En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, por los próximos tres meses tu plan tendrá un precio promocional:
* Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
¡Hola !
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
La idea de escribir esta “Misa de Réquiem” no nació en Verdi de la noche a la mañana. Seis años antes de componerla, en 1868, muere en Italia el célebre Gioachino Rossini. El hecho impulsa a Verdi a liderar un movimiento de homenaje a Rossini, entre los compositores italianos más salientes del momento. Verdi propone concretamente la composición de un Réquiem entre todos, asignándole un fragmento de la misa a cada compositor. Predica con el ejemplo y él mismo termina en poco tiempo el Libera me con el que finalizaría la misa. Pero no encuentra eco entre sus colegas y el proyecto aborta. Cinco años más tarde, en 1873, muere Alejandro Manzoni, poeta y novelista admirado por Verdi. La motivación para componer su Réquiem será ahora definitiva y lo terminará un año después, en 1874, finalizando la misa con el Libera me escrito seis años antes para Rossini.
, regenerado3
¡Registrate gratis o inicia sesión!
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
Sobre este “Réquiem” las opiniones han oscilado desde el extremo que se trata de una obra maestra de énfasis orquestal, hasta el otro extremo constituido por aquel célebre y terminante juicio de Han Von Bülow (el yerno de Liszt) que lo calificó como “ópera con vestiduras de iglesia”. La verdad está a nuestro juicio en el justo medio. Se trata de una obra despareja en inspiración y en el tratamiento de los temas. Por momentos se ciñe a la ortodoxia en materia de oratorios; por momentos el lirismo verdiano asoma en forma evidente haciéndonos olvidar que estamos ante una misa de difuntos y ubicándonos directamente ante una ópera.
La obra alcanza pasajes de gran efecto y poder; juega con el contraste, oscila entre el recato y el desplante grandilocuente, entre la vena litúrgica y la lírica. Al fin y al cabo todo esto parece lógico y natural. No puede pretenderse que Verdi se transformara en otro para escribir música religiosa. Este “Réquiem” es en definitiva una afirmación de autenticidad de su autor, que así sentía su religiosidad y no de otra forma.
Quienes tuvimos la fortuna de estar presentes en el Teatro Solís el martes 7, asistimos sin lugar a dudas a una versión de antología. La primera cuestión a señalar es la magnífica combinación tímbrica de los cuatro solistas. Mariana Ortiz, soprano argentina; Nancy Fabiola Herrera, mezzo venezolana-canaria; Aquiles Machado, tenor venezolano y Fernando Radó, bajo argentino, son todos artistas de exitosa trayectoria. A poco que abren la boca y lanzan sus primeras notas, queda claro que dicho éxito es más que justificado: cada uno en su cuerda brilla con estupenda tersura, se despega de la orquesta, alternan la ternura y el dramatismo con pasmosa facilidad. Pero hay algo más que, a mi juicio, fue determinante para la calidad de esta versión y es el equilibrio y empaste entre los colores de cada una de las cuatro voces. Fue como si se hubiera hecho un casting previo de voces y alguien hubiera seleccionado estas cuatro por la manera en que se ensamblaban juntos los timbres de cada uno. Pocas veces se escucha un conjunto tan armónico ya en los dúos, en los tríos o en el cuarteto de solistas.
A esta virtud inicial y si se quiere casual de la reunión de estas cuatro voces, debe agregarse el desempeño del Coro del Sodre, preparado por Esteban Louise, que una vez más se transforma en otro actor insoslayable. Desde los primeros compases casi susurrados del Kyrie hasta las explosiones del Dies Irae, del Turba mirum o del Rex tremendae, el conjunto hizo gala de un amplísimo espectro dinámico. Pero todo lo que venimos diciendo no habría sido lo que fue sin el trabajo del director mexicano Enrique Arturo Diemecke, que nos visita por primera vez y que fue el héroe de la jornada. Su versión del “Réquiem” fue verdiana hasta la médula, más operática que litúrgica, de una vehemencia y honestidad arrolladoras.
Diemecke es un hombre de rostro rubicundo. Saluda de entrada con gestos algo afectados, no exentos de cierta comicidad. Ante un escenario que desborda entre la gran orquesta, el gran coro y los cuatro solistas, su pequeña estatura hace temer que el hombre pueda dominar todo ese ejército. Lo enfrenta además sin partitura. O sea que dirigirá una obra de noventa minutos de memoria. No usará batuta, sus manos serán el vehículo expresivo. Y empezará entonces a ocurrir el milagro. Ese hombre que “The New York Times” definió con acierto como un director de “fiereza y autoridad”, es un prodigio de control de los mínimos detalles. Dice la letra con cada solista, canta con el coro, sus manos indican un silencio, un matiz, un ritardando, un súbito piano y la orquesta o el coro lo obedecen hipnotizados. La obra transcurre ante una platea atónita, que guarda un silencio reverencial hasta el final mismo. El público es consciente de estar presenciando un milagro inesperado.
Al finalizar el concierto, los gestos del director indicando a los solistas uno por uno que se adelanten a saludar y su propio saludo al público, tienen algo festivo y distinto. Sus espasmódicas reverencias evocan el saludo jocoso del mago que acaba de finalizar su acto de magia ante el asombro del público. Y el parecido no es casual. El director mexicano es en verdad un mago.