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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa ridícula alcaldada del actual intendente de Montevideo en relación con el lenguaje inclusivo ha dado origen a un río de opiniones de todo tipo. Tal vez la más drástica fue la del Ing. Grompone en una tertulia de En Perspectiva, calificándola de estupidez. No parece demasiado desencaminado, por cierto. Puedo compartir tal apreciación.
Y, para revolver un poco más el avispero se descolgó el proyecto de ley del diputado Ope Pasquet. Que no me parece una estupidez, pero sí un tanto desubicado.
He leído y escuchado opiniones para todos los gustos.
Algunas muy sensatas, como varias (no todas) de un destacado profesor de Derecho hablando en la referida tertulia.
O algunos disparates, como el de alguno que afirmaba, muy orondo, que en el idioma español las palabras tienen “sexo”. Demostrando una total ignorancia en esas cuestiones, que fácilmente podría haber subsanado con una breve ojeada al Diccionario de Estilo de la Lengua Española:
“Sexo. Condición orgánica de un ser vivo por la cual es masculino o femenino. No confundir con género (?propiedad de los sustantivos y de algunos pronombres por la cual se clasifican en masculinos, femeninos o neutros’) (resaltados en el original).
El Diccionario referido aclara con precisión (en la entrada correspondiente a género) que este significado del vocablo es estrictamente gramatical, y que es diferente del que se le asigna como categoría sociocultural (por ejemplo, en la ideología de género).
Eso se puede leer en las páginas 455 y 397 del referido Diccionario (edición del año 2018, en papel).
También, y con autoría muy relevante, se incurrió en el grueso error de afirmar que el idioma español es el que la Real Academia Española dispone en su diccionario.
La mayor parte de los muchos errores que he leído y escuchado en estos días sobre ese tema tienen su origen en la ignorancia casi total que existe en nuestro medio con respecto a una realidad social que todos los seres humanos compartimos, pero de la cual no tenemos, en nuestro país, mucha conciencia.
Me refiero a los denominados órdenes espontáneos. De los cuales el lenguaje es, sin duda, el paradigmático.
El concepto de los órdenes espontáneos en la vida social había sido ya elaborado por los filósofos griegos. Pero quedó relegado en la oscuridad durante muchos siglos. Hasta que la Ilustración escocesa lo trajo de nuevo a luz. Con mucha sensatez, mucha lucidez y mucho éxito. Aunque luego sufrió el embate del racionalismo constructivista que implantó Descartes, para salir del foco de atención hasta que Von Hayek, sobre las huellas de Wilhelm Dilthey y Karl Menger, lo trajo de nuevo al ruedo con demoledora pujanza intelectual.
Seguramente nadie pudo sintetizar el concepto de los órdenes espontáneos con tanta precisión y concisión como lo hizo Adam Ferguson: “Las naciones descansan sobre instituciones que son el resultado de la acción humana, pero que no son necesariamente el producto del designio humano” (Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, 1767).
Desarrollando este lúcido concepto, enseñaba Von Hayek que “la subyacente idea, en el sentido de que toda institución positiva es fruto de previa intencionalidad y de que solo tal intencionalidad la hace o puede hacerla adecuada a nuestros propósitos, es errónea en gran medida” (Derecho, legislación y libertad, 1973).
Y eso es lo que sucede con el lenguaje, como bien lo reconoce la Real Academia Española, renunciando a toda pretensión de autoría o titularidad de dominio en cuanto al idioma.
Pues en todos sus diccionarios (al menos los varios que manejo, porque son unos cuantos y algunos no los he leído), incorpora un preámbulo en el cual se inserta un bellísimo y certero pasaje de la Ars poetica del vate latino Horacio:
“Como el bosque muda de follaje al declinar del año y caen las hojas más viejas, de la misma manera perece la generación antigua de palabras y, al modo de los jóvenes, florecen y tienen brío las nacidas hace poco. Rebrotarán muchas palabras que ya habían caído y caerán las que ahora están de moda, si así lo quiere el uso, en cuyo poder residen el arbitrio, la autoridad y la norma del lenguaje” (cursiva en el original).
