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    Compañía eléctrica de historias extraordinarias

    No es común que un escritor provenga del ámbito de la química o de la física. Aparentemente, las ecuaciones, las partículas y los preparados que estudian los cambios de la materia no se llevan bien con la delicada ingeniería de las palabras. Aparentemente, porque aquí está el caso de Kurt Vonnegut para desmentirlo. Nuestro escritor realizó estudios químicos antes de largarse al mundo de la fantasía y el absurdo, donde se posicionó con toda justicia como uno de los más destacados y humorísticos novelistas norteamericanos del siglo XX.

    “Mi único hermano es un físico de las nubes”, así arrancaba una conferencia brindada por Vonnegut ante la sociedad física americana en Nueva York, en 1969. Dependía de los fondos de la Marina para investigar los cambios gaseosos del aire y cuando veía el dineral que se destinaba a la carrera armamentística o astronáutica, recuerda Vonnegut, su hermano y otros colegas decían con amargura:

    Por esa cantidad de dinero, lo menos que pueden hacer es descubrir a Dios.

    “Físico de las nubes”, “Descubrir a Dios”. La iniciativa suena algo volada, ¿no? Hacia allí apuntaba la familia y a eso se dedicó Kurt Vonnegut en sus novelas y cuentos: alquimia de las palabras. Uno puede mirar el cielo nocturno y decir que son estrellas y especular con su distancia, o puede precisar, como Vonnegut, que más bien se trata de chispas de la fogata de un campamento de cowboys.

    Cuna de gato, que acaba de publicar la editorial argentina La Bestia Equilátera, es una historia tan alocada como lúcida. El narrador, Jonás, quiere saber qué estaban haciendo importantes figuras de los Estados Unidos el día en que se lanzó la bomba atómica en Hiroshima. Envía varias cartas a autoridades y científicos y recibe la respuesta de uno de los hijos del doctor Felix Hoenikker, el padre de la criatura atómica, un hombre que había inventado algo todavía más temible que el hongo venenoso: el Hielo 9. Tocás el Hielo 9 y quedás duro para siempre. Me refiero a que te morís, se entiende.

    A partir de esa respuesta, Jonás va a parar a una republiqueta caribeña llamada San Lorenzo, donde convergen los clásicos personajes de Vonnegut: un dictador loco, políticos inescrupulosos, militares con la misma sensibilidad, una bella y misteriosa mujer, especialistas en índices temáticos, artistas del trapecio que conservan termos con Hielo 9 y otros chalados, entre ellos el creador de una nueva religión: Bokonon, un negro que por azar llegó a ese trozo del Caribe y predica sin que nadie lo haya visto nunca. Su religión está prohibida en San Lorenzo, pero de forma secreta todos adhieren a ella.

    El bokononismo es una religión que improvisa, que gusta de jugar con máximas y al mismo tiempo las desestima. Por ejemplo, si alguien dice “Dad al César lo que es del César”, un bokononista de pura cepa responderá: “No prestéis atención al César. El César no tiene la menor idea de lo que pasa”.

    La novela tiene... ¡127 capítulos!, aunque todos brevísimos y sumamente afilados. Esta es, por ejemplo, la historia de San Lorenzo, fundada por Hernán Cortés en 1519: “Cuando Francia reclamó San Lorenzo en 1682, los españoles no protestaron. Cuando Dinamarca reclamó San Lorenzo en 1699, los franceses no protestaron. Cuando los holandeses reclamaron San Lorenzo en 1704, los daneses no protestaron. Cuando Inglaterra reclamó San Lorenzo en 1706, los holandeses no protestaron. Cuando España reclamó San Lorenzo en 1720, los ingleses no protestaron. Cuando, en 1786, negros africanos se adueñaron de un barco esclavista inglés, lo encallaron en San Lorenzo y proclamaron que San Lorenzo era un país independiente, un imperio con su emperador, los españoles no protestaron”.

    Vonnegut (Indianápolis, 1922-Nueva York, 2007) fue testigo de un siglo convulsionado, como todos los siglos. Pero dejemos los siglos de lado, que son una convención, diría un bokononista, y concentrémonos en la palabra convulsionado. Fueron 84 años de convulsiones a troche y moche los que vivió este escritor. Sin embargo, leyendo sus libros —que no se pueden soltar, créanme— uno disfruta y aplaude que el mundo sea tan loco. Al menos en el papel.

    Combatió en la II Guerra Mundial y fue prisionero de lo alemanes en Dresde, una ciudad sin claros objetivos militares que los aliados bombardearon y redujeron a casi cero. Esa experiencia lo llevó a escribir su novela más célebre: “Matadero Cinco”. Y lo que es peor, lo llevó a una posición bastante pesimista de las cosas: a no creer en los gobernantes porque los gobernantes mienten, invariablemente. Mienten en las guerras, mienten porque es conveniente, mienten porque es un secreto de Estado, mienten por costumbre. Mientras, el hombre sigue siendo el lobo del hombre.

    —Es una ley de vida —dice Vonnegut— que si uno descubre algo que pueda ser usado violentamente, será usado violentamente.

    Se educó en una familia atea que promulgaba los valores del arte y la ciencia. Pero como todos sabemos, estas cosas son muy loables pero no seguras. Seguro murió al instante, diría Bokonon robando un lugar común a la sabiduría popular.

