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    Aquellos tiempos con cien cafés y orquestas

    Hace un siglo nacía el cantante Carlos Roldán

    Con veinte abriles y en un momento en el que reinaba Gardel, el uruguayo Carlos Roldán daba en Buenos Aires el primer paso firme en la senda que lo llevaría a ser un gran cantante de tangos. Sus amigos del café Vaccaro, de Gral. Flores y Domingo Aramburú, habían juntado la plata para que pudiera ir a probar suerte al otro lado del río. El estudioso del tango Horacio Loriente afirmaba que el dinero se recabó en una “función a beneficio” que tuvo lugar en el cine Avenida, cerca de la estación tranviaria del Reducto.

    El muchacho, pintún, entrador, rigurosamente peinado a la gomina, usaba todavía su nombre de familia: Carlos Porcal.

    Corría 1933, el año del golpe de Terra. También el año de la última presentación de Gardel en el Uruguay; aquella en la cual actuó en Salto, Paysandú, Mercedes, San José y en radio Carve, cantó para los enfermos del hospital Fermín Ferreira y para el propio Terra.

    En aquel entonces, el joven Porcal era tan solo una promesa, pero ya conocía el paño. En la adolescencencia había cantado algún tiempo con un par de orquestas y con guitarras, aquí en Montevideo, e incluso había competido en un concurso, que no ganó.

    Nacido el 31 de diciembre de 1913 —hace ahora un siglo—, en los tiempos gloriosos del Vaccaro no pasaba de ser un muchacho de barrio. ¿De cuál barrio? Unos dicen que de Reus al norte; otros, que de La Comercial. Lo cierto es que andaba siempre por la estación Goes y aledaños.

    En Buenos Aires tuvo la oportunidad de ser vocalista de la típica de los hermanos Servidio en audiciones radiales. Gustó mucho y aquella experiencia fortaleció su confianza. Eso lo animó a aspirar a más. De regreso en Montevideo, se lució en el palco del Tupí Nuevo. Más aplausos. Repercusión en la prensa. Tanto estímulo invitaba a volver a Buenos Aires, aunque antes hizo una breve gira por Brasil.

    Fue pasando el tiempo. Con él, se consolidaban los logros. No era fácil. Abundaban los cantores de cartel y había que esforzarse por conquistar posiciones. Claro que, cuando hay talento y tesón, necesariamente llega el momento del triunfo.

    En 1937, son las actuaciones en la prestigiosa radio Belgrano, la emisora del legendario Yankelevich considerada como un trampolín a la fama. Luego, a finales de 1938, el veinteañero uruguayo consigue cantar a dúo con la consagrada Mercedes Simone, acompañados ambos por la orquesta del bandoneonista Pedro Maffia.

    En la “Época de Oro”

    Ya con domicilio fijo en Buenos Aires, Porcal está a punto de hacer realidad el sueño que alentaba desde niño. Hay una sucesión de golpes de fortuna. La participación en un programa que conducía el imponente letrista (poeta, ¿por qué no?) Homero Manzi en Belgrano, y acto seguido sucesivas presentaciones con orquestas de primer nivel; la más celebrada, la de Roberto Firpo.

    A esa altura, cuando terminaba la década de los 30, el nombre artístico pasaba a ser Carlos Roldán y la tesitura vocal derivaba del registro atenorado a otro más bien abaritonado. El pibe de La Comercial (¿o del barrio Reus?) estaba madurando, pronto para emprender un ciclo que dejaría profunda huella junto a la orquesta de otro uruguayo, el maragato Francisco Canaro, violinista de la etapa fundacional del tango, compositor, director, defensor del derecho autoral.

    Antes, sin embargo, se produce un hecho que a Roldán lo va a beneficiar aun más. En realidad, hay dos circunstancias que obran en su favor; ambas en un mismo año, que es 1941. Por un lado, graba la milonga “Negra María” (Manzi-Demare) con nada menos que la orquesta de Osvaldo Fresedo y, por otro, a Canaro se le van los dos cantores: Famá y Amor. “Pirincho”, hombre resuelto, activo empresario que no perdía un minuto, decide llenar las vacantes rápidamente. Contrata a Roldán y organiza un certamen para elegir al otro vocalista, que va a ser Eduardo Adrián (Alberto Eyherabide).

    En ese momento había empezado lo que en la historia del tango se suele denominar la “época de oro”, singularizada por una conjunción de figuras de primer nivel, ya se tratara de orquestas, cantantes e instrumentistas, cuanto de letristas o compositores.

    Es el tiempo de los “tangos en todos los barrios, en cien cafés con orquesta”; de los bailes multitudinarios animados por Troilo, D’Arienzo, Caló, Pugliese, Biagi, Demare, Di Sarli, Firpo y tantos otros elencos cuya categoría es refrendada por la venta masiva de discos, el éxito arrollador de las audiciones radiales, el imperio milonguero que abarca desde clubes de barrio y cabarets (“cabarotes”, decía Edmundo Rivero) hasta salones distinguidos y fiestas de sociedad. El tango se canta y se baila, está en todas partes, falta Gardel (se ha ido en el 35) pero hay muchos seguidores suyos que saben hacerle honor. Fiorentino, Marino, Podestá, Berón, Iriarte, Vargas, Ortiz, Echagüe, Castillo, Ray, Dante y muchos más. Las mujeres cantan de maravillla. Ahí están para demostrarlo Simone, Falcón, Maizani, Merello, dentro de una nómina por cierto muy extensa.

