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En 2018 la BBC realizó una encuesta sobre las 100 mejores películas en lengua no inglesa de todos los tiempos. Participaron 209 críticos cinematográficos hablantes de 41 idiomas y originarios de 43 países. Los siete samuráis (Akira Kurosawa, 1954) conquistó el primer lugar. Detrás quedaron Ladrones de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948), Cuentos de Tokio (Yasujiro Ozu, 1953) y Rashomon (1950), también de Kurosawa. Dentro de la lista de las 100 elegidas, el nombre del realizador japonés se repitió en otras dos oportunidades con Vivir (puesto 72) y Ran (79). Otro punto a destacar: de las 100 películas, 25 procedían de Asia. Y dentro de este subgrupo, 11 eran de Japón. El dato estadístico se vuelve un poco más interesante si se tiene en consideración que en esta encuesta participaron seis críticos japoneses y que ninguno de ellos votó por ninguna de Kurosawa. Lo que es extraño y a la vez esperable. Porque incluso durante su etapa más exitosa y de mayor reconocimiento a escala internacional, el cine de AK no recibió el mismo tratamiento ni alcanzó los mismos niveles de legitimación en su país. Los motivos por los que AK es respetado, admirado y emulado en Occidente son prácticamente los mismos por los que es dejado de lado en Japón. El principal de ellos se ha vuelto una suerte de latiguillo o lugar común para referirse al cineasta, etiquetándolo como “el más occidental de los japoneses”.
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El cine nipón ingresó por la puerta grande del Festival de Cine de Venecia de 1951 con Rashomon, película con la que el director presentó de una manera presumiblemente accesible al paladar de Occidente algunos elementos constitutivos de una cultura exótica y misteriosa, fascinante y seductora como la de Japón. A pesar de que por entonces Japón triplicaba, en términos de producción, la cantidad de películas que se filmaban en Hollywood y en Europa, su cinematografía era prácticamente desconocida en Occidente. Rashomon, una ingeniosa adaptación de dos relatos de Ryunosuke Akutagawa, conquistó el premio mayor de Venecia y estuvo nominada a un Bafta, el llamado Oscar británico, entre otras distinciones. Desde entonces, año a año, los festivales cinematográficos más importantes comenzaron a incluir algún título asiático —especialmente japonés— en su catálogo.
Con una original estructura narrativa construida a partir de relatos cruzados acerca de un mismo hecho (un asesinato), Rashomon trabaja sobre la idea de que no hay una sola verdad. Su influencia es notable (es una película que vive dentro de Perros de la calle y Los sospechosos de siempre, por ejemplo) y ha traspasado las fronteras de la pantalla, al punto que en ciencias sociales se acuñó la expresión “efecto Rashomon” para referirse a la variabilidad de la percepción y la subjetividad en la reconstrucción de un mismo hecho o una misma situación. Rashomon es una de esas pequeñas grandes películas que abren puertas. Gracias a su proyección internacional, ingresaron a escena obras de otros autores japoneses, Yasujiro Ozu o Kenji Mizoguchi, que formaban parte de un extenso y cautivador cosmos cinematográfico.
De la misma manera que el cine asiático es inmensamente heterogéneo, el universo cinematográfico de AK también es bastante más amplio y complejo como para mantenerse estático, encapsulado en el limitado marco que establece la etiqueta del “más occidental de los cineastas japoneses”. Y es por eso que tiene sentido y que realmente merece la pena tomarse el tiempo para acercarse a una producción como Los siete samuráis, una película japonesa ambientada en Japón en el siglo XVI, interpretada enteramente por japoneses y hablada completamente en japonés, filmada en blanco y negro, en escenarios naturales, y con una duración total de tres horas y media.
Básicamente, esta es la historia. Ambientada en un pueblito perdido (un Japón, además, devastado por la guerra), sigue los pasos de un grupo de ronin, es decir, samuráis desempleados, que son reunidos por un veterano y valeroso arquero, Kambei (Takashi Shimura, quien trabajó con Kurosawa en 20 películas) para proteger una pequeña aldea acosada por bandidos. La misión no les proporcionará a estos hombres ni dinero ni fama, simplemente obtendrán un techo y tres comidas diarias. Aunque, como se verá, hay otras cosas en juego.
