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    Amigos de Orlando

    Columnista de Búsqueda

    N° 1962 - 22 al 28 de Marzo de 2018

    Desde el punto de vista de la historia de la cultura la parte más interesante de Orlando, de Virginia Woolf, se encuentra en aquellas escenas en las que el protagonista discurre con Addison, con Swift, con Pope; ese temible terceto que representa el temprano espíritu ilustrado de Inglaterra. Quiero que se entienda bien: no implica esto desdén por el primer y segundo capítulos, donde vemos al personaje en los brazos de Isabel I y alternando con los vientos que envolvieron a Shakespeare, a Fletcher, a Marlowe, a Donne, a Jonson, a Beaumont. Este período es quizá uno de los más fecundos de la peripecia cultural de la isla, de Occidente, del planeta, del sistema solar. Nada más lejos de mí que minimizar la gravitación de esos pocos años en los que se dieron cita bajo el mismo cielo lo más grandes ingenios del arte escénico y de la poesía.

    Pero lo que me interesa subrayar hoy es una cierta simetría entre esa generación pautada por la dos últimas décadas de la corona de Isabel y el reinado del primero de los Estuardo, que nos prodigó a esos dioses infinitos, y la generación que se forjó al amparo de la Gloriosa Revolución y que, curiosamente, conoció su plenitud bajo la mirada no siempre indulgente de dos reinas, Maria II Estuardo, hija de Jacobo II, y luego de su hermana Ana. A diferencia de la última representante de los Tudor, que se convirtió en mecenas de las artes y arrastró en su ademán a buena parte de la corte, estas dos monarcas estuvieron bien lejos de involucrarse con los intereses y propósitos de la agitada vida cultural que se estaba forjando desde la caída de la tiranía puritana. Para ellas era poco grato lo que había detrás de los muros de Kensington, donde bullía una nueva mentalidad, donde la movilidad social comenzó a operar cambios en el pensamiento político, donde el comercio conoció una gran expansión y a filtrar influencias y novedades del mundo, donde la ciencia irrumpió sin pedir permiso ni prebendas; donde las elites empezaron a tomar conciencia de la continuidad de espíritu de la cultura nacional, tan afectada por los años negros de la dictadura republicana.

    La agenda y misión de la cultura adquirieron vida propia, se emanciparon de la voluntad jerárquica y pasaron a revistar como expresiones del libre concurso de los talentos y de las audacias de los creadores y de los investigadores. El eje se desplazó de la corte a los clubes y los cafés, donde la triunfante burguesía y la nobleza culta habían sentado sus cuarteles. Un detalle curioso: Carlos II, que asumió enseguida del tenebroso interregno puritano, consideró seriamente cerrar los más de sesenta cafés que había en Londres porque entendía que eran focos de crítica, agitación y excesiva liberalidad; pero esos establecimientos estaban tan arraigados en las costumbres, pese a ser de reciente data, que los más influyentes cortesanos tuvieron que convencer al monarca de la imprudencia de ir nada menos que contra los cenáculos desde los que se irradiaba la portentosa influencia del pensamiento y de la ciencia de Inglaterra sobre el resto del continente. Carlos II, resignado aunque no del todo convencido, no solo dejó abiertos los cafés, sino que además les garantizó estabilidad y se prometió no meterse jamás con esos sagrados fueros, que desde entonces se constituyeron, junto con los periódicos de moda, en emblemas del fermento intelectual que estaba conmoviendo con sus transformaciones a la civilización occidental.

    En el último tercio del cuarto capítulo vemos a Orlando discurriendo naturalmente con los tres grandes períodos y recorremos las páginas de The Spectator, el diario en el que Addison liberó su inventiva y su precisión analítica; vemos también a Pope, con su maltrecho cuerpo a cuestas abriéndose paso entre la multitud de envidiosos que terminan rendidos ante la pureza de sus versos; y, previsiblemente, nos topamos con la polémica figura de Mr. Swift, siempre conflictivo y malhumorado, al que la reina Ana se ocupó muy bien de hacerle llegar su enojo por el mal tono y peor intención de sus escritos.

    Me emociona esta familiaridad, este recurso para establecer cercanía con los personajes gigantes que analiza y encomia Samuel Johnson en sus famosa Vidas de Poetas; obra que seguramente Virginia debe haber tenido sobre su mesa mientras avanzaba con las aventuras de la impar criatura que unas páginas antes se hizo visible para el mundo al reconocerse orgullosamente como mujer con pensamientos propios, con derechos, con dignidad.