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Desde una joven enamorada que le escribe entusiastas cartas en italiano, Teresina Lobetti, hasta los amigos que le cuentan cómo les va y los remitentes que le cuidan el peso vendiendo sus cuadros, las cartas que el pintor uruguayo José Cuneo recibió entre 1907 y 1940 se reunieron en un hermoso libro de tapa dura y prólogo de Julio María Sanguinetti.
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Los encabezados de las misivas, que van de lo breve a lo extenso con la mayor libertad, dan idea del calor de la relación que unía al remitente con el pintor de las maravillosas lunas. “Caro Cuneo”, “Querido Cuneo”, “Estimado amigo”, “Mio carissimo”, “Mia gioia carissima”. Son cartas con más de un siglo de antigüedad, en las cuales muchas veces no importa solo el contenido, sino también la forma y el estilo caligráfico al escribir los sobres, de los que aquí aparecen fotografías. Era el tiempo en que se enseñaba caligrafía en los colegios, lo que redundaba en una letra enroscada, elegante, típica de las abuelas y los bisabuelos.
Raquel Pereda, la historiadora de arte y compiladora de este valioso material, advierte que esta no es una biografía de José Cuneo Perinetti (Montevideo, 1887-Bonn, 1977) y se pregunta: “¿Por qué un libro de correspondencia?, ¿cuál es el sentido de reunir y presentar estas cartas tan dispares entre sí?”. Y explica las razones en el ánimo investigador y en la curiosidad por profundizar en la vida del artista.
Pereda subraya que este material corresponde a un período histórico ajeno a la sensibilidad del siglo XXI. “Las costumbres, los modos de vida, las perspectivas han cambiado apreciablemente, pero no ha variado el ser humano, es el mismo, con sus afectos, sentimientos, ilusiones”. Se aventura un poco más allá de Cuneo y su entorno de relaciones y amistades, para valorizar estas “huellas tangibles del pasado”, que “se hojean en papeles a veces amarillentos, levemente arrugados por los dobleces del sobre que los contiene (...) material táctil, irremplazable”. Y se pregunta cuál será el rastro similar que la actualidad dejará a las generaciones venideras: “Correos electrónicos recibidos y enviados, eliminados rápidamente, frases borradas de efímera existencia en la pantalla del monitor”.
Fue en 1907 que el artista viajó por primera vez a Turín, donde estudió con Anton María Mucchi y pintó paisajes italianos que luego expuso en Uruguay en 1910. Más tarde volvió a Europa en 1917, para estudiar con Anglada Camarasa y Van Dongen, y en la Grande Chaumiere de París. En ese período pintó paisajes de Italia y de Melo y comenzó la etapa planista, junto a Guillermo Laborde, Carmelo de Arzadun, Alfredo de Simone y Petrona Viera. Desde 1930 vivió en el interior uruguayo, en Florida y Melo, experiencias que redundaron en sus típicos ranchos, lunas y acuarelas campestres. En 1942 ganó el Gran Premio de Pintura del Salón Oficial, el Primer Premio en el Salón Nacional de Acuarelas y el Premio de Pinturas en la Bienal Nacional de Arte. En 1954 volvió a Europa y comenzó una serie de obras abstractas que firmó con su apellido materno: Perinetti. En 1969 recibió el Gran Premio en la X Bienal de San Pablo y en 1974 el Premio Nacional de Pintura de Cagnes sur Mer.
Varias de las misivas provienen de su amigo Carmelo de Arzadun, que en 1911 le cuenta, por ejemplo: “Yo estoy hecho un atorrante esta temporada primero por el calor y después que verdaderamente el paisaje de París en verano no es abundante ni rico; todo lo contrario pasará en otoño e invierno, y precisamente será cuando habrá que pintar en el estudio. (…) Todo lo que he pintado son cartones de 25 o 30 cms, más o menos”. En 1914 Arzadun se queja del invierno parisino: “Aquí hace un frío de todos los diablos (…) y la gente se congestiona por las calles, en fin, el Palais de Glace… Yo no salgo de casa, no voy a Montparnasse hace tiempo y trato de trabajar lo más posible, (…) el atelier es grande pero frío en este tiempo; días pasados casi me asfixio con la estufa y sus emanaciones y ando con un miedo bárbaro; ya ves que todas no son flores, en mi casa, en este tiempo: nadie diría, que tengo que elegir, entre morirme de frío; o asfixiarme”.
Algunos corresponsales llegan a definir la ciudad de Montevideo con agudeza, como el amigo Ricardo Roldán: “Esta Montevideo, tranquila, quieta, monótona como siempre”. Desde Montevideo, Roldán lo pone al tanto a Cuneo, quien se encuentra en París, acerca de las reuniones en La Giralda, “un poco decaídas”. Y acto seguido enumera un detalle de la situación de cada amigo en común: “Bataglini se marchó con su niña allá por el Reducto. Del Hebrón se empleó en ‘Diario del Plata’ de Antonio Bachini, Morelli con su donna allá por el Paso Molino. El viejo Morelli concluyendo en el barro un Artigas monumental. Aquel peón que tenían en el estudio de la calle San José Chico, se murió. Aquel buen hombre que fue herido en un ojo por una pelotilla de pan, la noche aquella del banquete a Vicente en un fondín de la calle Durazno y Minas, más o menos…”.
En 1917, Eduardo Dieste, el amigo que le ofrece dinero para pinturas a cambio de cuadros, lo invita a irse a Melo y le sugiere que debe retratar la localidad de Tupambaé, de camino a la capital de Cerro Largo, donde hay “paisajes hermosísimos que te esperan”. Y en el párrafo siguiente rezonga al pintor. “Vuelvo a repetirte que Vaca no se escribe con be de Burro, como haces por millonésima vez en tu carta última. Es inútil que insistas”.
Otros remitentes de las cartas a Cuneo son Pedro Figari, Jules Supervielle, Etchebarne Bidart, entre tantos más.
Estos papeles amarillentos permiten otear la vida personal de sus autores, así como inferir el vínculo que los unió a Cuneo. Algunas líneas destilan el encanto de las amistades morrocotudas, esas que se tejen con humor, frontalidad e ingenio. Al tomar contacto con estos párrafos el lector puede sentirse un privilegiado.
“José Cuneo. Correspondencia entre artistas y amigos”, de Raquel Pereda. Gráfica Mosca, 2013, 239 páginas, $ 680.