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    Antel y Cerro Mocho

    Sr. Director:

    Quienes me conocen, saben que, para compensar horas nocturnas de lectura, descanso regularmente algunas horas por la mañana. Desde hace unos meses, el teléfono de línea me despierta: distintas personas me preguntan si quien atiende pertenece a la Fiscalía de Canelones. Presumiendo que no llaman por nada trivial sino por una real necesidad, siempre explico con amabilidad que se trata de un error, respondiéndoseme que mi teléfono aparece en Internet como perteneciente a esa repartición estatal.

    Quizás el funcionario redactor estaba en la última media hora de labor, en que el ánimo funcional decae, o tal vez la ansiedad por salir a fumar un cigarrito —y de paso disfrutar del paisaje— distrajo su atención y escribió mal el número. Lo extraño es que no se haya corregido aún, porque como dije, hace bastante tiempo que subsiste esa gaffe.

    Resolví tomar la iniciativa de llamar a Antel para que me hicieran el favor (así hay que hablar porque la burocracia es muy sensible) de proporcionarme el teléfono de la Fiscalía para así poder solicitar a la misma (con idéntica amabilidad, por supuesto) que tuviera a bien poner en el anuncio de Internet el número correcto de su teléfono de línea. Antes de atender mi pedido, la máquina me hace saber que mi llamada puede ser monitoreada (no sea cosa que se me ocurra avisarles, en broma, que hay una bomba de H2O —je, je, el funcionario no sabe química— en sus instalaciones).

    Pues bien, planteado mi problema y solicitado el teléfono de la Fiscalía de Canelones, se me contesta ¡que no lo tienen! Algún filósofo que leí, decía que el mundo es absurdo, y aquí estaría la prueba…

    ¡Al ente de los teléfonos se le perdió un teléfono!

    Pero el buen funcionario intentó atenuar mi estupor: muy obsequioso me dio dos teléfonos para que yo mismo (el ente no podía internamente hacerlo) lo averiguara: uno era el de la Fiscalía de Pando y otro de la Fiscalía de Tala (así me dijo). Se ve que nunca miró en el mapa del departamento mal llamado canario, lo distante de esas tres ciudades; quizás creyó que era tan sencillo como asomarse a una ventana y conversar con la vecina del apartamento del frente…

    Resignado empecé a llamar a dichos teléfonos. Pero, ¡oh, infortunio! Uno de los números aparecía bloqueado (o no pertenecía a nadie) y el otro, por más que llamé, no contestaba. Miré el reloj y estaba en horario de oficina. Iluso de mí, pensé, quizás sea la hora del tecito con croissants, y no tengo derecho a molestar…

    Enseguida me vino a la memoria aquella audición radial de la década del 1950, llamada La comisaría de Cerro Mocho. Al escucharla entonces, me parecía un programa de intensa e irresistible comicidad. Muy equivocado estaba: sus creadores eran augures y, como tales, describieron con seria exactitud lo que ocurriría años después…

    Los hechos son porfiados, decía William James (e irremediables, agrego yo) y por ello me resigno a seguir escuchando todas las mañanas: “¿Hablo con la Fiscalía?”.

    Prof. Agapo Luis Palomeque