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    Cuatro días en las nubes

    Fue una de las mejores ediciones del Festival Internacional de Jazz de Punta del Este

    A veces ocurre. No tiene que ver necesariamente con la calidad de los músicos, con la perfecta afinación o la elección del repertorio. Tampoco tiene que ver con el celoso trabajo de los responsables de la organización. Simplemente ocurre: los astros se alinean de cierta forma y sale un festival excepcional. Así sucedió entre el jueves 8 y el domingo 11 en la finca El Sosiego con la decimonovena edición.

    Lo dijo Donald Vega: hay que estar familiarizado con el horóscopo.

    Un solo instrumento toca varias historias. Yasushi Nakamura, Martin Wind, Peter Washington y Hans Glawischnig empuñaron el contrabajo de Popo Romano. Los dedos iban y venían. “Le hace bien que lo toquen, llega a casa mucho mejor, de verdad”, dice Popo.

    Francisco Yobino alguna vez jugó al básquetbol profesional e hizo dulce de leche. Ahora encesta desde lejos en todos sus festivales, y en este en particular hizo varias hundidas, triples y un montón de asistencias.

    Si Charlie Parker viviera estaría en la finca El Sosiego chutándose en los baños químicos.

    El cocinero del quincho, que también es músico, dice que entre plato y plato para la oreja y detecta que allí, en el escenario, todos son monstruos.

    El vicepresidente de la República es el primero en llegar al festival y el último en irse.

    Ahí está Luis Perdomo viendo el atardecer y escuchando a los primeros grillos, un modo de amansar las notas que luego elegirá para su concierto.

    Gary Smulyan saca sonidos graves de su saxo barítono como si fueran generados por la bocina de un barco. Diego Urcola saca sonidos agudos de su trompeta como si fuesen de un gato acorralado. Ahora imaginen cinco saxos —tres tenores, un alto y un barítono— descargando al unísono. Para morirse allí mismo.

    Jeremy Pelt sube al escenario con un traje impecable, una amplia sonrisa y la trompeta bajo el brazo. Baja del escenario y camina con esa misma sonrisa. Parecería que tocar gran música es fácil.

    Donald Vega dedica un tema a Mulgrew Miller, quien ya no está entre nosotros. Es uno de los grandes músicos que forman parte de ese muro plagado de nombres que pasaron por el festival y que se levanta a un costado del escenario. Un auténtico memorial donde también figuran los ángeles Michael Brecker, Johnny Griffin, Al Grey, Cedar Walton, Frank Foster, Frank Wess, Bebo Valdés, James Moody, Chico Hamilton, Dwayne Burno... Casi 20 años desde la primera edición y esos músicos, que son parte de la historia grande del jazz, tocaron allí.

    A Yobino le gusta recordar que en su festival se enamoraron Bill Charlap y Renee Rosnes.

    Una avioneta queda suspendida en el cielo al atardecer, planeando como un pájaro. El jazz llega a las alturas y hace gozar al piloto y a los ocupantes.

    Si Zoot Sims viviera, estaría en El Sosiego.

    Los fanáticos discuten cuál fue el momento sublime del homenaje a Chano Pozo: si Manteca, si Tin Tin Deo, si Guachi Guaro. No se ponen de acuerdo.

    También se desgranan anécdotas. Un día llegó un ex presidente argentino con no menos de diez guardaespaldas al festival. Paquito tuvo que presentarlo al público. La rechifla fue tremenda. “¿Ven?”, dijo Paquito. “Esto es lo que en mi país no se puede hacer”.

    Pelt toca un tema de Wayne Shorter que no tiene línea melódica precisa. Pero tiene todo lo demás.

    El viento vuela las partituras de Scott Robinson, las desparrama por el escenario como en el tema de Les Luthiers La bella y graciosa moza marchóse a lavar la ropa. Scott Robinson, con ese look tipo El gran Lebowski, recoge las partituras y las vuelve a colocar al tuntún, desordenadas. Es el pasaje en la historia del arte del naturalismo a la abstracción.

    ¿Pollo, chorizo o matambrito de cerdo? Los tres, por favor.

    Si Boris Vian viviera, estaría en El Sosiego. Lo veo con una libretita gesticular exageradamente en una de las mesas al costado del quincho de las comidas, rodeado de un grupito que le festeja las ocurrencias.

    Los fanáticos discuten qué pianista estuvo mejor, si Luis Perdomo, Donald Vega, Danny Grissett o Bill Cunliffe. No se ponen de acuerdo.

