Las bellas ciudades como Amsterdam deben mantener un orden y hacer respetar la ley. Es necesario tener a raya a los ladronzuelos de mercado y a los mendigos, que al menor descuido te pueden usurpar el plato en un banquete al aire libre; a los borrachos molestos que se meten con las damas en los desfiles o en los espectáculos de fuegos artificiales y gritan en la madrugada, y a los forajidos que vienen de tierras aledañas con aviesas intenciones. Para eso existen las milicias ciudadanas, los kloveniers, que no son soldados profesionales pero van armados. Cada compañía miliciana tiene sus arqueros, sus ballesteros y sus arcabuceros, pero antes que nada tiene a su capitán y a su lugarteniente.
El señor Frans Banning Cocq, el capitán de la compañía, proviene de una familia que amasó una fortuna de muchos florines y está casado con la señora Overlander, un apellido ilustre, poseedor de varias tierras. Mírenlo vestido de impecable negro, con su fajín rojo y un bastón, encabezando el grupo de ciudadanos armados. Su lugarteniente, el señor Willem van Ruytenburgh, es de una familia de tenderos, también de cuantiosa fortuna y con una majestuosa casa frente a los canales. Luce un chaleco, pantalón y botas color oro, con elegante sombrero a tono coronado por plumas blancas, tal vez de un ave exótica que ha matado en una partida de caza. Estos dos buenos burgueses de la crema de Amsterdam son las figuras centrales, y están rodeados por una serie de personajes con sus armas, banderas y tambores, y por allí se cuela algún niño y un perro.
Típico de una época, tal vez de todas las épocas, estos caballeros quisieron pasar a la posteridad y encargaron un cuadro al mejor de los pintores, una obra que fuera digna de sus ilustres apellidos y de tal magna tarea: la de cuidar la ciudad. El artista elegido fue Rembrandt van Rijn. Y Rembrandt les pasó la tarifa: cien florines por cada oficial retratado. Como eran 16, en total fueron 1.600 florines. Después, el pintor colocó algunos “extras”.
La escena, que posee un extraño movimiento y se parece a un grupo de teatro callejero, pertenece a La ronda de noche, el cuadro más famoso de Rembrandt, una monumental obra de 365 x 437 cm, a la que se le ha destinado una sala en el Rijksmuseum de Amsterdam, custodiada siempre por dos guardias a cada lado. Había sido encargada en 1640 y en 1642 ya estaba pronta, fresquita, para exhibir.
Banning Cocq quedó encantado cuando Rembrandt anunció que había finalizado su trabajo. Estaba allí, en primer plano, como se veía a sí mismo: gallardo, insobornable, distinguido, valiente. Daba vueltas alrededor de la pintura y la elogiaba, desde un ángulo, desde el otro, tanto que encargó algunas copias (de menor tamaño, claro, y realizadas por discípulos de Rembrandt). La ronda de noche fue destinada al Kloveniersdoelen, el edificio sede de la milicia. Mucho tiempo después, en 1715, se trasladó al Ayuntamiento de la ciudad, donde tuvo que ser “recortada” —volaron algunos personajes de los bordes— para que pasara por la puerta o para que cupiera en la pared que le habían asignado.
Ahora vayamos a los “extras”, que en definitiva consisten en la libertad con que el artista retrató a estos personajes y que originó un verdadero documental-policial en Yo acuso a Rembrandt (2008), del cineasta galés Peter Greenaway. Más allá del intento de Greenaway por instalar una paranoia de intrigas que tal vez sea pura ficción, la necesaria para mantener la atención durante los 86 minutos que dura la película, es tal el movimiento que destila la pintura que lleva a la especulación.
El artista, de una forma o de otra, hace lo que quiere. O así debería ser. Rembrandt era un capo para iluminar y componer. Pintara lo que pintase, todo le quedaba bien: una escena religiosa, una señora de 78 años (cuando la vejez era vejez y no algo a subsanar con cirugías o fotoshop), un paisaje rural, un buey desollado. Sin embargo, el tono de La ronda de noche rezuma una palpable ironía. Detrás de Van Ruytenburgh, por ejemplo, hay un viejo que apenas puede con su arcabuz. Otros señores parecen mirar hacia cualquier lado, que es un modo de no saber qué hacer. La sombra de la mano izquierda del capitán Banning Cocq “enchastra” casi a la altura de los genitales el inmaculado amarillo de su lugarteniente; en lenguaje liso y llano: le está tocando las pelotas. El perro aparece erizado y visiblemente molesto con uno de los soldados. Y atención al detalle (obviamente no se puede apreciar en la foto de esta página pero sí en cualquier libro de pintura o en Internet) que emerge entre las dos figuras más elevadas en el centro y levemente hacia la izquierda del cuadro: es un ojo bien abierto (¿el de Rembrandt?) que escruta este circo de los ciudadanos que protegen a otros ciudadanos. En definitiva, hay una bufonada en todo este asunto, una puesta en escena, un tinglado maravillosamente pintado y que no daña a nadie, por supuesto. Hay que tener en cuenta que la compañía desfilaba por la ciudad en las kerme-sses. Cada tanto se detenía ante las miradas de los transeúntes y sus arcabuceros tiraban unos tiros al aire. Muy lindos y coloridos estos milicianos con sus armas, tambores y banderas, muy loable lo que hacían, pero en el fondo eran unos payasos.
