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La editorial argentina La Bestia Equilátera, que ahora tiene distribución sostenida en nuestro país, exhibe un catálogo que ha sido elogiado por los diletantes literarios en la oceánica red informática debido a su calidad y al rescate de figuras olvidadas. Autores de primera, buenas traducciones (que no fastidian con los costes ni con el suspense) y tapas creativas. Pues bien, eché mano a las recomendaciones y me llevé cuatro títulos de esta editorial que parece designar a un asesino serial del futuro: “Los colores primarios”, de Alexander Theroux; “No mires abajo”, una colección de cuentos de William Sansom y las novelas “El caballero que cayó al mar”, de H. C. Lewis y “Una vida plena”, de L. J. Davis. Con excepción del libro de Theroux (hermano de Paul, también escritor), un insufrible ensayo que chorrea erudición a propósito de los colores primarios (el azul, el rojo y el amarillo), los otros tres volúmenes son magistrales, realmente.
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“Cuando Henry Preston Standish cayó de cabeza al océano Pacífico, el sol empezaba a trepar por el horizonte oriental”, así arranca El caballero que cayó al mar, una breve (155 páginas) y cautivante novela editada en 1937 a propósito de este señor en cuestión que se la pasa en el agua. La plancha, el perrito, crawl hacia un lado y hacia el otro son los movimientos contenidos, luego nerviosos y más adelante profundamente desesperados del héroe, mientras recuerda su pasado, qué sucedía en cubierta y qué personajes la recorrían, un mundo lejano, una apacible vida seca que ya no le pertenece.
La historia, que bien podría integrar la categoría sea movie, con pasajes finos, de resignada y elegante amargura, nos presenta a un personaje empujado por el azar o el maloliente dedo de Dios, que llega a una obligada y extrema lucidez y no tiene más remedio que saborear poco a poco la horrible belleza del atardecer. Un caso claro en que la ficción literaria se abre paso hacia una dimensión filosófica.
Herbert Clyde Lewis (1909-1950), neoyorquino de nacimiento pero descendiente de una familia de inmigrantes rusos, experimentó el clásico periplo de las aventuras con sus correspondientes sinsabores: recorrió el mundo, se ganó la vida vendiendo y malvendiendo algunos cuentos, estuvo en Hollywood y fue guionista para los grandes estudios (una de sus historias, “The Fifth Avenue Story”, llegó a las puertas del Oscar), hizo periodismo y murió de un ataque al corazón con apenas 41 años. Hay que seguir a este hombre: es un capo.
No menos autoridad literaria y un humor impresionante es lo que contiene Una vida plena, de Lawrence James Davis (1940-2011), una pluma dedicada en gran medida a retratar Brooklyn y las siluetas que por allí se mueven. En este caso (254 páginas), un personaje llamado Lowell Lake —un nombre para el panteón universal de los perdedores, para la camiseta hippie con la frase “Todos somos Lowell Lake”— se casa con una insufrible mujer, padece a su asquerosa suegra (el suegro, en cambio, es un pobre tipo que insiste hasta el hartazgo en que lo llamen “Leo”) y no tiene mejor idea que comprar una mansión desvencijada en Brooklyn, que hasta el momento servía como pensión. Hay cuatro momentos sublimes: una escapada en auto de nuestro héroe, con la mala fortuna de toparse en la congestionada autopista precisamente con el rodado de sus padres; el torpísimo soborno a un funcionario municipal; la descripción de la pensión y sus respectivos personajes y un instante de ira extrema aderezado con cierta alucinación. Lo digo en serio: pocas historias son tan graciosas como esta. Es más: algunas páginas pueden originar espasmos hilarantes e incluso lágrimas. Al parecer, Davis gozó al final de sus días de un merecido reconocimiento literario gracias a Jonathan Lethem, quien era amigo de uno de sus hijos y lo recomendó efusivamente.
Como tantos otros escritores, L. J. Davis fue periodista e incluso incursionó —aunque parezca raro y más aún después de leer esta novela— en el mundo de la economía y de las finanzas. Algún día un persistente editor juntará y clasificará todos esos artículos periodísticos desperdigados, que pueden llegar a ser tan valiosos como los cuentos y las novelas.
Es muy temerario comparar a alguien con Kafka: lo más probable es caer en el desatino. Sin embargo, el londinense William Sansom (1912-1976) reúne varios cuentos en No mires abajo (169 páginas) que perfectamente podrían provenir de un taller literario dirigido por el maestro checo, o en su defecto, por su fantasma. En “La sábana larga”, un grupo de condenados, hombres, mujeres y niños, encerrados en prisiones contiguas, deben estrujar una larga sábana mojada hasta que quede completamente seca. Por diversos motivos —todos kafkianos: desde la humedad circundante hasta la malicia de los carceleros— la sábana siempre conserva algo de agua y la tarea se torna imposible.
En el sintético relato “Una mujer poco frecuente”, un hombre pasea en la cálida noche romana y se cruza con una atractiva mujer que lo invita a su casa. El grado de inquietud de la historia tiene ribetes siniestros, y a pesar de ello no se desvía nunca de un estilo seductor, poético y hasta veraniego.
“Tentaciones varias”, uno de los pocos cuentos largos, es el retrato psicológico y minucioso de un asesino en reposo... hasta cierto punto. Sansom alcanza un clima de encierro y tensión con los detalles de las cortinas de una habitación, con la vestimenta de una mujer, con una torta de cumpleaños iluminada de cierta manera en el centro de una mesa.
Después de leer a Sansom, uno entiende por qué fue tan elogiado por Ray Bradbury, Anthony Burgess y Stephen King.
Basta de cháchara. Con escritores a mano como H.C. Lewis, L. J. Davis y William Sansom, que siga lloviendo.