• Cotizaciones
    martes 20 de mayo de 2025

    ¡Hola !

    En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, tu plan tendrá un precio promocional:
    $ Al año*
    En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] o contactarte por WhatsApp acá
    * Podés cancelar el plan en el momento que lo desees

    ¡Hola !

    En Búsqueda y Galería nos estamos renovando. Para mejorar tu experiencia te pedimos que actualices tus datos. Una vez que completes los datos, por los próximos tres meses tu plan tendrá un precio promocional:
    $ por 3 meses*
    En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] o contactarte por WhatsApp acá
    * A partir del cuarto mes por al mes. Podés cancelar el plan en el momento que lo desees
    stopper description + stopper description

    Tu aporte contribuye a la Búsqueda de la verdad

    Suscribite ahora y obtené acceso ilimitado a los contenidos de Búsqueda y Galería.

    Suscribite a Búsqueda
    DESDE

    UYU

    299

    /mes*

    * Podés cancelar el plan en el momento que lo desees

    ¡Hola !

    El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
    En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] o contactarte por WhatsApp acá

    Brote de magufos

    Columnista de Búsqueda

    N° 1957 - 15 al 21 de Febrero de 2018

    Hace un par de días me dio por comentar en las redes una noticia que consignaba un brote de sarampión en Italia. De forma bastante clara, la nota lo atribuía a que un mayor número de personas no vacunaba a sus hijos, exponiéndolos así a enfermedades que hasta hace muy poco ya habían sido erradicadas de Europa. Erradicadas precisamente gracias al uso de vacunas.

    Mi comentario apuntaba a que, más allá de los matices que pueda tener el dato (un amigo, biólogo, apuntaba que el brote podía deberse a que 2017 fue un año especialmente cálido y que eso puede haber incidido en la estacionalidad de la enfermedad), era un hecho que el discurso antivacunas tiene todo el perfil de un credo: no cree en los datos, desconfía del saber científico, confunde vacunas contrastadas con otras no tanto, cree que existe una conspiración que es impulsada por las farmacéuticas y que abarca a todos: la ONU, los organismos sanitarios globales, los médicos que investigan, todos los medios que publican datos como el señalado, los periodistas que redactan las notas, etc. Y que esa conspiración tiene como último eslabón a los ingenuos que nos aferramos a los datos. Datos que no serían relevantes ante la posibilidad de tener fe.

    Una fe que tampoco es claro en qué se centra: en la naturaleza (que sería una entelequia que piensa, siente, tiene poderes y además es vengativa), las terapias alternativas (que, so far, no han demostrado tener más capacidad curativa que cualquier placebo), el hombre premoderno (ese que de tan sano que era, moría en promedio a los 35 años), etc. Pareciera que el mínimo común del asunto no es tanto el acuerdo sobre en qué cosas hay que tener fe sino más bien el acto de tenerla. Y también, claro, la desconfianza ante cualquier cosa que provenga de un establishment que se percibe como mentiroso y peligroso. Por supuesto, no pienso extenderme aquí sobre los millones de vidas que han salvado las vacunas: los datos están a un click para cualquier persona alfabetizada y con conexión a Internet.

    El problema no es tanto que quienes así opinan sean mayoría ni que ocupen cargos desde los cuales su credo podría terminar con la vida de miles (para eso ya tuvimos a la Iglesia Católica desaconsejando el uso del condón en África durante décadas), como que esa religión más o menos laica (o al menos, no tradicional) se va escurriendo en muchos aspectos de nuestras vidas. Y que sus efectos, si bien no matan a millones, sí matan a algunos, niños sin vacunar sobre todo. Y también a quienes desesperados ante, por ejemplo, el cáncer, abandonan las terapias médicas contrastadas en pro de sanaciones milagrosas. Lo que me interesa destacar es que este fenómeno es específico de sociedades más desarrolladas, es decir, aquellas que no tienen mayores problemas con la cobertura de prevención en salud. Y que lejos de ser un fenómeno aislado o coyuntural, lleva un tiempo extendiéndose como magma espeso.

    Sin ir más lejos, se conecta directamente con el bulo de que las vacunas pueden provocar autismo (sobre esto ya voy a volver) o de que el cáncer se puede tratar de manera eficiente con métodos “alternativos” como bolsitas de plástico llenas de yuyos (Josep Pamies, agricultor y empresario catalán que factura con sus productos un par de millones de dólares al año, es un especialista en lucrar con esta clase de “terapias”). Por no hablar de la homeopatía, que comienza a ganar lugar dentro de las propias facultades de Medicina. Tan extendido es el fenómeno, que en España ya se ha creado un término para sus cultores: magufo (el que cree en magos y UFO). Y al credo que se extiende alrededor del magufo, magufismo.

