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Uno de los mayores cantantes de la historia y una de las mejores formaciones de la música norteamericana actual coincidieron en Buenos Aires con 48 horas de diferencia. Stevie Wonder el jueves 12 y Dave Matthews Band el sábado 14. Quizá diciembre no sea la mejor época para trillar la metrópolis de los cien barrios. Pero la marquesina se hacía irresistible. Entre los litros de transpiración, los atascos interminables, los rumores de saqueos y las hordas de barras xeneizes que arrasan el Obelisco en media hora, Buenos Aires te entrega lo mejor del mundo en un fin de semana. El precio se paga con sueño y calambres. Pero queda la sonrisa agradecida por tanta buena música.
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Junto a Neil Young y Leonard Cohen, era uno de los grandes solistas que aún no había tocado en tierras porteñas. El jueves Stevie Wonder hizo sonar su voz en el estadio de Vélez Sarsfield ente 25.000 almas que vibraron con cada nota y lo acompañaron durante dos horas y cuarto, bautizadas por la estrella como “las voces de Stevie en Argentina”.
“Estoy seguro de que nos vamos a divertir”, dijo en la conferencia, y vaya si tuvo razón. Ataviado con ropajes afro y magnéticas gafas de sol con patillas flúo, junto a una decena de maestros de la música negra americana, comandados por su histórico bajista Nathan Watts, entre los que estuvo su hija, la cantante Aisha Morris, el compositor, tecladista, armoniquista y excepcional cantante nacido en un pueblito del Estado de Michigan hace 63 años ofreció un emocionante paseo por lo mejor de su obra. De los 60 a los 90 ida y vuelta varias veces, con el sonido Motown originario como común denominador.
Pero más allá de las notables virtudes musicales que exhibió en cada compás, la sensación más fuerte que contagió fue su enorme generosidad para con sus músicos, con sus invitados argentinos y especialmente su comunión con el público: un ida y vuelta constante de consignas vocales que dividieron al público entre hombres y mujeres, como le gusta a Bobby McFerrin. En temas como “You Are The Sunshine Of My Heart”, sembró el campo y las gradas de voces sobre las que improvisó a su antojo. Entonces emergió su enorme talento para hilvanar melodías imposibles, con todo el swing del planeta concentrado en sus cuerdas vocales, que emiten frases siempre sorprendentes. Fueron tantos los instantes de piel erizada que la comparación con otros shows memorables se vuelve improcedente. El de Esteban Maravilla es un show único, diferente, singular.
Desde el vamos dedicó el concierto a Nelson Mandela —especialmente la canción “Keep Our Love Alive”— y el acto, como todo lo que hizo, resultó sincero, sentido, lejano a la demagogia barata. No la necesita. No tiene que demostrar nada porque salvo algún resbalón circunstancial, mantiene una condición vocal envidiable, con sus clásicos agudísimos al alcance de ese prodigio que la naturaleza le dio como instrumento. “Ama a una persona, y si te alcanza el tiempo ama a todas las que puedas”, dijo sobre el final. Es muy difícil pronunciar estas palabras sin caer al tercer subsuelo del pabellón de golpes bajos. Sin embargo, este hombre lo dice bien, y lo subraya con su canto.
No es frecuente ver tantas lágrimas en una platea. Lágrimas de dicha, cuando el tipo toca esa fibra que todos tenemos oculta y que solo vibra ante la presencia de una obra maestra. Si será generoso que no tuvo problema en invitar al escenario a Fabiana Cantilo, quien había teloneado al borde de la lástima, y le posibilitó reponerse ante el público con un acertado acompañamiento armónico en “Love’s In Need Of Love Today”. Menos mal que su infaltable segmento de convites incluyó a Dante Spinetta y Emmanuel Horvilleur, quienes rapearon “Abarajame” y “Ula Ula” ante un Wonder notoriamente copado que improvisaba con la frase “Argentina rap”. En la platea, Ruben Rada seguramente moría por tararear unas notas. Cuando su primer plano apareció en la pantalla, el público porteño le dedicó una salva de aplausos.
