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    Aquel acróbata de sonrisa inolvidable

    A cien años del nacimiento de Burt Lancaster (1913-1994)

    Muchos deben de recordarlo por El pirata hidalgo (1952), una aventura salpicada de humor que se estrenó tardíamente en Montevideo (1956) y que fue la consagración de Burt Lancaster como ídolo popular aclamado por los jovencitos de ambos sexos que poblaban las matinée de hace sesenta años. Pero ese corpulento rubio de físico atlético, ojos celestes y una impresionante hilera de dientes muy blancos que lucía cuando sonreía socarronamente, hizo muchos más méritos de los que suelen acumular las estrellas de cine que se empeñan en desarrollar solamente una faceta de galán hasta que la madurez los deja de lado.

    De hecho, Lancaster no estaba interesado en ser galán sino actor de carácter, llenando la pantalla con una energía muy personal, ya que al no estar formado en una escuela dramática su juego actoral era puramente intuitivo y dependiente de ese especial entendimiento con la cámara cinematográfica, instrumento capaz de comunicar emociones a través de pequeños gestos, una breve línea de diálogo, un silencio oportuno, una mirada elocuente. Como otros actores de su época (Kirk Douglas, Gregory Peck, Robert Mitchum, Glenn Ford, William Holden), Lancaster derrochaba ese carisma estelar que Hollywood sabía explotar tan bien y que podía convocar multitudes con solo figurar a la cabeza del reparto.

    Su popularidad era tan grande que le permitía no solamente trabajar para varios estudios sin atarse especialmente a ninguno, sino que fue uno de los actores pioneros en incursionar en la producción, donde tuvo una carrera muy exitosa y llegó a ganar incluso un Oscar de la Academia (por Marty, en 1955). Ya en su madurez, se fue a Europa a trabajar a las órdenes del italiano Luchino Visconti (El gatopardo, 1963; Grupo de familia, 1975), llegó a aparecer en más de setenta películas y su carrera no se interrumpió ni siquiera cuando le fue extirpado un pulmón en 1981 ni cuando fue sometido a una operación a corazón abierto en 1983 para colocarle dos válvulas y un marcapasos. Su fortaleza física le permitía seguir trabajando hasta que en 1990 sufrió un ataque de apoplejía del cual ya no se recuperaría. Falleció en su casa de Los Ángeles el 20 de octubre de 1994, próximo a cumplir 81años, rodeado de su cuarta esposa Susan y de sus seis hijos. De aquellos actores contemporáneos, solamente Kirk Douglas le sobrevive aún, con casi 97 años.

    Los años de aprendizaje.

    Burton Stephen Lancaster había nacido en Nueva York el 2 de noviembre de 1913 y fue un destacado atleta desde sus años juveniles. A los 17 ingresó a un circo y allí conoció a Nick Cravat (el compañero mudo de El pirata hidalgo), con quien formó un dúo acrobático hasta que en 1939 un accidente lo forzó a abandonar el número. Durante la guerra improvisó números teatrales para entretener a las tropas y al final del conflicto fue reclutado por Hollywood y debutó como estrella ya en su primera película, Los asesinos (Robert Siodmak, 1946), como el “sueco” del cuento homónimo de Ernest Hemingway, junto a Ava Gardner. Bajo contrato con la Universal, se especializó en papeles propios del “cine negro” imperante en la época (Sangre en las manos, Norman Foster, 1948; Sin ley y sin alma, Robert Siodmak, 1949), pero se le permitía trabajar para otros sellos, como en Entre rejas (1947, producido por Mark Hellinger y dirigido por Jules Dassin) y varios títulos de Paramount, entre ellos Al filo de la noche (1948, de Anatole Litvak, con Barbara Stanwyck) y Vida por vida (1948, sobre “Todos eran mis hijos”, de Arthur Miller, con Edward G. Robinson).

    Entre 1950 y 1952 hizo películas para MGM (El valle de la venganza), Fox (El caso 880), Paramount (Sin rastros del pasado) y Warner (El halcón y la flecha), que fue su primera tarea como productor junto a Harold Hecht. Luego de producir El pirata hidalgo, ambos formarían la empresa Hecht-Lancaster, responsable de Apache y Vera Cruz (las dos de 1954, dirigidas por Robert Aldrich). A esa altura ya había encabezado el reparto de De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953), que se llevó varios Oscar ese año y fue un éxito mayor, con la famosa y audaz escena (para la época) de los amantes en la playa besándose apasionadamente (ella era Deborah Kerr y estaba casada) en medio de las olas que rompen sobre sus cuerpos semidesnudos. La censura miró para otro lado y Lancaster entendió que estaba en la cúspide de su carrera.

    El mismo año que hizo La rosa tatuada junto a Anna Magnani (Daniel Mann, 1955) produjo una pequeña película sobre tema de Paddy Chayefsky y puso como estrella a Ernest Borgnine, que hasta ese entonces hacía papeles de bruto. Ahora en cambio debía encarnar a Marty, un carnicero de Brooklyn gordo, feo y para peor muy tímido con las mujeres. La película, su director Delbert Mann, su protagonista y su libretista se llevaron sendos Oscar, consagrando ese modesto trabajo y multiplicando sus ganancias, en una época en que las pantallas anchas combatían los avances de la televisión. Sin embargo, Marty se nutría con gente proveniente de la TV y estaba filmada en blanco y negro y cuadro normal, lo que probaba que con ingenio se podía transformar a los presuntos enemigos en aliados. Lancaster también fue un pionero en ese aspecto, iniciando una moda que luego se convirtió en exitosa. Él mismo produjo Despedida de soltero (1957) con el mismo equipo.

