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    Argentina, empecinada en decaer

    Nº 2207 - 5 al 11 de Enero de 2023

    Desde hace unos 20 años, la política argentina está dominada por la confrontación. La denominada grieta ha tocado una fibra íntima de la sociedad, y aunque muchos ya están (estamos) agotados de la lógica amigo-enemigo (que por otra parte ha demostrado su esterilidad tanto para el desarrollo como para la equidad), la dirigencia no sabe o no quiere ampliar el menú de alternativas, colocando al país en un laberinto cuya salida es muy difícil de encontrar.

    La polarización política no es exclusiva de la Argentina. En varios países hay sectores que creen que la confrontación es un sinceramiento de lo inevitable del conflicto social. Pero el problema es que tarde o temprano las grietas ponen en riesgo a la propia democracia.

    Lejos de estar basada en la tradición o en la verdad, la democracia es, más que nada, un procedimiento. Y tiene como regla fundamental a la regla de la mayoría: no gobiernan los que encarnan al pueblo, ni tampoco gobiernan los mejores, sino simplemente los que sacan más votos. La práctica democrática es entonces esencialmente competitiva, y por lo tanto contiene más vigorosos elementos de competencia que de su contraparte, la cooperación. Cuando los partidos políticos eran fuertes, existía una cooperación entre las elites que cumplía el rol de mantener el régimen a salvo de los resquebrajamientos que provocaba la propia competencia entre las elites. Los líderes tenían la capacidad, y muchas veces, la voluntad, de calafatear las fisuras del casco del barco de la democracia. Pero las democracias de hoy están expuestas e indefensas ante los cantos de las sirenas del cortoplacismo, el rédito inmediato y la liviandad. En otras palabras, el entorno y el clima de la democracia actual no están generando los incentivos suficientes para una cooperación que contrabalancee a la competencia.

    Si lo anterior es correcto, entonces ya casi no hay atenuantes para la competencia que la democracia lleva en su ADN. Pero ¿cuánto enfrentamiento soporta la democracia? Y, por otro lado, ¿podrán las democracias resolver los problemas que requieren dosis extremas de cooperación? Muy probablemente, la Argentina hoy requiera más que nunca de un entendimiento. Sin embargo, la dirigencia argentina está empecinada en no coordinar para resolver ningún problema, y peor aún, en poner en peligro a la democracia.

    En las últimas semanas hemos visto dos ejemplos prístinos de esta miopía. El primero fue el fallido recibimiento de la selección de fútbol después de ganar el campeonato en el Mundial de Catar. Por un lado, la imprevisión. Se alentó a la ciudadanía a festejar en las calles decretando un feriado nacional, pero sin la mínima planificación de los posibles problemas de seguridad tanto para la gente como para los jugadores. Por el otro lado, a esa impericia se suma una serie de internas políticas que empeoraron la situación y terminaron de frustrar lo que podría haber sido el mayor festejo del país, por un instante unido, en toda su historia. Las desavenencias entre el presidente, los funcionarios que responden a la vicepresidente, y las autoridades de la Asociación del Fútbol Argentino mostraron un triste espectáculo de traiciones, venganzas y emboscadas que no hacen otra cosa que alejar más todavía, si es que eso es posible, a la gente de toda dirigencia.

    El segundo ejemplo es mucho más grave. El presidente y algunos gobernadores anunciaron públicamente que el gobierno no acataría un fallo de la Corte Suprema de Justicia. Nuevamente, primero la impericia. El fallo de la Corte (en realidad una medida cautelar, no una decisión definitiva sobre el caso) ordena al gobierno nacional restituir a la Ciudad de Buenos Aires un porcentaje de los fondos que se distribuyen automáticamente y por ley a todas las provincias (incluida la ciudad de Buenos Aires) que arbitrariamente le había quitado en septiembre de 2020. En aquel momento, el Poder Ejecutivo no podía hacerlo legalmente (es decir, con acuerdo de las partes), pero lo hizo de todas formas (unilateralmente), para transferir el dinero a la Provincia de Buenos Aires, de su mismo color político, que sufría un motín policial. Se trató de una crisis puntual de mala gestión del gobernador Axel Kicillof, con una salida peor por parte del presidente, postergando una crisis (la de las semanas pasadas) más preocupante aún.

    Los especialistas empezaron a discutir si ese desconocimiento era ya un desacato, o si la ruptura del mandato constitucional sería la desobediencia al fallo definitivo. Lógicamente, comenzaron a brotar preguntas preocupantes para la democracia (¿qué hará el gobierno si tampoco le gusta el fallo de fondo?, ¿qué otro mandato constitucional será también interpretado como “de imposible cumplimiento”?, ¿quizás alguno de la justicia electoral?) y preocupantes para la arquitectura jurídica del país (¿podrán luego los ciudadanos aducir que los fallos en su contra son también demasiado difíciles de cumplir?). Con la economía pendiente de un hilo, el poder económico también expresó su preocupación. Así lo hicieron varias cámaras empresariales, y sobre todo, el valor del dólar, que es el termómetro más temido por todos los gobiernos. A la semana siguiente, el presidente cambió una vez más su posición y anunció, siempre por Twitter, que no se resistiría al fallo, pero que pagaría a la Ciudad de Buenos Aires con bonos del gobierno. Tres días después, el gobierno dejó trascender que para no desfinanciar a su gobernador estrella, Kicillof, aumentaría algunos impuestos para cumplir con la obligación del pago de pesos tal como había decidido la Corte.