Hasta entonces AK había dirigido 14 largometrajes. Ninguno de ellos con samuráis como protagonistas. Su familia descendía de samuráis, así que algo del asunto sabía. De todos modos, su meticulosidad y su perfeccionismo lo llevaron a invertir tiempo y dinero en una profunda investigación. La intención primera fue hacer una película sobre un día en la vida de un guerrero. La historia arrancaría en la madrugada y acabaría a la noche, con el protagonista practicándose seppuku, el ritual de suicidio por desentrañamiento. Junto con sus coguionistas Hideo Oguni y Shinobu Hashimoto pasaron tres meses documentándose para escribir el guion. Hasta que alguien determinó que hacer una película así, con esa consigna, era imposible. No podían concentrar todo en un día y en un personaje. Así fue que decidieron contar la historia de siete samuráis en lugar de uno. El primer borrador del guion llegó a las 500 páginas (la convención establece que cada página de un guion es un minuto en pantalla). Así que Oguni, Shinobu y Kurosawa se aislaron durante 45 días para pulir la historia. Durante ese tiempo se desconectaron del mundo. Tomaron un hecho de los tantos que habían leído durante el proceso de documentación y adaptaron otras historias y otras personalidades de samuráis que realmente existieron. Eran seis. Se agregó un séptimo guerrero, Kikuchiyo, que fue pura invención. El papel fue para Toshiro Mifune. El actor, cuya carrera está íntimamente ligada a la de AK, se inspiró viendo documentales de leones salvajes para componer los peculiares movimientos de este peculiar personaje que busca unirse al grupo que arma el veterano Kambei.
Esto conecta con uno de los aspectos clave para advertir el poder y el alcance de este filme. Los siete samuráis contiene la que se considera la madre de todas las secuencias de “ensamblaje de equipo” (o lo que también puede denominarse “vamos a juntar a la banda”), recurso narrativo prácticamente ineludible en las historias de acción y aventuras, en especial en las películas en las que se exhiben las diferentes fases de planificación y ejecución de empresas delictivas como robos o estafas. Es la secuencia en la que se lleva a cabo el reclutamiento y la posterior reunión de los miembros de una agrupación unidos por un fin en común. Bien ejecutada, la secuencia inyecta emoción extra y permite presentar a los personajes y sus situaciones de una manera ágil y económicamente efectiva. Se pueden ver ejemplos en El golpe, Fuego contra fuego, Ocean’s Eleven y Baby Driver, Armageddon, Cowboys del espacio, Avatar,El origen o Bastardos sin gloria.
El rodaje se extendió durante 148 días desplegados a lo largo de más de un año. Y costó una fortuna. AK mandó hacer un pueblo de la nada y con sus guionistas elaboró un árbol genealógico de cada habitante para que los extras y los secundarios supieran cómo relacionarse entre ellos. Decidió rodar con múltiples cámaras para tener distintos ángulos de una misma acción, lo que le permitía evitar repeticiones y le proporcionaba mejor material para lograr fluidez en el montaje. Igual hubo retrasos. La escena de la batalla final iba a grabarse en verano, terminó filmándose en febrero, en pleno invierno (y se nota en el vaho que expelen los actores cuando hablan bajo la lluvia).
Fue trasladada al oeste en Los siete magníficos, clásico de John Sturges, que a su vez fue rehecha por Antoine Fuqua. Fue al espacio exterior en Battle Beyond the Stars (llegó a conocerse como Los siete magníficos del espacio) firmada por Jimmy Murakami, aunque buena parte de la responsabilidad fue de Roger Corman. También se han hecho series, videojuegos y animés. Y Bollywood ha generado sus propias versiones con sus correspondientes escenas de baile. En El último samurái, elogiada novela de Helen Dewitt, se cuenta la historia de una madre soltera que recurre a la película de AK para inculcarle valores a su hijo. Es fascinante cómo a través de los siete mercenarios la película presenta las siete virtudes que conforman el bushido, el “camino del guerrero” seguido por los antiguos samuráis: la justicia, el respeto, el coraje, el honor, la compasión, la honestidad y la lealtad son los rayos de una misma rueda.
No es casual entonces que este cuento clásico con la fortaleza de mito esté entre los favoritos de Steven Spielberg y George Lucas, creadores de mitos contemporáneos. Las aventuras marca Kurosawa (títulos como Ran, Yojimbo o Sanjuro) están presentes en la constitución de algunos personajes y en la estética de Star Wars, de Lucas, que en esencia es un western de samuráis en el espacio. El casco de Darth Vader tiene un obvio parentesco con la armadura samurái. A su vez, los jedis visten y tienen códigos de ética similares a los que conforman el bushido. De hecho, la palabra jedi proviene del término jidaigeki, literalmente “drama de época”, género dentro del que cabe el denominado chambara, el cine de acción con samuráis.
A veces se habla de AK como el “Shakespeare del cine”. Y no exclusivamente por haber adaptado libremente obras del bardo, sino por la manera de abordar la cuestión humana. Porque debajo de las notablemente intensas e incluso violentamente poéticas y realistas escenas de batalla, de la meticulosa reconstrucción de época y la impecable puesta en escena, del afilado montaje y de la entrega de los intérpretes, sean protagonistas o secundarios, pervive el relato de un grupo de personas muy diferentes entre sí que trabaja de manera sistematizada y organizada, como células de un mismo organismo vivo, en crecimiento, siguiendo un bien mayor, la senda del guerrero.