N° 1948 - 14 al 20 de Diciembre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáDesde hace un tiempo, un par de años o quizá un poco más, resulta cada vez más natural cruzarse en Montevideo con acentos que uno no conocía. En el almacén de la esquina de mi casa, sin ir más lejos, es posible conversar con gente de República Dominicana o de Venezuela, mientras se compra agua y leche. Andando por el Centro o por sus barrios aledaños, no es raro cruzarse a distintas horas del día y la noche con gente hablando inglés, francés o alemán. También con gente hablando idiomas que resulta más difícil o directamente imposible identificar.
Desde que en 2001 me instalé en Barcelona para estudiar, fui acostumbrándome a cómo era la vida en clave multinacional y multicultural. A que tu vecino sea colombiano o argentino. A que tus compañeros de clase sean de Alemania, Holanda o Nicaragua. Y a que sean españoles, claro. A que el encargado del almacén de la esquina, ese en donde venden siete marcas de yerba distintas, sea de Pakistán. Y que también lo sean sus empleados. No es raro que en tu vecindario haya restaurantes turcos, árabes, griegos. Y uruguayos, of cors.
Lo real es que, de manera muy veloz, esa diversidad de acentos y de sabores pasa a ser parte del paisaje personal. Y uno va aprendiendo que, pese a las inevitables tensiones que a veces se producen como resultado de las diferencias culturales, ese paisaje es más rico, más variado. Por eso me gustaría resumir en algunos momentos arbitrarios y en una breve puntualización, esas nuevas postales sonoras y de colores que empiezan a ser, por suerte, parte del paisaje montevideano.
Momento uno
Barrio del Cordón, mediodía. La tienda de deportes es un pequeño local en donde se exhiben artículos relacionados sobre todo con la cultura del gimnasio. Entramos buscando unas rodilleras elásticas para un niño bailarín. Nos atiende una joven muy amable, con acento que suena suavemente caribeño. Nos muestra el producto que estamos buscando, mi compañera le pregunta de dónde es y ella contesta que de Venezuela. Que hace poco llegó a Uruguay y que está contenta de haber conseguido empleo. Que es licenciada pero que no tiene el título homologado y que, comparando con su situación previa en su país natal, ser vendedora de una tienda de deportes está muy lejos de ser una mala opción. Charlamos un ratito más, hasta que entra otro cliente y reclama su atención. Nos despedimos, nos llevamos nuestras rodilleras y le deseamos suerte.
Momento dos
Miércoles, medianoche. Subo por la calle en dirección a la cresta de la cuchilla, hacia 18. La cuadra está relativamente oscura y hay poca gente en la vuelta. Dos hombres bajan bamboleándose y conversando en voz más bien baja. Uno de ellos se detiene junto a un árbol y el otro se recuesta en la pared del edificio. Precavido, como también se aprende a ser, aflojo el tranco para medir qué hacen. A medida que me acerco escucho que hablan en inglés. Y que ambos tienen un pedo de proporciones importantes. El del árbol se sobresalta cuando me ve cruzar y se mea el pantalón, lanzando un apagado “Shit”. El de la pared murmura algo parecido a un “Sorry” y ambos emprenden el camino hacia abajo. A los pocos metros ya me han olvidado y siguen con su letanía divagante.
Momento tres
Nos sentamos y nos trae la carta una moza jovencita. “Es mexicana” le digo a mi acompañante. “No sé, no me pareció, hay que preguntarle”, me contesta. Ella, que adora los acentos que descubre y quiere conocer la historia que hay detrás de ellos, le pregunta. La chica confirma que es mexicana, que vino porque se hartó de la tensión que respiraba en su ciudad natal y que se convenció de que Uruguay era una buena opción después de ver a Pepe Mujica en la tele, hablando desde algún foro internacional. Es artista visual, hace fotografía y aunque trabaja de moza, ya está haciendo alguna cosa en su rubro. Nos confiesa que Uruguay le ha resultado más difícil de lo que pensaba, que lo peor de todo ha sido el clima. Y los salarios, que le resultan bajos para el precio delirante que tiene todo. Me la encuentro unas semanas más tarde, en la calle. Nos saludamos y me cuenta que la despidieron y que lleva algún tiempo dejando currículums por todos lados. Me despido de ella mientras pienso, amargo y enojado: “Pobre, al final llegó al Uruguay que el Pepe no le contó”.
Momento cuatro
Madrugada de domingo, alta noche. Estoy metiendo la llave en la cerradura de la pesada puerta de calle cuando un par de muchachas, de no mucho más de veinte años, tez morena y negro pelo largo, doblan la esquina charlando en voz bastante alta. Aunque aún están lejos, se escucha que no vienen hablando en español. Incluso sin mirarnos, mi acompañante y yo sabemos que queremos adivinar de qué lengua se trata. Aclaro que, además del español, solo hablo inglés y algo de catalán. Trasteando con las llaves, haciendo todo más lento que de costumbre, logramos demorarnos hasta que pasan a nuestras espaldas. Las dos nos cruzan rápidas, resueltas, concentradas y sin vernos, estando como estamos fuera de su intenso círculo verbal. De todas formas nuestra espera fue inútil. Entramos al edificio preguntándonos si lo que hablaban era árabe o turco o algo aun más exótico para nuestros limitados oídos.
Puntualización
Estaba pensando cómo conectar esta columna con algún evento de estricta actualidad cuando la final del programa televisivo MasterChef vino al rescate. La victoria de la venezolana María Gracia Costa despertó el bichito xenófobo que unos cuantos compatriotas llevan adentro, la mayor parte de ellos sin siquiera saberlo. Que si es injusto, que si vienen a robarnos el empleo, que si los malditos extranjeros deberían quedarse en su país, etc. Todo esto dicho por señores de apellidos tan originarios como Martínez, Acosta o Ricetto. Señores que hace dos o tres generaciones habrían nacido en Nápoles o en Lugo. En mi caso, una sola generación.
El asunto, por suerte, no depende de las filias o fobias de nadie. Uruguay es una democracia consolidada y tiene leyes. Cualquiera que cumpla con las condiciones que estas marcan, tiene derecho a vivir aquí. Otra cosa distinta es cómo se gestiona la acogida y la convivencia, pero, hasta donde entiendo, para eso también vienen bien las leyes. Las existentes y las que faltan.
Así que bienvenida la gente que ha creído que este es un buen lugar para intentar vivir. Yo no estoy cien por ciento seguro de eso (problema que tengo desde chico), pero quien así lo cree, se la juega y da el salto, merece toda la confianza y toda la generosidad. La xenofobia y la mezquindad son la peor forma de negar nuestra propia esencia de país de recién llegados. Es, además, desperdiciar el capital humano disponible, un lujo que los países serios no deberían permitirse. Y menos con acentos tan cálidos.