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Ocurre cuando alguien se acerca a un cuento, a una novela, a una película, a una narración: del otro lado, alguien dice: “Te voy a contar algo”. No importa el tema. Del otro lado, simplemente, alguien va a contar algo. Los sentidos se preparan para lo que va a llegar. Es un viejo entretenimiento que proviene de la oscuridad de los tiempos. En el caso de esta película, quizás lo más preciso sería decir que la intención pasa por provocar algo, generar determinados efectos, especialmente terror, pavor, angustia. Pero lo básico es impactar.
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El director es el uruguayo Gustavo Hernández, realizador de La casa muda (2010), película de horror que tenía la particularidad de haber sido rodada con una cámara de fotos HD, lo que permitió generar la ilusión de acción en tiempo real en un único plano secuencial. El filme tuvo un extenso recorrido internacional e incluso se filmó una remake estadounidense, The Silent House (2011), hecho inédito para un largometraje procedente de Uruguay. Hernández ha realizado también videoclips y dirigió varios episodios de la serie de unitarios Adicciones, que se emitió por Canal 12. Tras pasar por algunos festivales especializados en la fantasía y el horror como el de Sitges y el Fantastic Fest, estrenó en Montevideo Dios local, su segundo largometraje.
La historia, que está partida en tres y que además está aderezada con flashbacks, es más o menos la siguiente. Manuel (Agustín Urrutia), Diana (Mariana Olivera) y (Maite) Gabriela Freire forman parte de una banda de rock. Manuel es hermano de Maite y novio de Diana. Cada uno de ellos arrastra con una tragedia personal muy reciente. Es tiempo de cerrar una etapa, de comenzar una nueva. Por eso la banda va a grabar su último disco, aunque no están todos de acuerdo. El disco será conceptual, con solo tres canciones. En cada una depositarán aquellos traumas y miedos recientes todavía no superados. Se marchan a una mina abandonada, lejos de la ciudad, con los instrumentos y con el equipo necesario para grabar las canciones y sus respectivos clips. Al llegar a la cueva, fascinados, descubren la figura de un ídolo, una especie de máscara antigua, una representación o una advertencia.
Dentro de la mina se materializan esos traumas recientes, esos sentimientos de dolor, pena o culpa que han dejado impresiones todavía frescas en el subconsciente de cada uno. Cada episodio de dolor revivido y magnificado. Cada capítulo lleva el nombre de la canción, es presentado como un track y es contado desde el punto de vista de cada protagonista, aunque el mecanismo de la pesadilla lleva a que, tarde o temprano, las tramas se entrelacen. Las paredes de la cueva comienzan a mutar, y lo mismo ocurre con la psicología y la conducta de los que están en su interior. Aquí, en la oscuridad de la caverna o en laberíntico bosque cercano, se crean realidades acopladas a los estados mentales de los protagonistas, estados que ya fueron tomados por el misterioso poder que habita o domina en este lugar. Si es que existe tal poder.
El producir impacto es parte del género de terror, y parece que es esencial en Dios local. Si uno se toma el trabajo de apartar las escenas destinadas a producir miedo/terror/asombro en el público (como la muy bien lograda tormenta de autos en el bosque o ciertos tramos en la angustiante oscuridad de la caverna) y se detiene a prestar atención a los diálogos, pierde. Si se entrega a la pintura visual y sonora del subconsciente, perdón, de la mina abandonada en la que están los protagonistas descubriendo que cielo e infierno están dentro de sí mismos, dentro de la cárcel de sus cráneos, quizás logre mantenerse interesado en el relato, a pesar de que el realizador estira la tensión y los gritos de las protagonistas femeninas se vuelven excesivos y artificiales como en una triple equis muy barata. Y si el espectador se toma en serio el momento en el que Manuel explica el mito de Ícaro, pierde el doble.
Mientras tanto, quizás a la memoria de algún espectador asistan filmes como El proyecto de Blair Witch (1999) o la reciente Así en la tierra como en el infierno (2014). Quizás acuda también el desconcierto al ver un inserto en tono documental del músico y productor uruguayo Mateo Moreno sobreexplicando las razones por las que el grupo fue hasta allí a realizar la grabación de las canciones para el disco conceptual y despedida de la banda. Quizás también se pregunte cuál es la razón para que estos personajes revivan todo este dolor. Quizás al final les hará bien.
Técnicamente impecable, Dios local ha sido promocionada como una película de terror psicológico, tal vez como muestra de que se trata de un tipo de terror que está por encima de otros representantes del género. Los límites entre un filme de horror psicológico y una película de terror y fantasía convencional pueden ser difusos. Poner en escena a una entidad monstruosa o a un señor enfundado en aparatoso traje alienígena no hace que una película sea más o menos sutil que otra. Alien no es menos sugestiva que Psicosis, como tampoco Nosferatu queda debajo de Marebito por exhibir tan descaradamente a esa criatura pálida y de encías retraídas con esa insana morbosidad. El asunto pasa por la narración, por cómo se construye el relato. Lo que despierta y mantiene el interés en estas películas son sus mecanismos narrativos, los personajes que respiran dentro de ellas, las ideas inquietantes que palpitan en su interior y que las hacen perdurables, no solo artefactos vistosos en busca de impacto.
Dios local. Uruguay, 2014. Dirección: Gustavo Hernández. Idea original: Gustavo Hernández, Fede Capra, Santiago González, Ignacio Benedetti. Con Mariana Olivera, Agustín Urrutia, Gabriela Freire. Duración: 100 minutos.