Nº 2086 - 27 de Agosto al 2 de Setiembre de 2020
Nº 2086 - 27 de Agosto al 2 de Setiembre de 2020
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáIba a escribir sobre la nostalgia, tema al que le doy vueltas desde 2008, cuando empecé a estudiar el origen de la palabra. Según nos cuenta Jean Starobinski, el término aparece por primera vez en 1688. Lo utiliza el médico Johannes Hofer para diagnosticar la añoranza por el suelo natal que veía en algunos exiliados suizos. Desde allí hasta hoy se instaló la idea de un pasado mejor al que se recuerda sin cesar. El nostálgico cree que barrios eran los de antes, políticos eran los de antes, fútbol era el de antes, modales eran los de antes. Desde el punto de vista político, los nostálgicos hacen daño. El tiempo queda paralizado en el ayer. Es imposible ser aprendices de la nostalgia porque no hay nada que aprender: lo mejor ya pasó y todo tiempo pasado fue mejor. Iba a escribir sobre eso. Pero estallaron las denuncias de acoso en el carnaval. Entonces leí una, dos, tres, cuatro, cinco.... y ahí caigo en la cuenta del mecanismo inverso: “todo tiempo pasado fue peor”.
Pasamos del nostálgico que añora los viejos tablados barriales, a la denuncia que establece que todo pasado es patriarcal, machista, opresivo, injusto, nauseabundo, asfixiante. O vemos el pasado con añoranza de lo que se fue, o lo vemos con odio por lo que ha sido. Es un dilema que no hay que resolver. Hay que disolverlo. Es falso. Nos hace mal. No va por ahí. Es un camino sin retorno optar entre la nostalgia o el rechazo. Plantearé tres razones interconectadas para escapar del debate planteado en estos términos.
La primera tiene que ver con la noción misma de temporalidad. Si bien parece algo muy teórico, nuestra relación con el tiempo es un problema político de primer orden. ¿Por qué rechazar la actitud nostálgica? Porque paraliza, porque ve el presente con desprecio por lo que se perdió. Desde allí no se puede construir nada. Tampoco se puede vivir en el mero presente. Perder la profundidad temporal y entregarse al hoy, al Carpe Diem, es una actitud adolescente que termina en el relativismo, en la idiotez o en la ceguera de no ver las capas sobre las que nos movemos. Los adultos estamos obligados a insertar el “aquí y ahora” en un legado recibido y en algo que legaremos.
Pero la hondura temporal, además de escapar de la mera actualidad y del peligro nostálgico, tiene que tener una relación no abusiva con el pasado. No condenatoria. El revisionismo histórico es saludable y necesario, pero supone descubrir la ligazón que nos une y no sólo dinamitar todos los puentes con el pasado. “Dejemos de leer Aristóteles porque tenía esclavos; dejemos de mirar cine clásico porque es machista; abandonemos la medicina porque se sostiene sobre el abuso de poder de los médicos”. Ese es el salto que hay que evitar: somos hijos de ese pasado y de esas estructuras, que hay que cambiarlas sí, que tenían o tienen injusticias, también, pero eso no puede implicar una acción negadora y odiosa con el pasado. Hondura temporal y revisionismo sin juzgar desde el rencor. Recuperar la confianza que somos perfectibles, es más importante políticamente que todas las pruebas de la imperfección humana.
En línea con la hondura temporal que ni idealiza ni reniega el pasado, es necesario recuperar la noción de autonomía personal. Esta segunda razón refiere a un tema central de nuestro tiempo: no quedar subsumidos en los colectivos. Ni para vanagloriarse ni para condenarse. Ser blanco, católico, gay, cupletero, mujer, lesbiana, comunista, son generalidades que luego encarnan en una persona, que siempre es algo más que todo eso. Ese plus es la autonomía, la libertad y la creatividad para ser quien eres. La carta de Fabricio Speranza pidiendo disculpas es una muestra de la necesidad acuciante que tenemos de recuperar esta dimensión. La diferencia entre pedir perdón por ser varón a pedir perdón por las acciones concretas de un varón es crucial. A su vez, recuperar la noción de persona evita dividirnos todo el tiempo entre víctimas y victimarios. Yo puedo revisar mis actitudes machistas, pero no tengo que pedir perdón por ser varón. De lo contrario, empezamos una caza de brujas y brujos ad infinitum que socava la misma justicia que queremos defender.
Lo nefasto de la pérdida de la dimensión personal pudo verse también en la inmediata reacción al surgimiento de las denuncias “Varones Carnaval”. Hubo dos grandes olas: la primera de conspiración. Esto está armado para desestabilizar, para desviar la atención, por la agenda neoliberal que está dedicada a eliminar a los que piensan diferente. La segunda, de festejos porque los carnavaleros sufren ahora las consecuencias del discurso inquisidor que ellos mismos promulgaban desde el tablado. Se hacían los paladines morales, tomá pa’ vos.
Son dos reacciones inversas, pero que coinciden en el mismo aspecto: no atienden a la persona, ni a la víctima que denuncia ni al denunciado. No importa lo sufrido ni importa si es verdad la acusación sobre alguien, lo que importa es declarar una conspiración general o celebrar que un colectivo esté bajo la lupa. Ambas reacciones son una mala señal política porque desatienden lo concreto y ponderan la generalidad: “carnavaleros”, “zurdos”, “machos”, “patriarcas”, como si eso valiera más que las personas concretas.
La tercera razón es entender que el principal valor de la democracia es la lentitud. Confiar en la ecuanimidad de la justicia supone que haya testigos identificables y sin miedo para declarar, sesiones públicas, proceso, defensa, jueces, fiscales, tranquilidad en las sesiones, garantías contra las amenazas. Sin todo ello no hay posibilidad de democracia porque no hay libertad. Y todo eso se resume en el valor de la letargia. Lleva tiempo.
La pregunta central es cómo hacer convivir esta demora que requiere la justicia con el ímpetu de las redes. No se resuelve menospreciándolas. Hay que reconocer su potencialidad de denuncias y de justicia, pero sin olvidar que es una potencialidad, no son la justicia. La ecuanimidad requiere de un aplomo que las redes, por ahora, no tienen. La clase política y el poder judicial pueden ser ese nexo entre el mundo virtual y el mundo real.
Es una buena señal que la justicia abra una línea telefónica para que, a partir de la movida en redes, pueda haber procesos reales de defensa y condena. Es una mala señal que la Intendencia de Montevideo suspenda el carnaval de las promesas y el sector Magnolia del Frente Amplio pida la renuncia de Speranza. Actúan con la celeridad de las redes cuando tienen que proceder con respeto por la democracia y su prudencia.
Hacer convivir los rápidos discursos de las redes con los lentos procesos de la justicia es uno de los desafíos de nuestro tiempo. Para ello hay que mirar al pasado sin nostalgia y sin rechazo, hay que mirar a las personas más allá de los colectivos, y hay que respetar la lentitud que requiere la democracia para asegurar la libertad y la justicia. Es el camino más largo y, además, es el camino en el que hay que ir más despacio. Suena tedioso, pero es la mejor manera que encontramos hasta ahora de minimizar el daño.