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    Corruptos y votantes

    Columnista de Búsqueda

    N° 1935 - 14 al 20 de Setiembre de 2017

    , regenerado3

    “No basta que la mujer del César sea honesta; también tiene que parecerlo”. Palabras más acá o más allá, la frase que se le atribuye a un Julio César cabreado con su esposa, ha llegado hasta el presente como parte del sentido común en la conducta pública de los representantes del Estado. Por supuesto, al contrastarse con la realidad de los servidores públicos desde Roma a nuestros días, la frase queda muy matizada.

    Y sin embargo, a medida que se han desarrollado las economías y los sistemas burocráticos, con la consecuente erosión del poder ejercido de manera patrimonial por el antiguo régimen, la corrupción comienza a ser delimitada. Es decir, se va desarrollando un cuerpo de ideas sobre qué es y qué no es corrupción. En la medida en que se establece una normativa legal y de gestión específica, se acota el terreno que antes se gestionaba con aires de propietario, ya que nadie es su dueño, solo su gestor temporal y revocable.

    Existe, obviamente, un montón de definiciones de corrupción. Stephen D. Morris, autor del interesante Corrupción y política en el México contemporáneo, la define como “el uso ilegítimo del poder público para el beneficio privado” y también como “todo uso ilegal o no ético de la actividad gubernamental como consecuencia de consideraciones de beneficio personal o político”. Viviana Caruso, en cambio, dice que corrupción es “la violación de un deber posicional, de un sistema normativo de referencia y la expectativa de obtener un beneficio indebido”, con lo cual se podría ser corrupto también en el ámbito privado.

    El tema es que no en todas las sociedades se entiende que la corrupción es un problema relevante. E incluso al interior de las sociedades, no todo el mundo la percibe con la misma gravedad. Quizá sea por una cuestión de incentivos (que me caiga alguna migaja de esa torta que se reparte en las sombras), quizá por la fragilidad de los controles, quizá porque se cree que las demás opciones son peores, el caso es que para mucha gente la corrupción no es un tema necesariamente prioritario a la hora de evaluar el accionar de un servidor público, su servidor público.

    Digamos que para una parte del electorado no es demasiado relevante que los gobernantes que ha elegido sean corruptos, ya que prioriza otras cosas: el mantenimiento de un discurso ideológico que lo contente, la evolución de indicadores sociales y económicos que considera relevantes, la fidelidad a un proyecto en la convicción de que es el mejor de todos los disponibles, etc.

    Lo interesante, creo yo, es que para otra porción del electorado sí es importante que sus representantes no sean corruptos. En todas las democracias consolidadas existe un votante que, por diversas razones, no es demasiado fiel a los partidos políticos y que, llegado el caso, puede votar a unos o a otros. Es un sector no menor que, además, es quien suele volcar las elecciones. Con el paso de los años, tengo la impresión de que me he ido acercando a ese grupo de votantes.

    Hace un tiempo le explicaba a un amigo que, votando en España y dependiendo de qué elección afrontara, mi voto iba para uno u otro partido. Es decir, si votaba en unas elecciones municipales en las que estaba en juego la instalación de una empresa que iba a arruinar el medio ambiente de la ciudad, votaba a los ecologistas; si se trataba de unas elecciones europeas, votaba al bloque que más se acercaba a mi idea más o menos vaga de lo que debería ser Europa; si eran autonómicas o nacionales, lo mismo. “Pero ese no es un voto ideológico”, comentó con aire de reproche mi amigo. No, no lo es, contesté. Es un voto que analiza la oferta política y el contexto en que esta se va a aplicar. Y que como no está casado definitivamente con ninguno de los que ofertan, selecciona en cada coyuntura aquello que le parece más razonable. De manera más o menos intuitiva, creo que eso es lo que hace mucha gente. Si para muchos de nosotros ya es difícil definir con precisión un proyecto de vida personal, mas difícil es encontrar un proyecto político que funcione como horma para nuestros anhelos.

    Lo interesante de la existencia de estos votantes no casados con un partido y preocupados por la transparencia y buena gestión de aquellos a quienes votaron, es que esto obliga a todos los partidos y actores políticos a caminar con pies de plomo, a asumir la cultura de rendir cuentas de cada uno de sus usos de dineros públicos. Que contrariamente a lo que se escucha decir por ahí, no solo no son de nadie sino que son tan de todos que deben ser tratados con el máximo cuidado. A rendir cuentas de sus viajes, de sus séquitos en los viajes, de sus gastos de viaje.

    Pero también de su gestión. No es solo la existencia de una caja B, como en el PP español. O el uso de fondos públicos para alimentar empresas amigas, como en el caso del PSOE en Andalucía. O el uso discrecional de tarjetas corporativas, como en el caso del ya exvicepresidente Raúl Sendic y el de los banqueros de los bancos rescatados en España. Lo más importante es que el ojo público se enfoca cada vez más en los resultados de la gestión, esa que por ser técnica, aparentemente no debería ser cuestionada. Pero es que una cosa es no entender la gestión y otra, muy distinta, no percibir si esta obtuvo o no los resultados esperados.

    Más allá de los vaivenes que traen consigo los tiempos de crisis, tengo para mí que el proceso de mejora en el control de los corruptos tiene algo de tendencia y es más bien inevitable. Siempre y cuando, claro, exista un cuarto poder sólido que escrute los procesos, votantes atentos que crean que su voto vale más que los peores políticos a quienes votó, y partidos que sigan priorizando su proyecto por encima de la poltrona. Es decir, un sistema que a través del cruce público de datos, el check and balance de la acción política y la honestidad intelectual, tienda a quitar incentivos a la corrupción.

    Lo opuesto, una prensa servil, un votante extremo, o totalmente apático o totalmente fanático, y unos partidos que prioricen la estabilidad económica de los suyos por encima de las ideas que venden a la sociedad, son la receta casi perfecta para que la corrupción campee a sus anchas.