    Finalmente, el Oscar.

    Paralelamente a esos filmes pequeños, Lancaster se embarcaba en proyectos cada vez más ambiciosos (la aventura Hombre hasta el fin, que incluso dirigió en 1955), y procuraba vestir los elencos con estrellas de primera, sacrificando incluso su lugar en el afiche promocional. Gary Cooper había estado junto a él en Vera Cruz y Clark Gable en Colosos del mar (Robert Wise, 1958). En Trapecio (Carol Reed, 1956) invitó a Tony Curtis y a Gina Lollobrigida. En La mentira maldita (Alexander Mackendrick, 1957) otra vez a Curtis, y en Mesas separadas (Delbert Mann, 1958) a Rita Hayworth, David Niven y Deborah Kerr. A la empresa se había agregado James Hill, marido por entonces de la Hayworth, por lo que pasó a llamarse Hecht-Hill-Lancaster. Así figuró en El discípulo del diablo (Guy Hamilton, 1959), donde Burt aparecía otra vez junto a Kirk Douglas y nada menos que a Laurence Olivier. En el western Lo que no se perdona (John Huston, 1960) estaba la luminosa Audrey Hepburn. Siempre había nominaciones al Oscar y algún ganador (Niven y Wendy Hiller en Mesas separadas).

    Por supuesto que no descuidaba su participación en películas ajenas, sobre todo para la Paramount y su productor Hal B. Wallis. En El farsante (Joseph Anthony, 1956) estaba al lado de Katharine Hepburn. En Duelo de titanes (John Sturges, 1956), junto a Kirk Douglas, obtuvo otro éxito total a nivel popular. La gente lo adoraba, y especialmente admiraba esos papeles de cuentero desfachatado que hacía tan bien, aunque en el grueso de sus películas él prefiriera personajes atormentados, cínicos y hasta brutales, de carácter fuerte y recia personalidad. Estaba bien El pirata hidalgo y su inteligente mezcla de humor y aventura. Igualmente el simpático pero sinuoso villano de Vera Cruz. Era también creíble su papel de Wyatt Earp en Duelo de titanes, noble y heroico. Pero faltaba ese toque genial que culmina toda una carrera, y vino con Elmer Gantry (Richard Brooks, 1960), sobre una novela de Sinclair Lewis.

    El papel parecía cortado a su medida, como ese cuentero posando de predicador y embaucando a todo el mundo, con una cuota de caradurismo y otra de improvisado misticismo. La Academia lo premió justamente, consagrando ese destello de lucimiento personal. La madurez (tenía ya cerca de 50) le había dado una gran fuerza interior, que salió a luz en Juicio en Nuremberg (Stanley Kramer, 1961) y en La celda olvidada (John Frankenheimer, 1962), dos trabajos intensos y sentidos. Luchino Visconti percibió ese fuego interior cuando le ofreció el papel del príncipe Salina en El gatopardo, yasí siguió alternando papeles en dramas y aventuras con puntos altos en dos filmes de Frankenheimer (El tren, 1963; Siete días de mayo, 1964), en El nadador (Frank Perry, 1968), en Grupo de familia (Visconti, 1975), en 1900 (Bernardo Bertolucci, 1976) y la notable Atlantic City (Louis Malle, 1980), que le valió su última nominación al Oscar.

    La inevitable serena madurez.

    Ya no era por cierto aquel sonriente aventurero de El pirata hidalgo sino un señor maduro que supo sustituir la energía física por una gran calidez y aquel fuego interior que no parecía apagarse. Trabajó mucho (westerns, policiales, temas de espionaje), incluso en cosas menores que su presencia dignificaba, pero sus apariciones en La piel (Liliana Cavani, 1981) y en Un tipo genial (Bill Forsyth, 1983) merecen recordarse, porque siempre encaró lo que hizo con la máxima seriedad y en algunos casos dejó traslucir la ideología liberal que profesaba (era militante del Partido Demócrata y opuesto por cierto a la guerra de Vietnam). Apoyó a directores jóvenes como Sydney Pollack (Camino de la venganza, 1968; Los temerarios, 1969), fue fiel a sus viejos amigos (Richard Brooks en Los profesionales, 1966; Robert Aldrich en La venganza de Ulzana, 1972, y Ultimátum nuclear, 1978) y sobre todo nunca olvidó a su amigo Kirk Douglas, con quien volvió a reunirse en un tema crepuscular pero con mucho humor: Dos tipos duros (Jeff Kanew, 1986).

    Se le vio por última vez como una presencia celestial en El campo de los sueños (Phil Alden Robinson, 1989, con Kevin Costner) y se fue dejando la impresión inolvidable de su gran presencia estelar, su atractiva personalidad (nunca avasallante, como otros actores que se comen la pantalla) y una serie de valiosas películas que siempre van a ser el más reconocible legado que todo actor que se precie de tal deja para la posteridad. En su caso, ese legado fue múltiple, rico y por cierto memorable.