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Theo Morell, médico preferido de Hitler, le daba al Führer varias inyecciones y pastillas diarias, aunque en dosis muy pequeñas. Pero ni él ni los otros doctores que lo asistieron jamás supieron cuáles eran los males exactos que aquejaban al paciente.
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Sabemos que sufría de dolores y calambres estomacales y que sudaba copiosamente. Ya en Viena, en su juventud, había intentado paliar estos problemas mediante una dieta vegetariana de avena, sopas de verduras, huevos y verduras cocidas. Se negaba a ingerir cualquier tipo de grasas animales, las cuales consideraba cancerígenas. Bebía agua mineral y jugo de verduras. De postre comía una manzana.
“Ingiero solo lo que la naturaleza da de sí voluntariamente —verduras y frutas— y no como lo que los animales dan de sí involuntariamente”, decía. Solía comparar al león que engullía una presa entera y quedaba somnoliento por días con el venado que se alimentaba de hierbas y nunca perdía su agilidad.
En julio de 1943 llegó al cuartel general en Prusia oriental —Wolfsschanze (La guarida del lobo)— una dietista de Viena: Marlene von Exner. Debía cocinar para Hitler pero nunca logró sacarlo de sus verduras cocidas (los especialistas han llegado hoy a la conclusión de que el dictador nazi sufría intolerancia a los productos lácteos y al gluten).
Además de ser vegetariano, Hitler era abstemio. Las contadas veces que bebió un poco de vino blanco le agregó azúcar. Nunca tomó café, pero hacía un culto del té artesanal con hierbas o cáscaras de manzana.
La alimentación pobre, el prácticamente nulo movimiento físico, el estrés y un ritmo de vida desordenado (trabajaba hasta las 4 o 5 de la madrugada y se levantaba entre las 12 y las 14) contribuyeron a degradar su salud.
A la mala digestión y a las constantes dificultades para mover el intestino se le agregaron recurrentes gases y un aliento que en situaciones de especial estrés llegó a ser “casi insoportable”. La mañana que Alemania invadió Polonia, el mal aliento del Führer era tal que Heinz Linge —encargado de despertarlo y alcanzarle la ropa— no sabía cómo hacer para decírselo.
Hitler tenía prohibido que se fumase en su presencia. Sabía que no podía prohibir el tabaco en plena guerra, pero estaba decidido a hacerlo una vez finalizado el conflicto: “Me voy a encargar de que en todos los paquetes de cigarrillos que se vendan en Europa haya un mensaje con letras bien grandes que diga ‘Peligro: el tabaco mata’”.
A partir de 1939, los dolores estomacales se agravaron. Linge, que era su verdadera sombra, subraya que a veces ese malestar lo doblaba de dolor, pero nunca se quejó: cuando el doctor Giesing lo operó en la oreja, luego del atentado de julio de 1944, se negó a recibir anestesia.
Un dato interesante es que ya en 1936 Hitler repetía que le quedaba muy poco tiempo de vida. Esa convicción de que moriría joven, como su madre, lo llevó a acelerar al máximo su programa político y militar.
Adolf Hitler medía 1,75 metros y pesaba poco más de 70 kilos. Tenía la tez muy pálida, los cabellos oscuros y sus ojos eran de un azul extremadamente claro. Los ojos y la voz grave eran los elementos que más impactaban (“hipnotizaban”) a quienes lo conocían personalmente. Todos hemos visto y oído a Hitler gritar histéricamente en sus discursos, pero hay una grabación —hecha en secreto y disponible por Internet— en la cual se oye la voz oscura de Hitler charlando normalmente con el mariscal finlandés Gustaf Mannerheim. Parece otra persona.
El pequeño Adolf se veía a sí mismo como un genio al cual le esperaba una misión histórica. Esa convicción nunca lo abandonó. En una charla privada a fines de 1944, Traudl Junge le preguntó por qué nunca se había casado. Hitler evitó su respuesta estándar y le dijo: “Con la vida que llevo sería un pésimo padre. Pero he evitado tener hijos pues los hijos de los genios generalmente salen idiotas”.
La confianza ciega en sí mismo, la convicción de que era un genio, los tonos de su voz y la fuerza hipnotizadora de su mirada —en asociación con todas las mañas propias del demagogo manipulador— explican que docenas de experimentados militares hayan entrado al despacho de Hitler decididos a exponer una convicción y hayan salido de allí dispuestos a hacer lo contrario.
Hans Junge, ayudante personal y marido de Traudl, descubrió un día que estar tanto tiempo tan cerca de Hitler lo había alienado. Se sentía un extraño, no se reconocía a sí mismo y sentía necesidad de reconquistar su alma y su independencia. Quería alejarse de su jefe y pidió insistentemente ser enviado al frente. Al final lo logró. Murió en Normandía.