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Sentada en su escritorio, la señorita Sasaki gira la cabeza para hablar con su compañera de oficina, en la Fábrica Oriental de Estaño. El doctor Fujii lee el diario en el alero de su clínica privada. La señora Nakamura mira por la ventana de su cocina cómo un vecino tira abajo su casa de madera para construir otra. El padre Kleinsorge, un religioso alemán de la Compañía de Jesús, se acaba de recostar en un catre, en calzoncillos, antes de continuar con su rutina misionera. El doctor Sasaki, joven cirujano del Hospital de la Cruz Roja, va por un pasillo con una muestra de sangre para su análisis. En el medio de la calle, el reverendo Tanimoto, de la Iglesia Metodista, lleva una carretilla llena de objetos personales que ha evacuado por temor al inminente bombardeo que se vislumbra sobre la ciudad, una de las pocas aún intactas en un Japón destruido por el fuego aliado. Tanimoto tenía razón. La bomba estaba en camino. A las 8.15 de la mañana del lunes 6 de agosto de 1945, estos seis personajes vieron el mismo resplandor blanco y fueron sacudidos por un viento ardiente nunca antes experimentado por ser humano alguno.
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Se salvaron porque estaban fuera de los 700 metros de radio en que todo se pulverizó. La bomba atómica explotó sobre el centro de Hiroshima, a 600 metros de altura, y mató en el acto a 100.000 personas, la enorme mayoría civiles. En ese instante comenzó la era atómica y la Guerra Fría, y ese año murieron 60.000 personas más en la ciudad, envenenadas por la radiactividad. En total, fueron un cuarto de millón las muertes atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Durante un buen tiempo se ocultaron datos claves y fueron divulgadas toneladas de información sesgada o falsa. Recién en agosto de 1946, un año después, emergió el rostro humano de la masacre, cuando la revista The New Yorker publicó una crónica de 150 páginas —la edición completa— con el testimonio de estos seis sobrevivientes, escrita por el periodista estadounidense John Hersey (1914-1993), también corresponsal de Time en el frente del Pacífico en la II Guerra Mundial. Hiroshima se publicó como libro poco después, vendió millones de ejemplares y fue traducido a casi todos los idiomas. Ahora Debate lo reeditó con el capítulo agregado que el autor escribió en 1985, llamado Las secuelas del desastre, luego de reencontrarse con los mismos personajes, quienes le contaron sus 40 años como hibakushas, como fueron bautizados los sobrevivientes de las bombas.
Little Boy tiró abajo todo lo construido hasta el kilómetro y medio de distancia de la zona cero; hubo cientos de incendios hasta a 12 kilómetros; explotaron los vidrios hasta los 16 y el estruendo se oyó hasta a 60 kilómetros. El 70% de la ciudad fue destruida, pero el relato de Hersey estremece y conmueve con mucha mayor crudeza que cualquier compilación de cifras. Una mujer sepultada por una montaña de tablas y escombros logra hacerse paso y desenterrar a sus hijos. Un hombre vuela por los aires y termina hundido en el río de la ciudad con una viga que lo aplasta y apenas le permite asomar la cabeza para respirar. El cura se sorprende deambulando desnudo entre matorrales incendiados. El médico pierde los anteojos y las sandalias pero resulta ileso. Es el único doctor sano en su hospital. Durante los primeros momentos, todos creen que una bomba ha caído donde están. Las páginas avanzan y los seis descubren el horror.
La ciudad es un páramo, arrasada. Un claro inmenso e incandescente sustituye a los edificios. Las calles son un desfile macabro de gente quemada de pies a cabeza, con las ropas estampadas a la piel, sin brazos o sin piernas, con vidrios enterrados en todo el cuerpo, con las vísceras colgando, mujeres sin senos, caras en carne viva, cuerpos carbonizados y sombras humanas sobre el pavimento es todo lo que queda de algunas personas. Los hospitales son un caos. Poco a poco se llenan de gente. Los pocos médicos que están vivos no dan abasto para vendar heridas. Hacen lo que pueden sobre un suelo tapizado de sangre. El aire se prende fuego y miles se refugian en el río, bajo el agua. Caminan como zombies, con los brazos hacia adelante, para evitar que rocen con el torso quemado. Un bosque cercano se transforma en dantesco campamento. Muchos caen en el camino y son pisados por otros que al rato ya no respiran.
Hersey enmudece al lector. No escatima en descripciones. Casi no usa adjetivos. No los precisa. Detrás de unos arbustos, un grupo está paralizado “con las cuencas de sus ojos huecas y el fluido de los ojos derretidos, resbalando por las mejillas”. La lectura transcurre y la sensación de estar en el infierno más atroz jamás vivido por la humanidad es, a cada página, más potente.
El narrador está ausente del relato. No existe la primera persona. No hace falta. Esta crónica acompaña a estos desdichados personajes por el suplicio de las primeras horas y durante las semanas y meses en que la radiactividad se manifestó con múltiples secuelas, desde la caída del pelo, las heridas sin cerrar y la fatiga continua. También describe la resignación del pueblo japonés —un rasgo cultural clave para el resurgimiento que protagonizó después—, las dificultades que tuvieron las víctimas durante décadas para ser reconocidas como tales e incluso algunas formas de discriminación que debieron afrontar en su propia tierra.
Hersey venía de ganar el Pulitzer por su primera novela, La campana de la libertad, sobre la ocupación militar estadounidense de una pequeña ciudad de Italia. Hiroshima se transformó en un ícono del periodismo narrativo y se ganó el mote de “el artículo de revista más famoso de la historia”. Setenta años después se sigue empleando en clases universitarias de todo el mundo. Con el capítulo agregado, el autor suscribe la tesis de que las bombas fueron una excusa para exhibir al mundo la nueva arma que posicionó a Estados Unidos como máxima potencia militar en el marco de la polarización política de la Guerra Fría.
Leer este libro es tan amargo y revelador como imprescindible para saber de qué hablamos cuando hablamos de los centenares de bombas atómicas guardadas bajo siete llaves por los socios del club nuclear.