    De sus padres mamó una tristeza que el propio Vonnegut dice haber sentido “hasta los huesos”, algo frecuente en los Estados Unidos de la Depresión. Pero también la inteligencia necesaria para encontrar humor en esa misma tristeza. Su madre se suicidó con somníferos y Vonnegut intentó hacer lo mismo a mediados de los 80. La literatura y la ironía lo salvaron. Quizás, también, sus hijos.

    Practicó el periodismo, o mejor dicho, el nuevo periodismo, que es el que hacen los escritores, no porque sean mejores que los periodistas sino porque no lo sienten de otra manera. Admiraba a Hunter Thompson. Y tiene varios artículos que son tan buenos o más que los de Thompson. Uno de ellos, “Breves encuentros en el Inland Waterway”, es un viaje en el yate de los Kennedy por los ríos, arroyos y canales interiores de los Estados Unidos, pero con Vonnegut y el capitán como únicos tripulantes. Los yates casi siempre son disfrutados por los capitanes y encargados de los barcos debido a que los dueños millonarios apenas los usan. De eso da cuenta el artículo.

    Trabajó para la General Electric y conoció a muchos empresarios y científicos. Y quedó asombrado con el grado de idiotez que puede traer aparejado el éxito, tanto de los emprendedores hombres de negocios como de los de ciencia. Vonnegut trata la idiotez con maestría: hace que los idiotas parezcan genios.

    Bokonon nos diría que no hay genios, solo idiotas.

    Cuando Vonnegut era joven y un tanto enclenque, un profesor de gimnasia lo humilló regalándole un curso de Charles Atlas, aquel famoso alfeñique que se transformó en una celebridad del fisiculturismo y que aparecía en todas las revistas de cómics. El escritor no olvidó la ofensa y un día llamó por teléfono al viejo profesor. Lo tuvo en el aparato un buen rato, atormentándolo con chistes.

    Como escritor y también como entusiasta de la ciencia, fue invitado a presenciar algún lanzamiento en el Cabo Kennedy. Dura apenas unos minutos pero es excitante, dice Vonnegut. La tierra se mueve y uno ve en vivo y en directo cómo los astronautas se follan el universo.

    Sus cuentos se han reunido en dos notables libros, “Mire al pajarito” y “Mientras los mortales duermen”, ambos de la editorial mexicana Sexto Piso. Se trata de una galería de personajes extravagantes que viven entre la inocencia y la maldad sin demasiada conciencia de ninguna de las dos cosas. Aparecen ex alcohólicos, viudas de mafiosos, una distinguida pareja que tiene la mala idea de cruzar un parque desierto en la noche, oficinistas que gastan bromas a sus otros compañeros, seres diminutos que de golpe irrumpen en un escritorio, vendedores de seguros o lumbreras responsables del último grito en materia de electrodomésticos, que para el caso es una heladera con forma y voz de mujer.

    Vonnegut llegó a dormir demasiado, tanto que debió tomar somníferos para mantenerse despierto, qué paradoja. Quizá entre esos sueños y la vigilia forzada esté el secreto de su descacharrante literatura.

    Así leemos en la primera página de Cuna de gato: “Cuando yo era más joven, hace dos esposas, hace doscientos cincuenta mil cigarrillos, hace tres mil litros de alcohol...”

    En un reportaje para la revista “Playboy”, reunido en el libro de artículos y conferencias “Guampeteros, fomas & granfalunes” (Grijalbo), le preguntan si considera que exista alguna religión superior.

    —Alcohólicos anónimos —responde Vonnegut—. Le da a uno una extensa familia que está muy próxima a la hermandad de sangre porque todos han pasado por la misma catástrofe.

    Por alguna razón, los escritores y los libros se clasifican. O bien es una conveniencia de los libreros y sus anaqueles o de las listas de los más vendidos o de lo que sea. El asunto es que existe una categoría llamada ciencia ficción y allí están los libros de Vonnegut. Novelas como “Galápagos”, “Madre Noche”, “Barbazul”, “El desayuno de los campeones” o Cuna de gato, aunque no sean exactamente ciencia ficción, integran esa lista, que si vamos al caso también deberían integrar Kafka o Joyce, el checo porque escribe de hombres-cucaracha y otros desvaríos, y el irlandés porque su novela “Ulises” es para marcianos.

    Por supuesto, Vonnegut era pacifista y no se llevaba bien con los altos mandos.

    —Todos los oficiales que he conocido han sido una mierda. Hablé de eso en West Point y les pareció muy divertido. Pero he odiado a los oficiales toda mi vida porque se dirigen tan mal a la tropa.

    Tampoco le gustaban las políticas expansionistas ni el gobierno de Nixon. Pero no porque Vonnegut trazara, como hacen muchos, un orden del bien y otro del mal, sino por un asunto de sensibilidades.

    —Nixon nos ha enseñado a despreciar a los pobres porque no pueden resolver sus propios problemas. Nos ha enseñado a que nos guste la gente próspera más que los que no lo son.

    En términos educativos, Vonnegut también cree que no se puede enseñar a escribir bien. Y tiene varias anécdotas al respecto de encuentros, simposios y talleres para escritores donde todo resultó bastante ridículo. Esto no quiere decir que la profesión del escritor sea sagrada, aunque posee sus ventajas.

    —Permite a gente mediocre que es paciente y trabajadora revisar su estupidez y editarse a sí mismos como algo parecido a la inteligencia. También permite que los lunáticos parezcan más sanos que los sanos.

    Kurt Vonnegut fue un fenómeno. Sus libros lo confirman. Como dijo el británico J.G. Ballard, otro capo de la ciencia ficción: “Vonnegut miró el mundo a los ojos y nunca se inmutó”.