    Foreman era el campeón del mundo de los pesos completos y jamás había perdido ni lo habían derribado: 40 peleas, 38 finalizadas por la vía rápida. Terminaba con todo lo que le ponían en su camino, y en esto también debemos contar sus peleas callejeras. Fue un delincuente juvenil, pero cuando se convirtió en un púgil profesional, resultó implacable. Entrenaba con intensidad, hacía caso a las indicaciones de su rincón, era rápido y tenía una pegada letal, de esas que derriban a una vaca de un solo golpe. Dicen que era capaz de darle a la bolsa de arena como nadie, pum, pum, pum, hasta hacerle un hueco cada vez mayor. Era un asesino desarmado.

    La pelea se llevó a cabo en Kinshasa, entonces la capital de la República del Zaire, antaño el Congo belga y hoy la República Democrática del Congo, un territorio en el que caben varios países europeos y todavía queda espacio. En ese espacio de selva y locura atravesado por el río Congo, de ruidos en la noche difíciles de descifrar, ambientó Joseph Conrad “El corazón de las tinieblas”. En ese espacio de posibilidades nadie iba por la insensatez, nadie daba un peso por Alí, con excepción del propio Alí, el bocazas de toda la vida: “Foreman es un zoquete”, “Lo voy a noquear”, “Nunca se ha enfrentado con alguien como yo”.

    El combate se transmitió vía satélite el 30 de octubre de 1974. En el Zaire eran las cuatro de la madrugada cuando comenzó la pelea. Había 26 grados de temperatura, un auténtico clima pesado, en plena temporada de lluvias tropicales. El ring se montó en un estadio abierto debajo del cual, dicen, estaban enterrados decenas de opositores al régimen de Mobutu, el estrafalario dictador del momento. En el cuadrilátero, los púgiles; debajo de ellos, los muertos. Más de 60.000 personas aguardaban en vivo la pelea del siglo.

    Organizaba el combate un tal Don King, que había prometido cinco millones de dólares a cada contrincante, aunque no los tenía. King había estado preso por matar a un hombre en una reyerta callejera y le encantaba contar esta anécdota, referida a un entredicho que tuvo con un boxeador: “No nos jodamos el uno al otro. Tú puedes salir de aquí, hacer una llamada y conseguir que me maten en media hora. Yo puedo descolgar el teléfono en cuanto salgas y liquidarte en cinco minutos”.

    El aval lo otorgaba Mobutu, por eso la pelea se desarrolló en el corazón de las tinieblas africano, y allá fueron a parar los ojos del mundo y los periodistas más renombrados, entre ellos Hunter Thompson y Norman Mailer. El primero debe haber vivido bajo el efecto de los tóxicos la mayor parte del tiempo, mientras que el segundo, sin dejar de beber ni de fumar, hizo su trabajo y lo registró, primero en una serie de artículos y luego en un libro que acaba de distribuirse en nuestras librerías: El combate (“The Fight”, Contra, 2013, 265 páginas).

    Momentos previos a la épica contienda, los vestuarios eran bien diferentes. Mientras que en las tiendas de Alí todos estaban callados menos Alí, que bailoteaba, se probaba batas frente al espejo y seguía diciendo que acabaría con Foreman, el auténtico bocazas, en el vestuario del campeón todos sentían piedad por el retador. Archie Moore, en su momento rey mundial de los pesados y ahora sparring de Foreman, el viejo Archie, a quien nuestro Dogomar Martínez le aguantó toda la pelea sin ser noqueado en el Luna Park en 1953 ante la mirada de Evita y Perón, ahora rezaba por la salud de Alí, rezaba para que su boxeador no lo dañara.

    Claro, Alí era una autoridad que merecía respeto. De nacimiento Cassius Marcellus Clay, tenía en su haber una flamante Medalla de Oro olímpica obtenida en Roma en 1960 con solo 18 años, donde se convirtió en la nueva promesa de los pesos pesados. Muy joven llegó a ser campeón del mundo al derrotar a Sonny Liston en Miami, un boxeador amigo de la mafia y al que nadie podía ni siquiera aguantar la mirada. Y Cassius Clay lo había derrotado dos veces. Pero el gobierno le quitó el título debido a su negativa a enrolarse en las Fuerzas Armadas de Estados Unidos e ir a Vietnam. Entre otras cosas, este maravilloso deportista fue también un hijo de los años 60, un producto de la cultura rebelde y contestataria.

    El entrenamiento de ambos boxeadores también fue muy distinto. Mientras Alí se alojaba en un complejo deportivo en Nsele, a media hora de la capital, Foreman prefería el lujoso hotel Intercontinental de Kinshasa, el mismo donde estaba Mailer. Mientras Alí salía a correr por las calles y se sacaba fotos con los niños (y arengaba para que gritaran “¡Alí, boma ye!”, esto es, “¡Alí, mátalo”), Foreman se rodeaba de guardaespaldas y no bebía agua de la canilla.