    Por supuesto, las razones que cada uno pueda esgrimir para creer (y en eso se basa el asunto, en creer) son infinitas y cada uno montará el set que más le convenza. Si alguien tiene cáncer y la quimioterapia no parece dar resultado (algo que puede ocurrir con cualquier tratamiento médico), no es raro que esa persona se juegue por métodos no tradicionales, aunque estos no tengan el menor aval empírico (“un conocido tomó té de yuyos y se le fue el cáncer” no califica como aval empírico). Pero de ninguna manera se puede señalar a quien busca salvar la vida por cualquier método.

    Más complejo es el asunto moral de quienes vendiendo esas terapias alternativas, recomiendan al paciente abandonar la terapia médica más convencional. La cantante mexicana Rita Guerrero, por ejemplo, líder de la banda Santa Sabina, falleció en 2011 tras haber abandonado el tratamiento convencional para el cáncer de mama y optar por un centro en donde se sustituía la quimioterapia por “terapias alternativas”. Para cuando Guerrero regresó al tratamiento previo, era demasiado tarde.

    El mito del vínculo entre las vacunas y el autismo fue creado por el medico británico Andrew Wakefield en 1998, cuando presentó una supuesta investigación preliminar en la revista científica The Lancet, en la que decía que doce niños vacunados habían desarrollado comportamientos autistas e inflamación intestinal grave. El estudio de Wakefield despertaba dudas sobre la vacuna MMR (siglas en inglés de las enfermedades sarampión, paperas y rubeola) y si bien el propio Wakefield reconoció que era solo una hipótesis, su difusión bastó para que comenzaran a bajar las tasas de vacunación contra esas enfermedades en toda Europa.

    Pese a que el estudio fue rechazado por el resto de los médicos del orbe y a que el propio Wakefield fue expulsado de la sociedad médica de su país al descubrirse que su estudio era un fraude (la revista que lo publicó se retractó de la información una década más tarde), los efectos de su bulo siguen corriendo hasta nuestros días.

    Pamies, por su parte, vende sus vegetales como cura exclusiva para casi cualquier mal: VIH (del que a la vez asegura que no existe), cáncer, heridas profundas, hepatitis, etc. Entre las cosas que vende está el dióxido de cloro, una suerte de Agua Jane industrial que comercializa como cura para la malaria y el autismo. No existe un solo estudio clínico que avale este disparate, iniciado por Jim Hyumble en 2006 con su libro The Miracle Mineral Solution of the 21st Century, autopublicado en EE.UU.

    Pero es lo que tienen los credos, no son capaces de testear sus virtudes ni de reconocer sus límites. El dogma interior, la creencia, el acto de fe, son parte de su (falta de) lógica interna. Y eso es justo lo que los distingue del saber médico convencional, que no tiene ni ha tenido el menor problema en cambiar de rumbo sus procedimientos si entiende que estos no arrojan los resultados previstos. Ni tampoco en mantenerlos, si los datos disponibles muestran que, aunque falibles y mejorables, son los más eficaces dentro de los existentes.

    Después de miles de años de religión dominando nuestras existencias, parecía que la ciencia podía ocupar ese lugar. Pero no: la propia lógica del pensamiento científico rechaza la fe como motor de sus convicciones, a las que entiende solo como provisionales y sometidas siempre al contraste empírico. A esto se suma que desde las ciencias sociales se ha venido limando (no sin cierta dosis de razón) el credo positivista de que “la economía va a salvarnos y la ciencia nunca duerme”, al decir de JS Clayden.

    El problema es que ese limado y la semilla de la duda que la ciencia guarda siempre dentro, han terminado coadyuvando a disparar un sinfín de credos aptos para laicos descreídos, en donde se mezclan la new age, el anticapitalismo (las farmacéuticas serían una de las cabezas más malvadas del sistema) y la muy humana necesidad de sentir que se es parte de algo que va más allá de nuestro breve ciclo de vida. La necesidad, en fin, de creer en algo más que simples y prosaicos datos. Datos que nos dicen qué tratamientos son los mejores para mantenernos vivos y así poder elegir, entre torpes y desesperados, cuál es la falsa esperanza que va a terminar con nosotros y nuestros hijos.

    ?? Los nuevos agelastas