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Entre 1850 y 1852, Giuseppe Verdi (1813-1901) compuso tres de sus óperas más taquilleras, por su orden: “Rigoletto”, “Il trovatore” y “La Traviata”. Esta última, como es sabido, está basada en la novela “La dama de las camelias”, de Alejandro Dumas, que había salido a la luz pública apenas cinco años antes. La ópera se estrenó en 1853 en el magnífico teatro La Fenice, en Venecia, y no tuvo una buena acogida. El público desaprobó la elección de Fanny Salvini-Donatelli para el papel de Violeta por ser una cuarentona de ostensible sobrepeso. La representación terminó en un grotesco: mientras sobre el escenario la tísica Violeta agonizaba, en la sala el público se reía a carcajadas. El hecho motivó una conocida carta inmediata a ese estreno, que Verdi dirigió a su amigo Emmanuele Muzio, donde le decía: “La Traviata anoche un fracaso. ¿Fallo mío o de los cantantes? El tiempo lo dirá”. El tiempo no demoró mucho en consagrar la obra entre las más representadas en todos los teatros de ópera del mundo.
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En el siglo y medio transcurrido entre el estreno y nuestros días, el género de ópera se ha desarrollado de tal manera que la pregunta de Verdi parece hoy solo parcialmente pertinente, porque los cantantes son importantes pero no lo son todo. El progreso del género no ha consistido tanto en el aporte de nuevas obras que realmente importen —las plumas de los compositores se han venido secando— sino más bien en la superación de los distintos aspectos que conforman el espectáculo: la técnica vocal sí, pero además la acentuación del valor estético de la puesta; la armonía de concepción entre el vestuario, la escenografía, las luces y —no por último menos importante— una dirección de escena atenta a la expresión corporal, a la concepción teatral del personaje más allá del canto, a la comprensión cabal de que esto es teatro cantado y por lo tanto la emoción que se transmita debe partir no solo de la letra que se canta o de la belleza y la intensidad de la música y las voces, sino también de la convicción con que se actúa un personaje. Por último, para que el personaje sea creíble debe tener el physique du rôl adecuado, así que aquellos ruidosos espectadores de La Fenice finalmente no estaban tan equivocados.
Estas reflexiones vienen a cuento a raíz de la reciente versión de la “Aída” de Verdi en nuestro medio, donde estuvieron ausentes buena parte de los aspectos clave que acabamos de mencionar y que hacen a la excelencia del espectáculo, lo que ya fue objeto de análisis en su momento en esta página (ver Búsqueda Nº 1.738 del 7 de noviembre). Esa puesta costó varios cientos de miles de dólares, con un claro acento en el envoltorio más que en el contenido, en los aspectos exteriores más que en el meollo. Y entonces uno se pregunta si en un medio como el nuestro donde no sobra el dinero, el criterio para un buen espectáculo no debería ser el de una mayor sobriedad y ahorro en esos rubros para direccionar más y mejor el gasto hacia los aspectos que realmente importan.
Vuelvo así a “La Traviata” porque no encuentro mejor ejemplo para hacerme entender, que invitar al lector a entrar en Youtube y buscar “Verdi-La Traviata/ Anna Netrebko, Rolando Villazón, Carlo Rizzi” y ver la versión que se hizo en el Festival de Salzburgo de 2005 con Anna Netrebko (Violeta), Rolando Villazón (Alfredo Germont) y Thomas Hampson (Giorgio Germont), la Filarmónica de Viena dirigida por Carlo Rizzi, la escenografía de Wolfgang Gusman, el vestuario de Wolfgang Gusman y Susana Mendoza y la dirección de escena de Klaus Bertich. Quienes hayan visto la puesta en escena de Franco Zeffirelli, ya sea en la versión cinematográfica de 1982 —que también puede verse en Youtube— o posteriormente en el Metropolitan Opera de Nueva York, estarán aún en mejores condiciones para captar cómo es posible hacer, de una misma obra, una puesta radicalmente diferente e igualmente válida, apostando al despojamiento y a la simplicidad, sin desmedro de su calidad vocal y dramática.
En la versión de Salzburgo 2005 no hay interiores palaciegos ni lujos de vestuario ni cambios de escena en los diferentes actos. La planta escenográfica es un gran semicírculo de lambriz blanco, delgado en el medio y ancho en los extremos. En la mayor parte de su extensión tiene un desnivel que sirve de asiento o de escalón. Hay una sola puerta de entrada y salida a la izquierda, que solo se ve cuando se abre, porque cuando se cierra queda disimulada en la masa blanca. El piso también es blanco. Un gran reloj blanco y negro sobre el costado derecho, transportado en un momento al medio de la escena, simboliza el paso implacable del tiempo, ya en la felicidad de los amantes o en la proximidad de la muerte de Violeta. En ese mismo costado donde está el reloj aparece la figura silenciosa del doctor Grenvil, el médico que finalmente anunciará a Violeta que le ha llegado la hora tan temida. En contraste con la blancura general, los varones protagonistas e integrantes del coro visten contemporáneo traje negro y camisa blanca y las mujeres vestido negro. Solo Annina, la servidora de Violeta y el doctor Grenvil, también ambos de negro, tienen un diseño de vestuario que no parece contemporáneo. Violeta se despega del negro y blanco con un sencillo vestido rojo en los momentos de felicidad, que ciertas veces reemplaza por un viso blanco. Cuatro o cinco sofás rectangulares blancos son todo el mobiliario. Solo en el segundo acto, con la explosión amorosa entre Violeta y Alfredo, los sofás aparecerán cubiertos por simples telas estampadas con flores, las mismas telas de los robe de chambre que visten Violeta sobre su viso blanco y Alfredo sobre su camisa y calzoncillos.
Todo transmite verosimilitud y emoción. Los amantes son jóvenes y apuestos y convincentes en su felicidad y en su desesperación; Giorgio Germont, padre de Alfredo, exhala a la vez severidad y ternura. Todos cantan como los dioses. En un alarde de sencillez y de síntesis dramática y como preparación a la tragedia que sobrevendrá en minutos, mientras suena el preludio orquestal del tercer acto donde morirá Violeta, el coro rodea el cuerpo dormido de ella y el doctor Grenvil comienza a desplazarse a paso lentísimo desde el extremo derecho del escenario hacia el izquierdo, obligando al coro a retroceder e ir saliendo de escena por la puerta de la izquierda hasta que en el escenario casi vacío quedan solo Violeta, Annina, el doctor Grenvil y el reloj en medio de ellos preanunciando el poco tiempo de vida que resta a la protagonista. La fuerza dramática y la excelencia musical y vocal de la versión son sobresalientes.
Hay que pensar muy bien entonces, cuando no estamos ni en Salzburgo ni en Londres ni en Nueva York ni en Milán sino en Montevideo, en qué es mejor gastar los recursos siempre escasos cuando se monta una ópera y dónde es más adecuado recortar el presupuesto y recurrir al ingenio y a la imaginación. Cuando detrás de los responsables que se seleccionan hay experiencia y no improvisación, la sobriedad y la sencillez son generalmente buenos aliados para el producto final.