Recordó a sus héroes Marvin Gaye con “How Sweet It Is (To Be Beloved By You)”, Michael Jackson con la clásica “The Way You Make Me Feel” y Bob Marley con una delicadísima versión de “Waiting In Vain”, además de “Master Blaster (Jammin)”, un reggae que alude al jamaiquino.
El funky irrumpió en la hiperbailada “Sir Duke” (para Duke Ellington), uno de los tantos clásicos de “Songs in The Key of Life” —su obra cumbre de 1976— que sonaron en el Amalfitani. El rock se hizo fuerte en “Higher Ground”, su armónica se lució en “Isn’t She Lovely” y “If You Read My Mind”. La lista entregó otras paradas muy disfrutables como “Livin’ For The City”, esa balada de aires bucólicos llamada “Overjoyed” y su hermana “Golden Lady”, su opus comercial “I Just Call To Say I Love You” (¿Acaso Rada no confesó que bajó la mira con “Cha Cha Muchacha” pero que le permitió tener casa propia por primera vez?), la super sixties “Signed, Sealed, Delivered (I’m Yours)”, el momento salsero para lucimiento de percusionista en “Don’t You Worry About a Thing”, hasta el final que todos esperábamos con “Superstition”, introducida por esa infalible línea de teclado Hohner.
Conclusión: rostros de felicidad en la medianoche de Liniers. Tal fue el goce que la hora y media de espera para conseguir transporte para volver al Centro se pasó volando. Ahora solo faltan Neil y Leonard.
Banda total.
Si aparece el billete, cualquier sitio puede transformarse en locación para un festival de rock en Buenos Aires. Así, el Complejo Al Río —emprendimiento inmobiliario que se yergue en Vicente López sobre el Río de la Plata— fue el inhóspito escenario del Summer Break Festival. Cuando aún el cemento irradiaba un calor obsceno, las bandas estadounidenses Soldiers Of Jah Army (reggae), Wilco e Incubus (rock) fueron preámbulo de lujo para Dave Matthews Band, un septeto de alto vuelo que descargó una dosis de altísima calidad de rock, blues, jazz, folk, funk y country.
Fue una notable demostración de ensamble, a cargo de la que quizá sea la mejor banda de fusión multigénero que pueda ofrecer actualmente la escena norteamericana, con un frontman lúcido, enérgico, sabio en la distribución del juego, hábil constructor de variadísimos climas que pueden pasar del rock filoso de garage a la sutileza de un jazz acústico de piano, trompeta y platillos de batería acariciados ante diez mil almas en contemplativo silencio. Con look sencillo y urbano, a lo Spreengsteen, Matthews posee una voz aguerrida y épica cuando el ritmo lo impone y puede operar un giro drástico a la ternura si la melodía lo sugiere. Pero ante todo, la suya es una música que contagia optimismo, que te pone de buen humor.
“Pantala Naga Pampa”, “Rapunzel”, “Don’t Drink The Water” y “Why I Am” se llevaron los primeros 25 minutos del concierto. Es que un tema de cinco minutos en el disco puede durar ocho o nueve en vivo, porque cualquiera de los seis instrumentistas que acompañan a este sudafricano enraizado desde niño en Nueva York, es capaz de solear como el último día. Sobre la solidez de una base bajo-batería que ya quisieran muchos como figuras centrales, juegan un guitarrista eléctrico que dosifica en sus solos las notas justas con autoridad, sin abusar de la velocidad, un negro de rastas que aporta todo el sonido country con su violín, y un tándem de metales (saxo tenor y trompeta) que se luce bien al frente, soplando poderosos vientos funky-jazzeros. Todo amalgamado por las cuerdas aceradas de David Mateos, como le apoda el público porteño.
En este marco de intensidad y alto placer, se sucedieron “Crush”, “Mercy”, “Satellite”, “Shake Me Like a Monkey”, Crash Into Me” y “#41”, entre otros temas coreados por una audiencia entendida, de esas que aplauden al principio, cuando reconocen la tonada en cuestión. Faltó “So Much To Say”, pero nadie la extrañó.