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    Como un Ulises cualquiera

     Luego de recorrer el sur de Alemania durante 35 años, en 2014 me decidí por elegir un sitio al cual volver todos los años. Desde entonces paso un par de semanas de primavera en Schönau, un poblado con granjas al sur de Berchtesgaden y Obersalzberg, en el límite con Austria, y cuna de la hermosa Romy Schneider.

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    Se trata de una zona aislada, rodeada por contundentes macizos (el pico Watzmann es el segundo más alto del país). Tiene grandes lagos, como el Königssee, y pueblitos de gente que saluda con el típico Grüss Gott y los feriados viste ropa tradicional: las mujeres y las niñas con faldas largas y los hombres y los niños con pantalones cortos de cuero y sombrero con penacho.

    En Berchtesgaden termina la vía férrea y ocho kilómetros más al sur las montañas solo permiten el paso de escaladores. Además de sus muchos encantos naturales, Obersalzberg ofrece el drama de su historia moderna: allí construyó su vivienda alpina Hitler (no me refiero al cercano “nido del águila”, que el partido nazi le regaló para sus 50 años, sino a su morada cotidiana: Berghof).

    Ninguna oficina de turismo ofrece los datos para llegar (Hitler es un ignorado), pero el interesado con piernas fuertes y mucho tiempo puede descubrir el sitio en cuestión. Verá entonces restos de muros musgosos escondidos en el bosque y un impresionante sistema de búnkers de las SS, a diez metros bajo tierra.

    Luego de mi estadía anual, el sábado pasado cerré la mochila, saludé a Franz y Marianna (propietarios de “mi” pensión) y salí por el sendero que bordea un arroyo muy caudaloso de agua verde, helada y extremadamente limpia.

    Cuatro kilómetros más adelante me tomé un ómnibus a la cercana Salzburgo, desde donde debía volar a Berlín, cambiar avión y continuar a Copenhague; tomarme luego el tren a Lund, en Suecia, y subirme a la bicicleta para llegar a casa. Un viaje sencillo, de cuatro horas en total.

    Para ahorrar dinero había comprado pasajes en una línea de bajo costo: Air Berlín. Era la primera vez que usaba esa compañía, y la última también…

    El problema inicial surgió en Salzburgo, debido a que el vuelo que llegaba de Berlín a esa ciudad, y que debía regresar inmediatamente a la capital alemana, tenía más de 40 minutos de atraso. Perdí pues la conexión a Copenhague.

    En la ventanilla adecuada del aeropuerto de Berlín me asignaron un vuelo para las 10 de la noche y me dieron una bolsa con sándwiches y una botella de agua. Comí, bebí y esperé. Y esperé. Y esperé.

    Horas después, fui el primero en presentarme en la gate correspondiente. Cuando poco antes de la hora de partida nos informaron que el avión no podría salir debido a desperfectos técnicos, yo ya sabía dónde quedaba la ventanilla para reasignación de vuelos (el notable valor de la experiencia…) y fui uno de los primeros en llegar. Éramos unas 200 personas en la cola.

    Me dieron un vuelo a Frankfurt para la mañana siguiente, un voucher para el taxi y otro para un hotel 4 estrellas. Alcancé a ducharme, dormir casi cinco horas y regresar al aeropuerto para el siguiente vuelo. Me calmó saber que sería por Lufthansa.

    Junto con otras tres “sobrevivientes de Air Berlín” atravesamos parte del aeropuerto de Frankfurt a la carrera y alcanzamos el próximo vuelo, que nos llevó a Copenhague. No necesité esperar la entrega de las valijas, pues siempre viajo con equipaje de mano, y de esa manera, zigzagueando entre las masas que llegaban y las que las esperaban, bajé al subsuelo del aeropuerto para tomar el tren a Lund.

    Fue entonces que recordé los controles de seguridad para filtrar la llegada de refugiados. Hice la cola y me acordé de la madre de Alá en varios idiomas. El tren cruzó luego raudo el estrecho de Kattegat y llegó a Suecia, pero paró los motores en la primera estación: nuevo control de pasaportes. Le tocó el turno a la madre de Mahoma…

    Finalmente, llegué a Lund. El rencuentro con mi bicicleta fue muy emotivo. La pobre tenía las huellas de muchos días con sus respectivas noches a la intemperie, pero no protestó cuando acomodé la mochila y el bastón de senderismo en la parrilla, colgué la pesada bolsa del tax-free en el manubrio y emprendí la última etapa de la odisea.

    El ascensor (otro amigo fiel) me estaba esperando en planta baja. Cuatro pisos más tarde pude abrir la puerta que me protege del mundo. Parado en la cocina, hice las cuentas: el viaje había durado exactamente 28 horas y cuarto. Siete veces más tiempo del planeado.

    Agradecí no tener que darle explicaciones a Penélope.