Y, confirmando esta idea directriz básica, la RAE afirma en forma categórica que “el diccionario es una obra que recoge el uso que los hablantes les dan o les han dado a las palabras para que otros hablantes puedan entenderlas si se encuentran con ellas. Por tanto, el diccionario no inventa ni propone significados de las palabras, sino que se limita a registrarlos. Esto quiere decir que cuando un significado figura en el diccionario es porque se ha documentado en el uso y se ha considerado relevante su inclusión”.
Sin manejar correctamente estos conceptos es imposible tratar adecuadamente los referidos problemas. Y cuando se los toma en cuenta, se advierte lo ilusorio que es, en su mayor parte (no en todo), el proyecto de ley del diputado Pasquet: no es posible regular el lenguaje en forma obligatoria. El uso del idioma se escapa de la fuerza de la ley como el agua por una canastilla de mimbre. Como bien lo remarcaba el Dr. Sarlo en la referida tertulia de En Perspectiva.
Pero para poder tener una idea cabal del problema, hay que, todavía, aclarar el sentido en que se habla de “diccionario normativo”.
Y ello, porque si hay vocablos polisémicos son los que están en juego al tratar este tema: norma y ley.
Hablamos de leyes en muchos campos y utilizamos el mismo vocablo. Muchas veces sin percatarnos de que el sentido de la palabra es muy distinto según el ámbito de que se trata.
Hablamos de las leyes de la física. Por ejemplo, la ley de la gravedad. En este caso estamos haciendo referencia a una relación de necesidad: una piedra no está obligada a caer y todavía siempre con una aceleración de 9,8 metros por segundo (dejando de lado, porque no vienen al caso, las cuestiones de la física cuántica o la teoría de la relatividad, las teorías del caos y similares, pues para el ejemplo nos alcanza con el enunciado clásico).
La piedra no está obligada a caer ni está obligada a hacerlo con tal aceleración: no debe hacerlo, sino que tiene que caer en esa forma. Y como no está en una situación de deber ser sino de necesidad, no puede violar la ley. Caerá siempre y siempre con dicha aceleración.
Pero también hablamos de leyes en ciencias sociales. Por ejemplo, la ley de Gresham en economía. Y acá el sentido del vocablo es otro, porque en las ciencias sociales no se produce aquella relación de necesidad inexorable del mundo de la física. Las cosas suelen suceder en la forma prevista por esa ley, pero el libre albedrío humano o la enorme complejidad de los sistemas pueden hacer que las cosas, a veces, resulten diferentes. Es bien clara la diferencia.
Como también lo es cuando utilizamos el vocablo ley en materias jurídicas. Acá, a diferencia de los otros casos referidos, se crea una situación de deber ser. Y el sujeto de ese deber, por definición, puede cumplir con la norma, pero también puede actuar en forma violatoria de su mandato. A diferencia de la piedra, que no puede dejar de caer y tiene que hacerlo siempre con la referida aceleración.
Y todavía hay otro sentido más, que es el que se emplea cuando se habla de “diccionario normativo” (o parte normativa del diccionario, por diferenciación con la parte íntegramente descriptiva).
Y esto se da cuando hay una necesidad condicionada. Un ejemplo lo ilustra fácilmente: para ir de un punto a otro por la menor distancia, sabemos que tengo que hacerlo por la línea recta. Pero yo no estoy obligado a ir por la recta: iré si quiero, y si no quiero, puedo ir por la línea curva. Pero si bien puedo ir por la línea que se me antoje, lo cierto es que, si quiero alcanzar aquel objetivo (ir por el camino más corto), tengo que ir por la línea recta (necesidad y no deber ser).
Nuestra cultura occidental y sudamericana ha sido excesivamente influida por la Ilustración francesa. Somos intelectualmente herederos directos de Descartes. Y generalmente ignoramos aquella otra tendencia cultural. Y bien puedo decir que esa hubiera sido mi condición intelectual, si el destino no me hubiera cruzado con el Dr. Ramón Díaz, quien me introdujo en el mundo de los órdenes espontáneos. Porque en la escuela, el liceo, preparatorios y la universidad nunca nadie me habló de estas cosas.
