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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCaso Lola Chomnalez: una reflexión institucional. Este comentario se escribe a sabiendas de que seguramente adolezca de errores sustanciales de concepto e incluso que maneje como ciertos, hechos que quizá no acaecieron de la forma en que se describen.
Disculpas, entonces. Pero aun teniendo presente la eventual comisión de los referidos errores, quien suscribe, de todos modos, ha considerado importante resaltar un aspecto del referido asunto, que, a su juicio, ha sido manejado tangencialmente y que, más allá de la gravedad y complejidad del hecho delictivo, considera que merece una mirada y un análisis desde el plano institucional.
Constituye una verdad absoluta que el “deber ser” de todo ser humano y fundamentalmente del funcionario público es actuar conforme a las reglas jurídicas y morales que le impone el rol que desempeña. Esta afirmación resulta casi “perogrullesca”, sobre todo cuando estamos hablando de “servidores públicos”, según la acertada definición del presidente.
Empero —y este quizá sea el meollo del problema— algunas conductas que son absolutamente inherentes a la tarea pública que se ejerce aparecen premiadas en forma especial, como un mérito suplementario de quienes la cumplen o son objeto de un tratamiento especial.
Para citar únicamente un ejemplo manejado en la última contienda electoral: un partido planteó a todo el sistema político la necesidad de acordar “un pacto anticorrupción”. No interesa a estos efectos si la propuesta es o no correcta, pero presupone dos cosas: la primera, la existencia e incidencia de la corrupción en los asuntos públicos y, además, que no alcanza con las normas vigentes que sancionan eventuales episodios de corrupción. Se necesita algo más; un compromiso moral de todo el sistema político de (Mandamientos dixit) “no cometer actos impuros”.
En este contexto en que se premia lo debido y se tolera muchas veces lo contrario, deseo inscribir la conducta de la jueza de Feria, Dra. Mariela López Moroy, a quien le “cayó” el terrible caso de la adolescente asesinada.
La actuación de dicha magistrada ha sido valorada, por lo que he visto, no del todo satisfactoriamente. Para decir lo menos. Entre lo que se ha dicho y lo que se ha dejado entrever, su gestión en el caso dejó una mezcla de sensaciones negativas. Pasividad, incompetencia, impericia, etc., y su solicitud de licencia por enfermedad terminó por asentar esta idea en el imaginario colectivo.
Como dije al principio, no he seguido el tema detalladamente pero fue obvio en su momento el brutal impacto del hecho y la cobertura absolutamente excepcional y muchas veces malintencionada de la prensa; sobre todo la argentina, que “rializó” (por Rial) el episodio de la manera más escandalosa.
El escenario entonces era una jueza suplente de Rocha sometida a una presión externa absolutamente insoportable y la intención de todos los intervinientes en la investigación de resolver el caso rápidamente.
Por otro lado, resulta obvio que la actuación de la Policía, en cualquier caso, se calificará de acuerdo con sus resultados, lo cual es absolutamente lógico. La identificación del o los culpable en la forma más expeditiva posible resalta la función policial y lo contrario la desmerece.
Es decir que, válidamente, debe pensarse que la autoridad administrativa hizo el máximo esfuerzo por resolver el caso en la forma más expeditiva posible. Igualmente debe suponerse que cada vez que la Policía identificaba a un posible imputado, actuaba con absoluta buena fe, teniendo el pleno convencimiento de que dicha persona era responsable del crimen o que estaba vinculada al mismo de alguna manera. Por otro lado, y como si fuera poco, en ese proceso se inaugura en el país la participación del abogado de los damnificados. Especialistas de nota en Derecho Penal que velaban por los derechos de sus representados y que, cumpliendo su deber, urgían igualmente una rápida dilucidación del caso.
De esta forma fueron pasando ante la jueza diferentes personas; extraños vestidos en forma similar al presunto delincuente; familiares de la víctima; pintores de techos; artesanos, etc. Cada uno de estos eventos, mezclados muchas veces entre sí, era diariamente analizado por diferentes especialistas en foros televisivos, que sugerían (casi imperativamente) la resolución del caso en la línea de razonamiento y sabiduría que emanaba de esas versadas opiniones.
En medio de todo esto, con la vara de la Justicia en su mano y solita para resolver, quedó, por obra del destino, repito, una jueza suplente del departamento de Rocha.
Y dicha magistrada, con ese entorno insoportable, actuó siguiendo las reglas de su conciencia y, no encontrando en ningún caso “elementos de convicción suficiente”, asumió la más valiente de las actitudes: no procesó. No puedo saber si tuvo dudas, pero si las tuvo, siguió el histórico precepto del maestro Real: “Es preferible que un delincuente permanezca impune que condenar a un inocente”. El principio de libertad impone esta solución.
Como dije al principio, destacar la comisión de una acción debida no constituye ningún mérito. Pero en ese entorno terrible, este acto, a mi entender, debe ser valorado al menos como valiente. En un tiempo en que la Administración de Justicia es cuestionada reiteradamente, que cuando la Suprema Corte declara una inconstitucionalidad se le atribuyen motivaciones políticas o se les dice compasivamente que “son seres humanos y los seres humanos se equivocan” (como si hubiera alguna institución que no tuviera soporte humano) y más allá de la idoneidad técnica y cualquier otro aspecto personal o funcional, la Dra. López dejó en claro que “aún existen jueces en Berlín”.
Alfredo Daniel Blanc
CI 1.286.272-3