N° 1918 - 18 al 24 de Mayo de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáHace mucho que El Contador dejó de ser el circunspecto y atildado profesor universitario que todos admirábamos y que algunos veían, incluso, como el sosías local de Fernando Henrique Cardoso. Las similitudes entre ellos, por cierto, no son pocas: los dos son académicos destacados con producciones intelectuales de las que están de vuelta; los dos surcaron en sus años de juventud las mansas aguas del desarrollismo cepalino; los dos fueron ministros de Economía con gestiones más o menos “exitosas” (aquí las comillas son especialmente útiles), y, como es sabido, los dos provienen del extremo izquierdo del arco político, pero se fueron corriendo con el tiempo a ese espacio difuso que algunos supersticiosos llaman centro-izquierda y que los más descarnados (inclusive algunos de su propia cofradía) no tienen el menor empacho en tildar de centro-derecha o lisa y llanamente de derecha.
Aunque parecidos, Fernando Henrique y El Contador no son iguales. Sus trayectorias se bifurcan en un punto crucial: en la cúspide. Mientras Cardoso, a caballo de su Plan Real y de un innegable talento para mover las piezas de ese complejísimo tablero de ajedrez que es la política brasileña y sus suburbios, alcanzó la Presidencia no una sino dos veces y se bajó del poder con su prestigio intelectual intacto, El Contador, en cambio, se quedó con las ganas y el trajecito oscuro arrugado y todo salpicado por las desprolijidades de algunos de sus compañeros de ruta. Tuvo que conformarse, a modo de premio consuelo, con el segundo puesto de la fórmula presidencial que finalmente encabezó el insólito rival que vino a arrebatarle el sillón que creía inventariado a su nombre, por méritos personales, constancia y “pedigree” progresista.
Hoy, al filo de los ochenta, en vez de seguir el camino de la jubilación o el de un retiro dorado en alguna universidad de ese primer mundo que secretamente lo seduce, se esfuerza en pedalear cuesta arriba —a la par de esos recién llegados obligados por las circunstancias a hacer méritos frente al mandamás de turno— a cambio de un Ministerio que su anterior adversario interno (y ahora socio en la empresa de demoliciones en la que convirtieron a su fuerza política) le concedió no como reconocimiento a su capacidad intelectual o a los “servicios prestados”, sino como señal de buena voluntad a los mercados.
Obligado a pagar los costos de la herencia maldita, “su” herencia maldita (aumento de la inflación, crecimiento del desempleo, tarifazo, incremento de la deuda pública, etc.), que, para colmo, no puede ocultar, ni menos negar, sin “espacios fiscales” para seguir pateando la pelota del gasto público hacia adelante, ni eufemismos ingeniosos que disimulen el cambio de dirección de los vientos, se lo nota cansado y en retirada. Apagando incendios con la rama de un bonsái.
En ese marco, no debería extrañarnos que de un tiempo a esta parte venga mordiendo la banquina. Que busque recobrar el protagonismo perdido agregándoles pinceladas expresionistas a los collages de cifras, datos y pronósticos que suele regalarnos en almuerzos empresariales, conferencias magistrales y entrevistas en las que no sobra un punto ni falta una coma. Que se golpee el pecho con aire de “¿no se dan cuenta de que soy indispensable?”. Que quiera ganar la atención con frases pretendidamente ocurrentes y antinomias tan burdas como indignas de un hombre con sus credenciales, como la que ensayó aquella vez que habló de “macroeconomías de izquierda y macroeconomías de derechas”.
Sin respeto por aquel que fue, aquel al que tantos profesionales de los números admiraron y tomaron como modelo en sus años mozos, profesionales a los que enseñó a bucear en las profundidades conceptuales de autores y corrientes que ahora prefiere esconder bajo la alfombra, se presta silencioso, acaso gustoso, a la especulación efectista que cierta senadora con propensión a la guerra florida hace de su nombre con vistas a 2019. Como si realmente creyera que su “fuerza política”, aquella de la que puede jactarse a diferencia de muchos otros de sus “compañeros” de haber sido uno de sus fundadores y al mismo tiempo uno de los máximos responsables de su vergonzante conversión ideológica, lo necesitara para mantenerse en el poder o sostener su cada vez más deteriorado romance con la clase media. Como si no viera, o no quisiera ver, que en 18 de Julio y Ejido hay una suerte de Macri “progre” en construcción, apuntalado por una variopinta coalición de cosmetólogos, especialistas en marketing y policías de género, o que detrás de una ventanita del Banco Central, un Macrón oriental, envalentonado por el fulgurante éxito de su referente europeo, observa con los ojos entreabiertos el declive de su mentor, mientras aguarda el momento justo para lanzarse a la arena política —con o sin su bendición— como su perfecto y aggiornado reemplazo.
Sí, El Contador ya no inspira la admiración ni la confianza que supo despertar en el pasado entre propios y extraños. Ya no es número puesto, ni siquiera para sus personeros más cercanos.
Pasó de ser el Fernando Henrique con el que muchos soñaban en convertirse en un personaje secundario abocado a minucias; una metáfora cruel de la “fuerza política” en la que nació, que pasó de leer “Marcha” y referenciarse en lo más granado de la intelectualidad latinoamericana a regodearse con las tapas surrealistas de la prensa adicta y los consejos del Viejo Vizcacha, cada vez más engolosinado él también con la idea de competir —otra vez— por el premio mayor dentro de dos años.