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La obra parece liviana, silenciosa, pequeña y frágil frente a lo que uno podría esperar de una exposición, de un premio y de una trayectoria tan impresionante, que entre otras cosas ha permitido que el trabajo de este creador forme parte de la colección American Express y haya pasado por el legendario MoMA. Pero es tan potente que basta con un mínimo desplazamiento para encontrar el punto donde cada pieza se convierte en un todo, donde la imagen estalla en la cabeza y activa la percepción en un plano difícil de entender. La obra es del uruguayo radicado en Nueva York Marco Maggi (1957) y está expuesta en el Museo Figari de la Ciudad Vieja. Maggi acaba de recibir el prestigioso Premio Figari, otorgado anualmente desde 1995, primero por el Banco Central, luego en acuerdo con el Ministerio de Educación y Cultura y antes dirigido a más de un artista, aunque desde hace tres años se premie a solo uno entre muchos, con una tendencia a figuras reconocidas pero en pleno ejercicio de su arte. Esta vez, el jurado integrado por Ángel Kalenberg, Ignacio Iturria y Patricia Bentancur destacó a un artista visual con una rica carrera dentro y, sobre todo, fuera del país.
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Cada tanto, aparece su obra en Uruguay en muestras relevantes que ofrecen pistas sorprendentes de un trabajo que se diferencia notoriamente del grupo de elite de artistas uruguayos, en especial de los que integran su generación. Es difícil catalogar a Maggi. Es dibujante en muchos sentidos, grabador, escultor, y propone una obra de una inusual elaboración y sin límites precisos, en detalle, en pequeño formato, expuesta en algunos casos como si fuera una instalación. Es también un hombre que se diferencia por el uso de materiales no habituales, que trabaja con minuciosidad puntas de metal o elementos cortantes que le permiten transformar libros, papeles, hojas, incluso chapas de metal, grafito o acrílicos. Al menos eso se pudo apreciar en sus últimos y precisos trabajos, en su cristalina y elegante obra. Y también en esta muestra que recoge parte de su última producción, un poco escasa para entender la valía de un premio importante como el Figari. Pero basta, en todo caso, para entender el valor del trabajo de Maggi, su exigencia, su elaboración, su incitante desafío conceptual. También para disfrutar el esquivo encuentro con la belleza. Maggi logra todo esto. Y en esto se distancia de sus contemporáneos.
Con un trabajo pulcro, frío en varios aspectos y construido sobre lo imprescindible, desnuda el siempre tormentoso camino hacia la experiencia estética, imposible de explicar. En especial en “Circulante M1-BCU” (bisturí de oficina sobre sólido de acrílico), una original pieza traspasada por líneas y formas en armoniosa e indefinible construcción visual. Se emparenta a otros, en cambio, por un acierto curioso. Uno tiene diferentes percepciones, según el punto donde se pare en la sala, según la distancia, una decisión que el espectador toma en el desplazamiento entre obras que exigen más que una observación frontal o a cierta distancia.
Hay personas que trabajan desde un cuerpo de figuras construidas desde la expresión mínima. Es cierto que esto suele pasar con las instalaciones. Pero en este caso el recorrido va desde una mirada a objetos pequeños, muy chicos en algunos casos, y a un primer descubrimiento en formas y colores, como en su microscópica labor en “Kodak Square” (cortes y plegados sobre papeles de color de 35 mm) o en “Ensobrando” (cortes y plegados sobre cascadas de sobres), un pliegue de sobres blancos con figuras que sugieren continuos despliegues de sentido, hasta el juego de su “Cobertura completa sobre Figari” con pegotines sobre una pared blanca, una logradísima y delicada pieza, sugerente, impactante.
La obra, en su mayoría es blanca, limpia, sin artificios. Hay papeles en el piso, en la pared, con pequeñas intervenciones, a veces con cortes sutiles, en cuidadas y precisas líneas. El autor esgrime sencillez, claridad y un enfoque fuera de lo común para tratar temas bastante angustiantes y complejos. Habla de información, del aluvión de conocimientos y de la repetición, de ruidos en mensajes o diálogos donde la tecnología desplaza viejos soportes, y logra un murmullo permanente de mensajes novedosos, imposibles de descodificar en su dimensión más profunda. Pero más que hablar, construye un diagrama visual, un texto de extrema rigurosidad que hace sentir la desnudez en la que está el verdadero conocimiento frente al avance de la ciencia, de la tecnología, de la propia exposición ante el sujeto desarmado, frágil, ignorante. “Estamos condenados a saber más y comprender menos, víctimas de una indigestión semiótica”, ha dicho Maggi. En realidad, la ironía es que no hay ningún elemento que pueda explicar ese camino reflexivo. Hay pura obra, obra de arte, de juegos imposibles de construir por un ser humano que no tenga el pulso, la imaginación y la sensibilidad para encararlo.
Sería un fracaso para cualquiera que quisiera, por ejemplo, colocar papelitos en una pared blanca como si un viento hubiera desparramado cientos de pequeños recortes, extremadamente pequeños, con significativas dosis de color. Es un cuadro pero en retazos chiquitos, un mundo en el que pasa de todo y donde todo se percibe como un gran espacio de armonía en un sutil equilibrio de composición.
Marco Maggi, XVII Premio Figari. Museo Figari (Juan Carlos Gómez 1427, entre Rincón y 25 de Mayo). De martes a viernes de 13 a 18 horas. Sábados de 10 a 14 horas. Cerrado el 25 de diciembre y el 1º de enero. Tel. 2915 7065. Hasta el 26 de febrero de 2013.