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    El nuevo confesionario

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2084 - 13 al 19 de Agosto de 2020

    Leyendo diarios digitales me topo con un titular que, palabra más, palabra menos, dice que la actriz estadounidense Zoe Saldaña pidió disculpas, entre lágrimas, por haber interpretado a la cantante Nina Simone en una película reciente. Leo la noticia en varios medios —por aquello de usar tres fuentes independientes para poder dilucidar los hechos— y entiendo que: a) Saldaña se puso a llorar y pedir disculpas a todo el universo de posibles ofendidos; b) lloró porque todo el mundo sabe que si alguien llora no puede estar mintiendo, ni siquiera si es una actriz; y c) pidió disculpas entre lágrimas porque, siendo de origen latino, cometió el neo pecado de interpretar a una mujer negra.

    Como los titulares daban a entender que el llanto era el camino correcto ante el sacrilegio que había cometido Saldaña (¿quién se piensa que es para “hacer de”?, ¿una actriz?), por un momento pensé que se trataba de diarios satíricos bromeando sobre las nuevas cotas de estupidez colectiva y sobre cómo, en nombre de una versión difusa de la justicia, hemos olvidado lo que significa la idea de actuación y hasta la de abstracción. Pero no, eran diarios “serios” y todos confirmaban que, lejos de ser una payasada absurda, lo de Saldaña era lo correcto. ¿Lo correcto para qué? Para ayudar a corregir la discriminación “sistémica” (otro palabro que se mete en todos lados sin la menor explicación o argumento) a la que son sometidos los afroamericanos en el país de Saldaña, Estados Unidos.

    Uno podría pensar que clasificar a las personas según su origen étnico para luego decidir de qué cosas pueden o no hablar y qué personajes pueden o no interpretar en la ficción era una idea que solamente persistiría en las reuniones del Klu Klux Klan o en las meriendas familiares domingueras de los peores racistas de Alabama. Pero no, parece que clasificar a la gente por etnia y a partir de eso dictaminar que etnias —o colectivos— pueden hacer o decir qué cosas es el colmo de la progresía. Y que por eso los bleeding hearts de Hollywood entonan, cada vez más seguido, el mea culpa ritual que lava sus pecados.

    Más allá de que el arrepentimiento público como forma de intentar salvar los platos se parece mucho a los arrepentimientos de los disidentes en el socialismo real (arrepentimientos inútiles, ya que el Estado los terminaba asesinando igual), ¿esta gesticulación no hace resonar alguna otra campana? ¿No suena un poco/mucho a lo que hasta hace no tanto se hacía en el confesionario ante la figura del cura? ¿No se parece mucho al canje de figuritas que proponen muchas religiones? Hacé evidente tu dolor y yo, a cambio, te voy allanando el sendero al paraíso.

    Ocurre que en nuestra sociedad de egos narcisistas desatados ya no hace falta recurrir a una institución específica para enjuagar las culpas y canjearlas por un par de recitados solemnes en la intimidad. Ahora la rodilla en tierra y el llanto son un acting público que realizamos ante nosotros mismos y ante los demás. Después de todo, en Occidente ya tiramos las religiones organizadas al tacho y somos los reyes de la new age, creemos en los poderes de los cristales, la energía de las rocas y la calidad de los libros de Paulo Coelho. Somos seres liberados de toda atadura religiosa, salvo en lo que se refiere a aquellos peajes que, lo dejamos claro con nuestras lágrimas públicas, pagamos gustosos en nombre de una borrosa idea de justicia social.

    ¿Por qué borrosa? Porque todo ese acting narcisista y ególatra no afectará positivamente en la vida de un solo afroamericano que haya sido, sea o vaya a ser discriminado. Porque el gesto es antes que nada interior: comprar la paz que los privilegiados creen que pueden comprar para poder seguir disfrutando tranquilos de sus piscinas de Malibú. Porque convencerse del poder del lavado de culpas es también una forma de esquivar el hecho de que solo los cambios materiales mejoran la vida real de los más jodidos. Claro, ese es un camino complejo que además choca de frente con el statu quo que encumbra a actores, futbolistas y famosetes de todo tipo, mientras excluye a un montón de gente del reparto de la torta. Y es que el problema de los negros pobres no es que son negros, sino que son pobres. Barack Obama no tiene el menor problema siendo negro, como no lo tiene Denzel Washington. Y, sin embargo, millones de pobres de todos los colores no llegan a fin de mes.

    Colocar la etnia en el centro del conflicto es no entender cuál es el conflicto: la profunda desigualdad que existe en sociedades como la de EE.UU. —y también en la nuestra, no nos hagamos los giles—. Es también recurrir al peor gatopardismo new age para que, aparentando un cambio, todo siga igual, especialmente las estructuras de poder que de verdad existen. Por eso las lágrimas de Saldaña, las rodillas en tierra de todos los que se sienten culpables por sus “privilegios” son puro narcisismo cosmético. Y es irónico: acá la biología, esto es, ser blanco —o, en el caso de Saldaña, no ser lo bastante negra— sí que parece definir todo de manera absoluta e irremediable. Es decir, acá no corre lo del “significante vacío” que rellenamos a nuestro antojo como pregonan los populistas de guardia.

    Por eso la receta es recurrir cada vez más a la liturgia del pedido de disculpas, lágrimas en los ojos, rodillas en tierra y golpes dolidos en el pecho. Para que nuestros egos elefantiásicos sean bendecidos por la feligresía global de narcisistas que conduce, con base en empujones y escupidas simbólicas, eso que alguna vez llamamos “debate público” y que hoy es pura religión disfrazada de bienestar new age. Y si el resto de la feligresía no nos bendice, da igual, ya nos disculpamos ante nosotros mismos, que de eso se trata. Nunca se trató de los afroamericanos pobres o de los jodidos de cualquier color, siempre fue cómo hacer para renovar la tranquilidad personal e interior de la estrella de cine. O del joven clasemediero universitario uruguayo, que ni borracho vive más allá del Cerrito, pero cuyo corazón se desangra —en sentido teórico al menos— por los que viven allá atrás.

    El gesto de la actriz estadounidense es el enésimo que se produce en esa misma dirección, la de engendrar una paleta de símbolos que, se supone, ayudan a poner en evidencia una realidad que, después de todas las morisquetas, permanecerá esencialmente igual. Y, aunque no se diga, esto implica aceptar que con ciertos poderes es mejor no meterse y que para ser revolucionario basta con darle una lustradita al ego, mostrar cuán profundo es nuestro dolor por los que la pasan mal y después cerrar el día clavándose un daiquiri al lado de la piscina. Total, el problema de la culpa de Zoe Saldaña, que es de origen puertorriqueño y dominicano (dos países difícilmente asociables al privilegio), ya fue solucionado con su pasaje por el nuevo confesionario público que hemos instalado para reafirmar nuestra tranquilidad de clase media educada. Un gesto que hace tanto por los problemas del mundo real como el viejo confesionario que abandonamos hace apenas un rato.