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Si te robaron, si te molestan los ruidos del vecino, si alguien te acosa, vas a la comisaría, donde se reúnen los representantes de la ley y quienes allí realizan sus denuncias. Está lejos de ser un sitio de salvaguarda: más bien es un caos de gente que entra y sale, con funcionarios molestos, policías que traen rateros esposados, restos de un almuerzo o manchas de café sobre los expedientes, aire viciado, mujeres golpeadas que esperan ser atendidas, un anciano a quien un perro ha mordido. La comisaría es La antesala del infierno (Detective Story, 1951), como lo mostró William Wyler.
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Si tu situación es desesperada y necesitás dinero para lo que sea (las medicinas de tu madre o las propias, comprarte un auto, pagar los caprichos de tus novias), hay unos señores que organizan un juego adrenalínico en una cabaña alejada de la ciudad. El juego consiste en poner a los jugadores en un círculo, cada uno apuntando a la nunca del que tiene delante, con un revólver de una sola bala. Es decir, una ruleta rusa colectiva. Caminan en círculo, alguien da la orden y se aprieta el gatillo. Fácil: el que gana, se lleva la guita; el que pierde, un agujero en la nuca. Así lo vemos con dirección de Géla Babluani en 13 Tzameti (la original de 2005, no la remake de porquería que después hizo para Hollywood).
Las novelas llevadas al cine de modo fidedigno por lo general no son buena cosa. Es mucho más interesante cuando resultan el punto de partida para que el cineasta haga otra cosa, redescubra la novela y le dé un toque personal. Es lo que hizo Robert Altman con Un adiós peligroso (The Long Goodbye, 1973), que tiene más de Altman, del mejor Altman, que de Raymond Chandler.
Los malvados tienen la posibilidad de asesinar, violar, secuestrar, estafar, traficar, corromper. Una de la mejores canalladas de la historia del cine —y que no pasa por lo anteriormente citado— fue la que hizo Richard Widmark en El beso de la muerte (Kiss of Death, 1947), de Henry Hathaway: tirar por la escalera a una vieja en una silla de ruedas. Casi un deseo inconsciente.
El arquetipo de la serie negra con todos sus elementos, sus héroes y heroínas, no está representado por una película estrictamente policial: es una comedia y se llama Cliente muerto no paga (Dead Men Don’t Wear Plaid, 1982), de Carl Reiner. A través de una historia intencionadamente compleja y hablada, el detective Steve Martin, al mejor estilo Philip Marlowe —y en un impecable blanco y negro— hace averiguaciones, se introduce en el bajo mundo y en casas peligrosas, conduce su auto con el eterno pucho en la boca (lo vemos en un reiterado y clásico primer plano), besa mujeres fatales, golpea y lo golpean y en el camino se cruza con los extras reales Alan Ladd, Barbara Stanwyck, James Cagney, Lana Turner, Burt Lancaster, Ingrid Bergman y por supuesto con Humphrey Bogart, entre otros. Un puzzle gracioso e inteligente. Y a puro montaje, en ese entonces no existía el efecto digital.
La reconstrucción de un asesinato. Los testigos y los diferentes puntos de vista. Las sospechas. Jamás vemos al policía que interroga: solo escuchamos su voz. Quienes juegan aquí son los personajes reunidos, casi todos marginales, en un parque romano por la noche, cuando fue asesinada una prostituta. La commare secca (1962), una especie de Rashomon neorrealista, fue el primer largometraje de Bernardo Bertolucci, con guion de Pier Paolo Pasolini.