    Como puede advertirse, todo el episodio, plagado de argumentos pobres y falaces (por ejemplo, la intención del gobierno de recusar a los jueces una vez ya conocido que la decisión le resulta perjudicial, o argumentar a favor del Estado nacional en nombre del federalismo), parece diseñado para espantar inversionistas. Sobre todo porque toca dos puntos particularmente sensibles para la política argentina. El primero es que ya es una tradición en el peronismo (aunque no de manera exclusiva) el buscar que los jueces reafirmen al poder político en lugar de contrabalancearlo, pero en este caso, y en segundo lugar, el agravante estaba además dado porque, como es sabido, los principales problemas políticos del país, incluso desde antes de la independencia, se deben a la distribución de los ingresos entre las provincias. Si bien es cierto que a lo largo de la historia (y de la historia reciente) los reclamos de las provincias se han debido a conveniencias y afinidades políticas más que a fundadas reivindicaciones históricas, la impericia se despliega justo en el meollo de situaciones históricamente problemáticas.

    Pero quizás lo más alarmante es que esta situación se convierte en una crisis institucional a causa de la polarización política de corto plazo. Conflictos por la redistribución de los recursos hay y habrá en todos los países. La diferencia radica en la forma de administrarlos. En este caso, y en la Argentina en general, lo que obtura vías de salida a los problemas son las altisonantes declaraciones públicas, polarizadoras y denigratorias (sobre la Corte, la oposición, los porteños, el presidente, o el kirchnersimo, ya que tampoco algunos opositores se privaron de echar más nafta al fuego) que obligan a los adversarios a redoblar la apuesta. Así, la política y los conflictos quedan reducidos a jugarretas y chicanas discursivas.

    ¿Cómo podría entenderse tanto sinsentido? Todo indicaría que el gobierno perderá las elecciones presidenciales de 2023, que el peronismo está a las puertas de la peor crisis de toda su historia, y que perdido por perdido, habría probado con poner en riesgo el orden constitucional a ver si de carambola pasa algo que interrumpa su camino al declive. Las hipótesis son una más alarmante que la otra. Se especula con que en realidad el gobierno pretende ganar tiempo para demorar los reembolsos a la ciudad de Buenos Aires, que todo el episodio en realidad busca debilitar la imagen en el interior del país del jefe de gobierno de la ciudad Horacio Rodríguez Larreta (casi seguro candidato presidencial opositor en 2023), o incluso que es una presión del kirchnerismo para debilitar una eventual candidatura de Alberto Fernández a la reelección. Independientemente de los detalles, el episodio no deja de ser una luz de alarma para el orden constitucional.

    Décadas atrás, los especialistas se preguntaban cuánta desigualdad pueden soportar las democracias. El tiempo ha mostrado que pueden soportar mucha más de lo que creyeron quienes formulaban preocupados esa pregunta. La democracia ha sobrevivido, pero en la Argentina convive con realidades sociales que la lastiman y desacreditan a paso firme. ¿Qué pasará con la democracia si no atenuamos la polarización? No se trata de cancelar las ideologías, ni la contraposición de intereses, ni la competencia, ni mucho menos la crítica. Pero podemos comenzar por no moralizar la política, es decir, no promover que el otro, por ser quien es, es moralmente indigno, o que defiende intereses ilegítimos. Eso obtura la posibilidad del entendimiento y la confianza. Son los dos ingredientes necesarios para la cooperación, e indispensables para la salud de la democracia, tanto a nivel dirigencial como para el ejercicio de una ciudadanía plena, que debe poder hacer una elección libre de extorsiones morales para poder decidir, como mínimo, si votar al gobierno o a la oposición.

    Hoy la democracia argentina está más cerca de la polarización que de los consensos, de la exageración de la competencia que de los mecanismos de cooperación. Para cambiar la dirección de un futuro de incertidumbres es necesario levantar la mirada para encontrar, de manera responsable, soluciones que no son sencillas. Pero para eso la dirigencia política no debe dejarse seducir por el corto plazo de la encuesta o del tuit, y abordar los profundos dilemas políticos que impiden crecer al país. La dirigencia argentina sabe que debe generar certidumbre para fomentar inversiones y crecimiento, y es inexplicable que se empecine en el camino contrario.

    Ese camino de la cooperación en Argentina es aún más necesario cuando el contexto global no ayuda. La guerra en Ucrania sea quizás el fin de (o al menos un serio llamado de atención sobre la perdurabilidad de) lo que se ha llamado el “orden global liberal”, que además de una configuración de relaciones de poder entre países, es también un marco general conceptual que confía en instancias de interacción entre diversos actores globales, impulsadas por los beneficios de la tolerancia, la confianza, el crecimiento económico y la interdependencia del comercio. Tal vez la grieta argentina sea mucho más que una grieta. Quizás se esté derrumbando el marco general de las expectativas de la cooperación humana a gran escala. Y eso sería una muy mala noticia para la democracia en todo el mundo.

    * Politólogo, vicepresidente de la International Political Science Association