Nº 2184 - 28 de Julio al 3 de Agosto de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáDicen que los recién nacidos son sensibles a la música. Si se les hace oír una melodía que les agrada —y esto es aún un misterio para la ciencia—, se calma su inquietud, hacen muecas parecidas a una sonrisa y se expresan con algún sonido similar a la satisfacción. No lo sé con certeza, aunque he tenido el placer de comprobarlo.
Supongo que, al ver la luz por primera vez, a Roberto Rufino lo habrán envuelto lejanos acordes de un tango. No hay otra forma de explicar la precocidad de este cantante y compositor —nacido en Buenos Aires en 1922 y fallecido allí mismo en 1999— que trazó una huella profunda en la música popular, precisamente en los mejores años de su historia. Desde pequeño, y al ir creciendo, reía y saltaba al escuchar tangos y pronto trató de cantarlos.
Fue tal el impacto en sus padres que lo sacaron de la escuela en tercer año y lo enviaron a estudiar canto y solfeo. Debutó, ¡con pantalones cortos y acompañantes improvisados!, en el café O’Rondeman, donde Gardel había hecho sus primeros gorjeos, aunque a las pocas semanas pasó a El Nacional, en la orquesta de Francisco Rosse, un amigo de la familia; sin embargo, pronto lo contrató Antonio Bonavena para actuar en el Petit Salón. Me tienta, quizás equivocándome, creer que fue un caso único.
A los 17 años, aún de “cortos” —hábito de familias humildes de entonces y por su apariencia infantil e inquietud permanente, que le valió el apodo de el Pibe Terremoto—, lo convocó nada menos que Carlos Di Sarli para unas presentaciones en Radio El Mundo y el cabaré Moulin Rouge; claro, la condición del director sonó fuerte: “¡Que no jodan tus padres! Tenés que cantar con largos y de moñita…”.
Fue el despegue, el éxito total. Con Di Sarli estuvo en varias etapas y entre sus 21 y 22 años Rufino grabó con él 46 discos, algo sin precedentes en un artista tan joven en una orquesta consagrada. De ellos se recuerdan, especialmente, Corazón, Milonga del sentimiento y Boedo y San Juan.
Pero, aunque los años pasaban, Rufino seguía siendo el Pibe Terremoto: entre idas y venidas con Di Sarli, cantó con Alfredo Fanuele (1941), Emilio Orlando (1942) y en un dúo con Alberto Marino para Ronda de ases, de Radio El Mundo. Luego decidió ser solista y su primera orquesta, presentándose como el actor del tango, fue dirigida por Atilio Bruni, luego por Antonio Ríos, Alberto Cámara y, para sus presentaciones en Uruguay, por Porfirio Díaz; siguiendo en ese estado de metafórico vendaval, en 1947 cubrió por dos años, en la orquesta de Francini-Pontier, la ausencia de su amigo Alberto Podestá y más tarde fue figura, brevemente, con Roberto Caló, Mario Demarco y Leo Lipesker y actuó en Caño 14, como artista invitado, acompañado por un cuarteto donde tocaban Walter Ríos, Osvaldo Pugliese, José Basso y Héctor Stamponi.
A Pichuco, que lo esperaba con los brazos abiertos —considerándolo una de las mejores voces del momento—, recién llegó en 1962 y con él grabó, hasta 1965, 11 temas, muchos considerados de antología. Basta un solo ejemplo: La novia ausente.
Esta suerte de carrera de Fórmula 1, si se me permite la licencia, no se agotó con Troilo. Rufino siguió con Raúl Garello, Baffa-Berlingieri, Osvaldo Requena, Alberto Di Paulo y Omar Valente. Su canto de cisne, antes del declive final, fue un memorable recital solista en el Teatro Martín Fierro, en el Paseo del Bosque de La Plata, en 1993.
Como compositor se recuerdan, sobre todo, Eras como la flor, Cómo nos cambia la vida, El bazar de los juguetes, Manos adoradas y Los largos del pibe.
Pero espere, lector; en la vida de el Pibe Terremoto hay otra anécdota imperdible, poco conocida. Entre 1957 y 1965, en paralelo a su rol de tanguero, se presentó como el cantante melódico Bobby Terré, vestido lujosamente y oculto bajo una máscara. Aunque grabó varios temas, fue descubierto y su peripecia concluyó en un rotundo fracaso. El único que tuvo.
Fue un estupendo cantante, de estilo inimitable. Además, buen marido y padre —casado desde 1949 con Perla Lorenzo, tuvo tres hijos— y un amigo incondicional querido por todos.
Ángel Cárdenas lo definió así: “Nadie ha podido explicar su modo de cantar, ni el misterio de su expresión, ni su voz tan cálida y melodiosa (…). Fue un fraseador inigualable, que parecía que separaba las palabras del texto pero, al término de cada frase, siempre caían en el lugar justo”.