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La ignorancia de casi todos los porteños de lo que pasó en las villas de la ciudad en los últimos años es asombrosa. ¿Se debe a que Buenos Aires se fue construyendo y enviando a las villas, a diferencia del caso de Río de Janeiro, a zonas menos visibles, apartadas y, en muchos casos, inaccesibles? ¿O es que como el gobierno de la ciudad es de derecha o centroderecha seguramente no hay allí nada que contar? ¿O fue el mismo gobierno el que, pese a que inició un proceso de urbanización que supuso una gran inversión de recursos, no supo comunicar sus proyectos? Sea por alguna de estas razones, o por todas ellas, lo cierto es que en 2015 se inició desde el gobierno de la ciudad un proyecto que es poco divulgado y que consistió en urbanizar e integrar cuatro villas ubicadas en diferentes puntos de la ciudad: Rodrigo Bueno, Playón de Chacarita, la 20 y la 31.
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Rodrigo Bueno surgió en los años noventa y está ubicada en la Costanera Sur, entre la Reserva Ecológica y lo que iba a ser en su momento la Ciudad Deportiva del club Boca Juniors. Estos terrenos fueron vendidos por el club a una poderosa empresa llamada IRSA que trata de imponer desde hace años el único conjunto de edificios de la ciudad con salida directa al río. Las dimensiones de este proyecto hicieron que la villa que se había construido a su costado, la Rodrigo Bueno, tuviera un destino incierto y que no fuera muy considerada por las agrupaciones políticas. Este aislamiento de algún modo los benefició, y los habitantes de Rodrigo Bueno, la mayoría de ellos de origen peruano, fueran ajenos a las disputas partidarias y concentraron más su agenda en demandas específicas y habitacionales. Hoy el barrio cuenta con más de 600 viviendas nuevas y se está construyendo un paseo costero para integrarlo al circuito turístico de la Costanera Sur. Algunos irónicamente dicen que es la “villa boutique” del gobierno y lo cierto es que el barrio presenta vistas inéditas de la ciudad y un paisaje de los humedales único y maravilloso.
El Playón de Chacarita es una villa ubicada en una zona neurálgica de Buenos Aires, cerca de barrios acomodados como Colegiales y Belgrano. Por su ubicación estratégica, está mucho más atravesado por las disputas de las militancias partidarias y el proceso de urbanización fue mucho más conflictivo que el de Rodrigo Bueno. Actualmente se está llevando el proceso de mudanza de vecinos y se abrieron calles nuevas. Cabe aclarar que las mudanzas se deciden en asambleas y se hacen a partir de un censo realizado antes de la urbanización (la única manera de evitar la afluencia de nuevos vecinos una vez que se conoce que se construirán nuevas viviendas).
La tercera villa a ser urbanizada por el Instituto de Vivienda de la Ciudad es la villa 20 que, a diferencia de las otras dos, tiene una larga historia. Construida en los años cincuenta alrededor de la Plaza de los Huérfanos (llamada así, presumiblemente, porque se dejaba a los huérfanos en la iglesia), sobre un cementerio de autos y al lado de una vía de tren llena de historias truculentas hasta que un cura (la iglesia fue la única institución con permanencia en esas barriadas) se arrodilló en una de las vías y no se movió hasta que no se comprometieron a construir un puente peatonal. La 20 está en la zona Sur de la ciudad, la zona más abandonada por las políticas de Estado y donde se concentran una gran cantidad de villas y conjuntos habitacionales (grandes edificios construidos en la segunda mitad del siglo XX) que se han ido degradando con el tiempo llegando a tener los mismos problemas que los barrios precarios.
Finalmente la 31 es la más antigua de la ciudad, queda en una zona céntrica (pero apartada por las vías del ferrocarril) y hasta llegó a aparecer en la película Puerto Nuevo (que era como se llamaba a la zona en esa época) de los años 30, con la actuación de Pepe Arias. El nombre con número se lo pusieron en los años cincuenta cuando los militares y el desarrollismo pensó que el progreso las “erradicaría” una por una y que por lo tanto no valía la pena ponerles un nombre. Erradicación era la palabra clave de la épica modernista. En la última dictadura militar, la 31 fue derribada y los vecinos o fueron enviados en trenes a sus países de origen (principalmente Bolivia) o huyeron hacia el sur de la ciudad. Sin embargo, ya en los ochenta comenzó a crecer hasta convertirse en una de las villas más grandes de la ciudad atravesada por una autopista que desemboca en la 9 de Julio, avenida principal de la ciudad y “la más ancha del mundo” según la jactancia porteña.
Entre las cuatro villas suman —tomando como referencia los censos de 2016— aproximadamente 72.000 personas, siendo las mas pobladas la 31 con 40.000 y la 20 con 27.000.