    Hay un estupendo documental que registra todo esto: “Cuando éramos reyes” (“When We Were Kings”, 1996), de Leon Gast, ganador de un Oscar de la Academia de Hollywood. Pero el libro de Mailer es mejor todavía.

    Mailer habló largo y tendido con ambos boxeadores. Les arrancó palabras amables, no tan amables y por sobre todas las cosas sinceras, de esas que surgen cuando las defensas están bajas o las preguntas no se pueden esquivar. Asistió a las conferencias de prensa y a los entrenamientos. Estuvo con un vidente que dijo que ganaría Foreman en el segundo asalto, aunque no estaba del todo seguro. Intercambió ideas con los dos gladiadores, con los entrenadores, con los promotores, con los familiares de Alí (padres, esposa y hermano) e incluso cenó antes de la pelea con un extraño señor de certeros y agudos conocimientos sobre el Zaire (desde la altísima tasa de desempleo, hasta la sequía y escasez de alimentos en una gran población con enorme cantidad de lenguas), muy probablemente de la CIA, quien remató la conversación así: “África presenta la forma de una pistola, dicen por aquí, y el Zaire es el gatillo. Que disfrute usted del estadio”.

    Mailer salió a correr una madrugada con Alí. Imaginen lo que es esto para un periodista. Fueron varios quilómetros por los alrededores de Nsele. Alí lo guiaba con un trote parejo, implacable: aquí un cordón, aquí un pozo, cuidado con ese desnivel. Y elogió el estado físico del viejo.

    —¿Cuántos años tienes, Norm?

    —Cincuenta... y uno —contestó él, en dos etapas.

    —Pues, cuando yo tenga cincuenta y un años, no podré ni correr hasta la esquina —dijo Alí—. Ahora mismo ya me siento cansado.

    Por supuesto, el periodista y ya famoso escritor largó la toalla antes que Alí y volvió caminando al complejo deportivo, para emprender el regreso en auto hasta la capital. En ese trayecto a pie escuchó en una densa oscuridad el rugido de un león y temió por su vida. Cuando contó la anécdota al día siguiente, se le rieron en la cara: muy cerca de Nsele había un zoológico.

    Mailer presenció la pelea en segunda fila. Es más: en varias fotos del combate aparece su rostro, y al final se lo ve de pie haciendo aspavientos, asombrado, excitado, casi enloquecido. Y describió el combate round a round y golpe a golpe, porque desde ese lugar los ganchos y los directos suenan como un efecto cinematográfico de laboratorio, se ve la furia en los rostros, el arrojo, la carne temblando y chocando, el miedo. El sudor de los boxeadores o la sangre o el protector bucal pueden saltar hacia los espectadores. Un combate de cerca es una experiencia única, total. Lo más parecido a jugar, mediante ciertas reglas, con la muerte.

    El escritor de “Los desnudos y los muertos”, “La canción del verdugo” y “El fantasma de Harlot”, cuya admiración por Alí es tremenda, nos cuenta todo desde varias perspectivas.

    La sabiduría y experiencia de Angelo Dundee, entrenador de Alí de toda la vida, que instantes previos al monumental choque subió al ring y aflojó los tensores de las cuerdas para que su boxeador pudiese recostarse y trabajar en ellas con comodidad, aspecto que en la contienda fue fundamental.

    Las miradas de tumba recíproca de ambos boxeadores, Muhammad de short blanco y Foreman de short rojo, cuando el juez los llama al centro del cuadrilátero.

    La perplejidad del público desde el primer asalto, en el cual Alí, flotando como una mariposa y aguijoneando como una abeja, castigó a Foreman como nadie lo había hecho, con directos de derecha. “El inequívoco sonido sordo de los golpes de alta potencia”, dice Mailer.

    Los comentarios de los relatores Jim Brown y Joe Frazier, que vuelta a vuelta iban de sorpresa en sorpresa.

    La ira de Foreman, que veía en su rival una bolsa de arena y le daba y le daba, a la vez que se cansaba.

    “Tengo que derrotar a este tipo —había dicho Alí en cierta ocasión—. Lo vi en Salt Lake City. Calzaba unos zapatos de color rosa y naranja con plataforma y tacones altos. Yo llevo unas botas baratas. Cuando le vi esos zapatos me dije a mí mismo: ‘Voy a ganar”.

    Y Alí contra la cuerdas, aguantando la furia del campeón. Y el octavo round, el momento cumbre, cuando una rápida sucesión de golpes y un derechazo final derriban a Foreman para siempre —porque ese derribo fue para siempre— y devuelven la corona al bocazas, al más grande, al hermano negro más importante del Islam, a Muhammad Alí.

    “Cayó como un mayordomo de metro ochenta de estatura y sesenta años de edad que acabara de escuchar una trágica noticia”, escribe Mailer.

    —Me imagino —dijo George— que un hombre no ve realmente el golpe que lo derriba. Sospecho que ni se entera.

    Y así fue.

    Alí es grande.

    Vida Cultural
    2014-03-27T00:00:00