Rubens, otro de los grandes de la historia de la pintura y admirado por Rembrandt, también conocía a los kloveniers. El jardín de su casa daba al patio del Kloveniersdoelen en la católica Amberes, donde los milicianos urbanos se reunían y hacían su numerito de anécdotas, risotadas y valentía.
Estamos en el Siglo de Oro de estas ciudades, hoy conocidas como parte de los Países Bajos. Amsterdam, la calvinista, dominaba los mares a través de su Compañía de las Indias Orientales y Occidentales. Tenía una flota de unos 15.000 navíos, cinco veces más que los ingleses. El siglo XVII era suyo, con las maravillosas telas, las exóticas especias, los esclavos. Se había quitado de encima el peso de la corona española. Los filósofos Descartes y Spinoza no dejaban de maravillarse con la pujante economía, la gloriosa pintura y el permanente movimiento de la ciudad de los canales, mejor diseñados que los oscuros laberintos venecianos. No olvidemos que en 1625, en una América recién descubierta, los holandeses fundaron Nueva Amsterdam en una isla hoy conocida como... Manhattan.
Y Rembrandt (1606-1669), uno de los más grandes pintores de todos los tiempos, era Dios en Amsterdam. Había sido criado en una familia de molineros y panaderos de Leiden. Tenía varios ayudantes, una magnífica casa que hoy es museo (cerca de la actual zona roja, donde pululan el sexo y los porros), un gran taller y habitaciones en las que exhibía sus pertenencias, óleos de otros artistas, bustos romanos, antigüedades y piezas arqueológicas.
Sus discípulos, además de prepararle las planchas para los grabados y los aceites y pigmentos correspondientes a los colores tal cual los pedía el maestro, eran grandes pintores. Todavía hoy se debaten los especialistas para discernir un Rembrandt original de otro realizado por alguno de sus discípulos. El hombre del casco de oro, un soberbio óleo durante mucho tiempo atribuido a Rembrandt, actualmente ya no se considera de su autoría. Poco importa, salvo para el poseedor del mismo, que llora por su valor decaído.
Rembrandt también es conocido por sus dibujos, grabados, retratos y autorretratos. Se puede trazar un panorama de su vida a través de los autorretratos, con esos rostros que asumen roles (el mendigo, el filósofo, el pintor a secas) y emergen de la oscuridad gracias a una luz dorada, plena de detalles en una prenda de vestir, en un sombrero, en las arrugas del rostro. Es el tiempo que habla a través de su propia fisonomía —directamente vinculada al talento de este tremendo artista— y de lo que ocurre con su mundo interior. Rembrandt vio morir a su esposa Saskia y a sus cuatro hijos, los tres primeros a edades muy tempranas. Solo Titus alcanzó la edad adulta, trabajó con Rembrandt, le dio un nieto y lo ayudó hasta morir de peste negra un año antes que su padre.
La poderosa Amsterdam, con su capitalismo incipiente, también se cobró sus víctimas, y una de ellas fue el propio Rembrandt, quien cayó en bancarrota en 1656, víctima de los acreedores. Se fue despojando de sus bienes, de su casa, de sus pinturas y objetos. Ahora comía pescado, queso y pan duro, y bebía cerveza agria, Rembrandt, que otrora había disfrutado de la buena mesa. En los últimos tiempos vivía en un espacio reducido y pintaba para pagar deudas y más deudas. Incluso tuvo que vender la tumba de su esposa a un sepulturero especulador, que luego vendió la parcela de tierra santa a quien pudo pagarla para enterrar a un familiar.
Autorretrato caracterizado de Demócrito (1669, Museo de Wallraf-Richartz, Colonia), una de sus últimas obras, muestra su maravilloso arte de la luz y de las sombras al mismo tiempo que el horror liso y llano: Rembrandt es un viejo apergaminado en el infierno, que ríe solo por la fuerza del diablo y ya no desea vivir.
Y esta imagen como cierre de la película. Rembrandt debe dejar su casa con casi todos los bienes embargados, pero tiene un gran espejo enmarcado en ébano que ama particularmente. Su hijo Titus consigue unos florines y logra pagar por el espejo. Lleva un carro y trabajosamente lo traslada hasta un barquero que lo espera. Nadie lo ayuda. Carga sobre sus espaldas con el objeto, atraviesa un puente, pide ayuda al barquero que se la da de mala gana, el espejo cae y se rompe en mil pedazos, cada uno reflejando lugares, momentos de la hermosa Amsterdam, con sus casas en falsa escuadra y canales, la Amsterdam del Siglo de Oro, ahora sumida en una mala suerte de la que no se podrá recuperar nunca más.