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    Charros chorros

    El tema excluyente de los hogares uruguayos, entre los cuales se encuantra también el de Fortunato y su familia, ha sido en estos últimos días el fabuloso robo de los relojes de 340.000 dólares cada uno (hasta llegar a tres millones de dólares) de una joyería del Conrad, que ahora se llama Enjoy, pero es el Conrad. Como el parque de los Aliados y la avenida Propios, con el perdón de don Pepe, el grande.

    Fortunato se fue al sillón, después del postre, a la espera de su bien amado informativo de cierre de la tele, que siempre le sirve para ponerse al día, y a la vez inducir el tan anhelado sueño.

    El noticiero empezó dando la última noticia posterior a la liberación del kía que fue detenido con una voluptuosa belleza azteca, a punto de embarcar para un carnaval de amor y alegría en Buenos Aires.

    El informativista dijo que “al ser puesto en libertad luego de probar su absoluta desvinculación con el atraco al hotel puntaesteño, en la puerta del Juzgado lo esperaba su esposa, quien le propinó una serie de golpes en la cabeza con un palote de amasar, gritándole a la víctima que si a ella le salían cuernos, a él le saldrían chichones de todos los tamaños. El ciudadano uruguayo fue trasladado de inmediato a un nosocomio, al que ingresó con conmoción cerebral. Su estado de salud es estable”.

    Ya ahí Fortunato empezaba a dudar de si lo que estaba viendo y oyendo era cierto, o si ya estaba empezando a soñar, como le pasa con tanta frecuencia.

    Tal vez lo último fuera lo más probable, ya que el informativista agregó a continuación que la Fiscalía actuante había pedido al juez que dejara en libertad a un nieto de Cantinflas, detenido en el casino del Conrad mientras jugaba a la ruleta y cada vez que acertaba gritaba: ¡Vamos, manito, qué guay, chamaco!, y a una bisnieta de María Félix, quien había exhibido documentación mexicana al adquirir una prenda de ropa en una tienda de la Calle 20, con una tarjeta de crédito expedida en su país. Dijo luego que el jefe, don Erode, había mandado detener en averiguación a un conjunto de mariachis que actuaba en un boliche cerca del Conrad, y había declarado que le siguen de cerca los pasos al Mota Gargano, que viene de jugar en un equipo mexicano “porque anda muy rápido y se infiltra entre los defensas con inusual habilidad”.

    Fortunato se restregaba los ojos.

    —Noticia de último momento —gritó el informativista—: un grupo de 40 mexicanos acaba de asaltar la Trump Tower de Punta del Este. Han hecho explotar la puerta blindada de una enorme caja fuerte ubicada en el subsuelo del edificio, usando ocho garrafas de supergas, y se han llevado 10 bolsas conteniendo cada una un millón de dólares.

    Acto seguido las cámaras en simultáneo muestran a don Erode sacando a la calle a sus boys, que ya vienen con la coronita del éxito en la pesquisa del Conrad, y los arenga a encontrar a los malhechores. Se ve a los mexicanos huyendo cada uno en una bicicleta, en diferentes direcciones, mareando a los patrulleros que no saben para dónde agarrar en medio de aquel desconcierto. Un dron filma desde el aire cómo las bicis, por diferentes vías, confluyen en la plaza México, como en el hurto anterior, y los mexicacos disparan todos juntos rumbo a una avioneta estacionada en la avenida Roosevelt, abordándola desesperadamente. La avioneta carretea por la avenida, mientras los automovilistas se tiran hacia las banquinas para evitar ser atropellados, pero no logra levantar vuelo, por el enorme peso de los 41 pasajeros (40 chorros y el piloto). Todos salen de la aeronave y corren como hormigas rumbo a los bosques circundantes, desapareciendo como por arte de magia.

    El informativista sigue, y Fortunato ya se siente en pleno sueño, pero la cosa se pone interesante. La investigación apunta a que los delincuentes han huido por las cloacas, y don Erode pone a sus fuerzas a esperar que se levanten las tapas de hierro de varios cruces. Se detiene a 30 de los prófugos, pero faltan justo los 10 que se llevaron el botín, los 10 millones de dólares en 10 bolsas. Don Erode pide refuerzos a la jefatura por su handy, y minutos más tarde llega un patrullero con 25 refuerzos de jamón y queso, y varias latas de refrescos. De inmediato el jefe pone bajo arresto a rigor al subcomisario Braulio Elincom Petente, y vuelve a pedir el envío de más hombres (y mujeres, claro) para seguir la búsqueda.

    Se producen nuevos arrestos de sospechosos. El embajador de México es liberado tras justificar que se encontraba en una cena en José Ignacio, y la vedette mexicana Malinche Lapechu Gona es liberada tras probar que, a la hora del asalto, estaba en la habitación del magnate ruso Igor Ketim Berov, quien ofrecía una fiestita privada tras una noche de grandes ganancias en el casino del Conrad. En la frontera con Brasil es detenido un camión que portaba 10 grandes bolsas, que resultaron ser de leche en polvo, y en el puerto de Colonia vuelven a detener a la pareja del uruguayo (ya curado de los golpes) y la mexicana que lo acariciaba en el Juzgado, por si esta vez habían tenido algo que ver. Desde los Estados Unidos el presidente Donald Trump amenaza con construir un muro en torno a la torre que lleva su nombre, diciendo que solo les darán la llave a los propietarios, y el secretario de Estado norteamericano convoca al embajador uruguayo exigiendo la captura de los delincuentes.

    En eso aparece en la pantalla en conferencia de prensa don Erode, quien dice que todo está aclarado. Acaban de ser detenidos los 10 ladrones restantes, al desembarcar de un submarino en la Isla Gorriti, donde pensaban enterrar el botín.

    Entre los asistentes, vecinos de Punta del Este, hay una niña, quien se dirige al jefe de policía y le pregunta si también ya detuvieron al ladrón que le robó su bicicleta la semana pasada de la puerta de su casa. Don Erode se niega a contestar, y prosigue con los datos del gran asalto resuelto.

    —¡Vieja! —gritó Fortunato—. ¡Vení a ver esto! ¡Encuentran 10 palos verdes y no dan con una bicicleta!

    Pero ya era muy tarde, y la esposa de Fortunato también estaba dormida.