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    California, tierra de sueños

    POR

    Insistente, el chiquilín. Es un gordito simpático de andar dubitativo y rostro con acné. Tiene 15 años, con suerte. Y ella, que tiene unos 25 y por lo tanto es muuucho mayor que él, trata de sacárselo de encima. Él la invita a salir, a tomar un helado, a pasear por el parque, a cenar, a donde sea. “¿A cenar?”, dice ella, que no es precisamente una belleza pero lleva lo suyo con elegancia y porte decidido. Y más aún frente a un crío que ya pretende ser su novio. “¿Con qué vas a pagar la cena?”, agrega con una sonrisa irónica sin dejar de apurar el paso e intentando dejarlo atrás. Camina rápido y le responde con negativas, pero nada parece calmar el deseo de este Romeo decidido, que sigue y sigue con su ruego (amablemente, hay que decirlo). Él aclara que es un actor infantil, que participa en shows y ha estado en varias películas para niños, por lo tanto tiene un agente que le da dinero. Y cuando llega a su casa le suelta a su hermano con mirada luminosa y total seguridad: “Hoy he conocido a la chica con la que me voy a casar”.

    La secuencia, impecable, dura lo suyo y es el primer tour de force de Licorice Pizza, la última película de Paul Thomas Anderson, que tiene tres nominaciones al Oscar (Mejor película, dirección y guion original). Y es un tour de force porque ese insistente pedido de una cita no solo es bastante largo sino que lo llevan a cabo dos actores absolutamente desconocidos: él es Cooper Hoffman, el hijo del gran Philip Seymour Hoffman, que fue uno de los actores predilectos del cineasta. Con excepción de alguna obra de teatro escolar o fiesta de disfraces para Halloween y del ADN de su padre, Cooper no había hecho nada de nada en cine. Y ella es Alana Haim, que tiene una vinculación con el mundo de la moda y de la música pero jamás ha encarnado un protagónico, ni en cine ni en teatro. PTA decidió que ellos sean los protagonistas de esta aventura amorosa ambientada en 1973 en el Valle de San Fernando, California, precisamente el lugar donde se crió el director y guionista, cuyo padre estaba vinculado al negocio del espectáculo y fue la voz de un personaje de horror.

    Entonces, dos intérpretes desconocidos y alejados de cualquier modelo de belleza. Dos tortolitos que parecen inocentes. El gordito Gary y la nariguda Alana te llevan de la mano de los años 70 y de los recuerdos del propio PTA, de las camas de agua, los pantalones acampanados y las maquinitas de pinball, a las salas de cine que dan Viva y deje morir, de James Bond, y los festivales juveniles para promocionar productos con canilla libre de Pepsi o las oficinas de un politicastro que la va de progresista. Capos en sus papeles, los protagonistas transitan momentos difíciles y dan la talla en momentos tanto de tensión como de relax junto a consumadas estrellas, demostrando la frescura que buscaba el director y una sapiencia que no sabemos de dónde sacaron. Gran elección de PTA, uno de los más importantes cineastas de la actualidad, con nueve largometrajes que son –sí señor, lo voy a decir– nueve obras maestras, incluida esta última.

    Para ubicarnos en el mundo coral de PTA que se ha desatado con Boogie Nights y Magnolia, caro a los encuentros en restaurantes de paso y casinos y a los perdedores que los frecuentan (como en Sidney), con intensas relaciones familiares por lo general dramáticas, ambiciones desmedidas y secretos (Petróleo sangriento, The Master, El hilo fantasma), digamos que Licorice Pizza se encuadra, como Embriagado de amor, en la comedia más o menos amable, que nunca es ligera. El universo de PTA se impone como el de esos músicos que con pocas notas instalan su presencia, hagan lo que hagan. Dénme a Adam Sandler para el protagónico que le saco el jugo. O a Burt Reynolds. Y PTA, que se reconoce deudor de Robert Altman y de Stanley Kubrick (Tom Cruise lo llevó al set de Ojos bien cerrados), lo puede hacer.

    Digamos que Tarantino va por las calles de Los Ángeles y hace sonar su música, la que le gusta y con la que se siente cómodo. Así lo demuestra en Érase una vez en Hollywood. Perfecto, hay referencias a la época y al cine y predomina el humor, pero la cosa es más o menos plana. Cuando el viaje es con PTA, tenemos todo eso pero con una densidad y unas raíces mucho más profundas, como si fuéramos disfrutando el paisaje abierto de las avenidas al caer la tarde, con sus primeras marquesinas iluminadas, las palmeras recortadas en el cielo ya naranja y al mismo tiempo el mundo subterráneo de las sombras que se abre, amargo y secreto, un mundo que anida en el fondo de los afectos. Eso no se muestra con imágenes, es imposible: se alcanza o no.

    La nostalgia no solo está en la vestimenta, en los convertibles último modelo y en la música, cuya banda sonora incluye maravillosamente –a veces en primer plano, a veces en resquicios que se cuelan, como la radio de un auto– canciones de Nina Simone, David Bowie, The Doors, Chico Hamilton, Paul McCartney, Gordon Lightfoot, Stephen Stills y Blood, Sweat & Tears, entre otros. El espíritu de una época también reside en aquellas llamadas telefónicas en las que alguien solo respira del otro lado de la línea. Podía tratarse del misterioso acechador de la leyenda urbana o, lo más probable, de un nervioso y tímido noviete. El asunto terminaba igual: hola, hola… y te colgaban.

    Con PTA hay que estar atento a los detalles. Así, de un plumazo y sin que te des cuenta, se cuela detrás del maquillaje de un monstruo, y lo reconocemos por la voz, John C. Reilly, otro de sus actores favoritos. PTA repite con los que ama: Philip Baker Hall, Julianne Moore, Joaquin Phoenix, Daniel Day-Lewis, William Macy… Y te puede descolocar con la secuencia nocturna de un camión en bajada, en reversa y en punto muerto, por las serpenteantes y angostas calles de una colina de Hollywood. Impresionante.

    Además, todos quieren trabajar con él. Se nota en la carita de placer con la que Sean Penn hace su numerito de empresario bien trajeado que en realidad oculta a un motociclista borrachín y pedorro, amigo de otro reventado de novela, como Tom Waits. O la estupenda viñeta de Bradley Cooper como un violento acosador sexual que dice estar de novio con Barbra Streisand, y le recalca varias veces el apellido a nuestro Romeo, que ha ido a instalarle una cama de agua a su mansión: Strei-sand, Strei-sand, como el mar y la arena (sand, en inglés).

    Hasta el momento y para el mundo del cine hollywoodense, Paul Thomas Anderson es hombre de nominaciones: once nominaciones, cero estatuilla. Poco le debe importar. Así ocurrió, o muy parecido, con Orson Welles, Kubrick y Altman, a quienes “repararon” con premios honoríficos. PTA está mejor considerado en los grandes festivales de cine: ganó en Venecia la Mejor dirección y el premio Fipresci por The Master, en Cannes fue el mejor director gracias a Embriagado de amor y en Berlín obtuvo el Oso de Oro con Magnolia, además de la Mejor dirección por Petróleo sangriento. Tampoco importa demasiado. Disfrutemos con Licorice Pizza hasta que nos llegue su décima obra maestra.