    El auge, con Canaro

    En ese marco, altamente competitivo, el binomio Canaro-Roldán impuso un sello particular. Al cantor le sobraban condiciones y la orquesta había evolucionado en materia de arreglos e instrumentación, si bien manteniéndose siempre dentro de un esquema tradicional.

    La primera grabación de Roldán con Canaro fue el vals “La vida en mil gramos” y data de octubre de 1941. Curiosamente, en esa versión el cantor comparte el registro con un baterista de apellido Blackender que hace la segunda parte y en la etiqueta figura como “Blackie”.

    En los años siguientes, hasta 1945, la dupla Canaro-Roldán va a ser una de las más aplaudidas por el público. De ese periodo quedaron grabaciones de gran calidad como —por citar solo unas pocas entre más de 70— los tangos “Mariposa nocturna”, “Mi reflexión”, “Cristal”, “Uno”, “Su carta no llegó” y “Torrente”, los valses “Tu pálida voz” y “Soñar y nada más” (dúo con Adrián), el candombre “Aleluya”, el pericón “Paja Brava”, el vals español “Se llama Dolores” y el pasodoble “El saleroso”.

    Roldán está en ese tiempo en el cenit de su arte. Timbre y caudal de voz, afinación, versatilidad, son las cualidades que lo distinguen. El estudioso uruguayo Boris Puga dijo a Búsqueda que “Roldán fue un cantor expresivo con un gran dominio vocal”. También sostuvo que “tenía mucha presencia en el escenario, por lo cual se imponía visualmente”. De ahí, estimó, que sobresaliera en las comedias musicales. Con Canaro hizo tres, que colmaron salas tanto en Buenos Aires como en Montevideo. Puga dijo que en una de ellas, “Dos corazones”, a las damas les obsequiaban al entrar dos corazones de madera pintados de rojo y unidos por una cinta, según le contó una espectadora de la época. Esta obra se representó en el teatro Artigas, de Colonia y Andes, en 1944.

    Otro rumbo y el final

    Para algunos expertos en tango, Roldán fue el mejor cantor de Canaro. Pero aquel ciclo, realmente brillante, llegó a su fin promediando los años dorados, cuando el cantor decidió independizarse. En 1945 se abre así para él una nueva etapa que va a transcurrir con suerte diversa. Tuvo orquesta propia y luego integró conjuntos ajenos. Estuvo con Emilio Pellejero, José Pascual, Hugo Di Carlo, Francisco Rotundo, Roberto Caló, Miguel Caló y Donato Racciatti.

    Bohemio impenitente, su vida bien podía reflejarla la letra de un tema que grabó con Canaro, el tango “Que me quiten lo bailado”, sobre todo en aquel pasaje que dice: “...tengo dos pasiones bravas, el tapete y el champán/ berretín con la milonga, metejón con los placeres/ unas veces ando pobre y otras veces soy bacán”. Hombre de la alta madrugada, así como ganaba plata, así también la derrochaba. No habrá sido la suya una vida ejemplar, si se la considera desde el ángulo de la templanza, pero fue auténtica. Todos los testimonios coinciden en que supo ser derecho, generoso, buen tipo. Incluso se tomaba en solfa a sí mismo. Una anécdota lo prueba. Cierta noche de cruel invierno, en Buenos Aires, llegó al bar donde solía parar, vestido con un traje liviano porque andaba en la mala. No tenía sobretodo, pero sí lucía un par de guantes. Dirigiéndose a la barra amiga, exclamó: “¡Qué noche fulera, muchachos, para el que no tenga guantes!”. Cuando echaba buena, vestía elegantemente. Así era él.

    En 1947, bajo promesa de enmendarse, volvió con Canaro. Grabó un título (“Yo solo sé”), pero de ahí no pasó: “Pirincho” tuvo que despedirlo cordialmente porque a los pocos días ya había olvidado sus buenos propósitos.

    Entre las páginas que llevó al disco entre 1945 y 1965, se destacan “Seguí mi consejo” y “El vinacho”, con Francisco Rotundo (en la orquesta de este pianista cantaron otros dos uruguayos, Enrique Campos y Julio Sosa); “Cualquier cosa”, con Roberto Caló; “Desorientado”, con Miguel Caló; “Murga de pibes”, “Cinco reales de antes”, “Que se vayan”, “Quimera” y “Por una cabeza”, con Donato Racciatti.

    Lo último que grabó, a mediados de los 60, fue un larga duración para el sello porteño Magenta, con algunos temas clásicos y, en su mayoría, títulos del momento.

    Roldán murió el 16 de junio de 1973, en Buenos Aires, cuando aun no tenía sesenta años. Una delegación de Agadu repatrió poco después sus restos, que recibieron sepultura en el panteón social de la institución, en el cementerio del Norte.

    Montevideo tiene en su nomenclator una calle llamada Carlitos Roldán. Es una cuadra que corre entre Cufré y Juan Paullier, donde acaso anduvo de botija.

    Roldán es recordado como un intérprete de personal estilo y excepcionales cualidades vocales, a la vez que como un entrañabe ser humano y un personaje inmensamente popular.