Pocas veces reflexionamos sobre ese extraño fenómeno —único en nuestro mundo— que es el lenguaje humano. Algo que existe, pero que es uno de los enigmas más grandes de nuestra existencia.
No tenemos idea cabal de cómo surgió. Pero sí podemos apreciar claramente que se trata de un orden espontáneo. No lo creó nadie en forma deliberada y todos lo vamos creando y recreando, en forma no intencional, todos los días.
Y al hacerlo, aun en forma inconsciente y no deliberada, respondemos a una necesidad condicionada: la necesidad de economía, claridad y uniformidad (en la medida posible para nuestras humanas imperfecciones) como único medio de que el lenguaje pueda cumplir su función de facilitarnos la convivencia y la cooperación social.
Y es a este aspecto que se hace referencia cuando se habla de “diccionarios normativos”.
Como bien lo admite la Real Academia Española:
“La norma que el Diccionario Académico define como «conjunto de criterios lingüísticos que regulan el uso considerado recto», no es algo decidido y arbitrariamente impuesto desde arriba: lo que las Academias hacen es registrar el consenso de los hispanohablantes y declarar norma, en el sentido de regla, lo que estos han convertido en hábito de corrección”.
Por eso es ilusorio intentar imponer un determinado uso lingüístico por vía de imposición jurídica: es como intentar guardar el agua en una cestilla de paja.
El uso, como decía Horacio, es quien dispone en este campo. No es la ley estatal.
No estamos obligados a utilizar una u otra forma en el lenguaje. Sino que lo vamos haciendo, en forma no deliberada, con la necesidad de adaptarlo a sus funciones de cooperación y convivencia social.
E, inexorablemente, al cabo del tiempo el uso se orientará hacia el modo que mejor pueda satisfacer la necesidad de fácil comprensión por aquellos con quienes tenemos que compartir la existencia. Cuando se intenten usos complicados o engorrosos, fatalmente el hábito los descartará tarde o temprano.
Eso sucede con el lenguaje inclusivo.
Generalmente, sus cultores comienzan su habla con dos o tres oportunidades de utilización, para cumplir con su saludo a la bandera… y luego se olvidan de continuar con ese modo porque resulta sumamente engorroso, tanto para quien habla o escribe, como para quien escucha o lee.
No frecuento las redes sociales. Mejor dicho, nunca ingresé a ninguna de ellas. Porque suelen ser la sentina de la sociedad. Aunque también aparecen en ellas muchas buenas cosas. Entre ellas, el humor y gracejo populares. Que suele lucirse con esplendor en ellas.
Motivo por el cual varios serviciales amigos a menudo me aportan algunos ejemplos regocijantes.
Entre ellos vino una muy graciosa imagen: “Novedosa edición de la obra máxima de Víctor Hugo, «Los miserables y las miserablas», en lenguaje inclusivo. Doscientas ochenta páginas adicionales”.
Y ello, sin olvidarnos de la fina ironía y el feroz sarcasmo de Javier Marías cuando ejemplificaba el disparate:
“Los españoles y las españolas están cansados y cansadas, hartos y hartas de que los y las engañen, los y las amenacen, y de ver como sus hijos e hijas quedan privados y privadas de futuro”.
¿Será que alguien cree, seriamente, que podemos entendernos de esta manera? ¿Será que algún valiente llegará a leer íntegramente a Víctor Hugo en lenguaje inclusivo? ¿Y sin morir en el intento?
Está todo bien claro. ¿No es verdad?
Incluso el escaso tino y la feroz demagogia de nuestro patético intendente departamental quien, por lo visto, como no puede solucionar el problema del aseo de la ciudad, se dedica a hilvanar disparates lingüísticos. Y acierta, porque si en esto le va a ir mal, en lo de la limpieza ya sabemos que la va mucho peor.
Enrique Sayagués Areco