    Jam Session en el escenario del restaurante. Tocan músicos aficionados. Esperan su turno, con los instrumentos desenfundados, Grant Stewart, Gary Smulyan, Diego Urcola y Harry Allen.

    Yobino dice que vio siete veces seguidas a Oscar Peterson, su pianista favorito. “Esas manos”, recuerda con un gesto hacia el cielo.

    Un caballero que frecuenta el festival dice que se encontró con Bill Cunliffe y Joe LaBarbera en la playa de Portezuelo y que iban encantados y con “un perfil re bajo”. También dice que se cruzó con Scott Robinson y que iba ensimismado en sus pensamientos, desentrañando un paisaje de tangas, bellas piernas y caderas como si fuese por un pentagrama de notas enarmónicas, corcheas y quintas sostenidas.

    El director del festival de jazz de Tánger, que es francés, está en una mesa del restaurante junto a su mujer. Dice que el festival de Yobino debería incluir más músicos europeos.

    Además de tocar y hacer chistes espontáneos para deleite del público, Paquito también insiste con su mensaje antitabaco y anuncia que los coches matrícula tal y cual han dejado las luces encendidas.

    El afinador de pianos mezcla su propio tabaco con hierbas aromáticas y especias y dice que el peor enemigo del piano es el salitre. ¿El piano no se protege con una funda el resto del año? Sí, pero aunque lo cubran el salitre llega igual. Manteca, sal y guachi guaro, con eso se arregla todo.

    Homenaje a Bill Evans por la banda de Martin Wind. Se suceden los temas: Waltz for Debbie, My Foolish Heart, Blue in Green... El vicepresidente dice que Blue in Green “se la afanó Miles Davis a Bill Evans”. En la historia de la música también hay una historia de los afanos.

    Si Miles viviera, no estaría en el festival. No darían con su precio.

    Cola en los baños químicos. Y la encargada, siempre solícita, guía al próximo en evacuar. “Por aquí, querido, por aquí”.

    ¿Quién es el que sopla el fliscorno en el restaurante? Ah, es un pibe yanqui que toca en los cruceros de jazz y tiene una novia argentina. Es bueno, ¿no?

    Si la baronesa Nica von Koenigswarter viviera, tendría casa en Punta Ballena y estaría en El Sosiego. Y sería la mecenas del festival. Ojo, no confundir con una princesa que anda por la vuelta.

    El director del festival de jazz de Tánger dice que conoció al escritor Paul Bowles: “Tenía un horario en su casa en el que recibía a quien fuera a visitarle”. Y él fue.

    ¿Vacío o salmón a la parrilla? Los dos, por favor. Y más vino.

    El caballero que frecuenta el festival volvió a encontrarse a Cunliffe y a LaBarbera, que habían ido a escuchar a Hermeto Pascoal a un boliche cercano. Los llevó en auto hasta el hotel y les pidió un favor. “Lo que quiera”, le dijeron al unísono los músicos. “Que en el homenaje a Bill Evans toquen Gloria’s Step”, demandó el caballero. Finalmente no fue complacido. Posible excusa: el repertorio lo había decidido el líder del grupo, Martin Wind, y el tema no figuraba.

    Según Paquito, Mozart nació en Nueva Orleans. Entonces, si viviera, también debería estar en El Sosiego.

    David Feldman dedica un tema en el restaurante al vicepresidente. La gente come, bebe, charla y ríe. El vicepresidente se sienta solo frente al piano de Feldman y escucha el tema mientras la gente come, bebe, charla y ríe.

    Yobino dice que no traería a Keith Jarrett ni gratis. Se suceden las anécdotas con las soreteadas de Jarrett, que son muchas.

    Lester Young no pudo estar en El Sosiego pero ha dejado un representante: Harry Allen.

    El director del festival de jazz de Tánger dice por lo bajo, para que no lo escuchen, que el tannat uruguayo es mejor que el malbec argentino.

    Los fanáticos ahora discuten quién fue el mejor baterista: si el gordo Johnathan Blake, si el delicado Joe LaBarbera, si el obsesivo Carl Allen. Tampoco se ponen de acuerdo.

    El público del festival es mayoritariamente veterano, por suerte. Es respetuoso y sensible. En Sin aliento de Godard alguien le pide por la calle a Jean-Paul Belmondo, que en ese entonces era un veinteañero, una colaboración para los jóvenes. “Odio a los jóvenes”, responde Belmondo. Si Belmondo viviera... ¡pero si Belmondo vive! OK, entonces tenemos que invitarlo a la próxima edición del festival.