No puedo hablar mucho de la 31 ya que la urbanización no estuvo a cargo del Instituto de Vivienda de la Ciudad, organismo en el que trabajé y que estuvo dirigido por dos políticos jóvenes y muy inteligentes: Juan Maquieyra y María Migliore, actual ministra de Desarrollo Humano y Hábitat de la Ciudad. En los otros tres proyectos (Rodrigo Bueno, Fraga, la 20), participé desde el área de cultura ya que el proyecto se proponía ser integral y no una mera construcción de viviendas. Esto es importante, desde ya, pero qué sustentabilidad puede tener un proyecto si no se entiende que afecta a la vida y a la cultura en su conjunto. El proceso de urbanización, que todavía está en curso, fue de un gran aprendizaje que incluía desde lecciones urbanas a aspectos de las culturas populares. En lo urbano, por ejemplo, la construcción de los enormes complejos edilicios que proliferaron en los setenta mostraron grandes debilidades: muchos pisos exigían ascensores difíciles y caros de mantener; los consorcios se hacían muy caóticos; los espacios públicos comunitarios se vandalizaban o tugurizaban; el mantenimiento no resistía las sucesivas crisis económicas que ya son una constante en la Argentina. Las consideraciones urbanas llevan a consideraciones culturales. Aunque algunos edificios se siguieron haciendo con zonas muy grandes reservadas a los espacios comunes, como si los pobres debieran compartir a la fuerza su vida cotidiana (algo que no se les exige a los ricos), los edificios nuevos fueron más pequeños, con locales comerciales en la planta baja y energía solar para el calentamiento del agua.
Para pensar las actividades culturales contábamos con dos tradiciones muy vigorosas en el trabajo en villas: el desarrollismo y el populismo. El desarrollismo, muy arraigado en América Latina, puso el acento en las reformas desde arriba: había que llevar la cultura a los barrios, diseñar desde la expertise el futuro de las ciudades, aplicar el ideal de vida de la clase media a todos los sectores. El populismo, en cambio, considera –como dicen los sociólogos franceses Grignon y Passeron– que aquellos que nada tienen en realidad lo tienen todo. Se celebran y se cultivan las manifestaciones populares aunque muchas de ellas son producto de la precariedad y la pobreza (y, muchas veces, de la supervivencia y la desesperación). Ni el desarrollismo ni el populismo son totalmente desechables, desde ya, pero la tarea más difícil de la cultura en las villas está en dar lugar a diferentes subjetividades y capacidades, evitar los lugares comunes como los talleres convencionales, y en apostar por la vida y la creatividad como la posibilidad de superar el paternalismo tanto del desarrollismo como del populismo.
Entre los muchos proyectos que llevamos adelante, hay dos que muestran los desafíos que enfrentamos. En 2016, iniciamos un taller de arte y agricultura impulsado por un miembro del equipo (Pablo Méndez) y una artista joven, Romina Orazi. Romina armó un grupo para enseñar cosas pero también para aprender del grupo de vecinas que conocían diversas semillas de su Perú natal, los modos de plantarlas y las virtudes de los vegetales para el cuerpo. Después logramos construir una huerta en el barrio y aprendimos que el arte no era opuesto a la naturaleza sino que se potenciaban mutuamente. El proyecto derivó en el actual “Vivera Orgánica” que fue fundamental para la subsistencia en tiempos de pandemia y que actualmente funciona vendiendo verduras, plantines y asesoramiento sobre emprendimientos agroecológicos. El proyecto del taller de naturaleza y arte fue un éxito aunque las crisis económicas terminaron privilegiando las potencias económicas del proyecto, lo que no está mal, obviamente, pero muestra las limitaciones que las crisis imponen.
El otro proyecto tiene lugar en el conjunto edilicio Padre Mugica ubicado en Villa Lugano. Pese a los graves problemas de mantenimiento, la pobreza extrema y la presencia del narco, la familia Alizegui (Nati, Mili y Rubén) desarrolló una serie de juegos y juguetes inventados para que los chicos del barrio desarrollaran sus habilidades y socializaran entre sí. Estamos hablando de un barrio muy peligroso en el que los chicos a los 13 o 14 años se encuentran en la disyuntiva de elegir entre el colegio o las actividades ilegales. Pues bien, los Alizegui inventaron juegos, realizaron actividades y crearon la Juegoteca. A mí me interesó mucho este proyecto y la posibilidad de interactuar desde la gestión pública con una actividad notable pero con muchos problemas para su mantenimiento en el tiempo. Presentamos un proyecto a mecenazgo, conseguimos financiamiento y convocamos a una artista argentina de excelencia (Marcela Cabutti, premio Konex) para que juntos mejoraran la factura de los juguetes y se pusieron como objetivo su fabricación en serie y con posibilidades comerciales. Las reuniones con Marcela se desarrollaron a lo largo de todo 2022 y nuestra esperanza es que el año que viene la Juegoteca logre grandes resultados. Realizamos alianzas con la poeta Tálata Rodríguez y el proyecto PreTextos (ideado por Doris Sommer, profesora de Harvard) y vino el ministro de Cultura de la ciudad, lo que muestra la relevancia que adquirió la Juegoteca.
Ambos proyectos muestran algunas cosas: la necesidad de pensar la cultura en un sentido amplio sin compartimentos (hay tanta cultura en el cultivo de una planta o en un juguete como en un libro, el arte no solo es el trabajo de algunos genios sino un modo de vida) y la creación de dispositivos para que todos los que participan puedan desplegar sus capacidades sin paternalismos ni prejuicios. No la inclusión, que siempre supone alguien que ejerce la función de benefactor, sino la integración. En un país en el que más que una cultura de la pobreza se ha instalado una cultura de la indigencia, es decir, una vida de supervivencia, hay que apostar por la creatividad de las personas aun en las condiciones más adversas y por un Estado que pueda incentivarlas y darles una caja de herramientas para que ellas mismas construyan sus caminos.
* Doctor por la Universidad de Buenos Aires, investigador de Conicet, profesor visitante en Stanford University y Universidade de Sao Paulo y escritor de numerosos ensayos sobre el cine argentino y latinoamericano.