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    El océano en invierno

    Alfred Hayes, un formidable escritor rescatado del olvido

    Escribir sobre el amor, las mujeres, la vida y la tristeza exacta que contiene todo esto. Escribir siempre desde una melancolía esencial, desde un costado poético que hace soportable las cosas, así como el pesimismo es soportable con humor e insoportable únicamente desde la depresión. Escribir amparado en la voz de la experiencia, que al final del trayecto nos dice que los proyectos nunca salen del todo bien. Debemos conformarnos con un mundo que tiende hacia los grises más o menos apagados, hacia la inevitable soledad, tal vez la verdadera condición del ser humano. Sí, leído así es un bajonazo, una reverenda cantinela de viejo destruido, pero puesto en palabras de Alfred Hayes es otra cosa. Ya se sabe: el mundo es un asco, pero si elegimos las palabras adecuadas, al menos hemos dado en la diana, y es una gozada. Y las palabras que elige Hayes, con su estilo de inconfundible resonancia interior, son pura música, inteligente coloratura y adecuado empaste. Narrativa sin excesos, sin ambientaciones artificiales. Resultado para el lector: placer literario del mejor. Insisto: del mejor.

    La editorial argentina La Bestia Equilátera ha lanzado al mercado tres novelas de Hayes traducidas por primera vez al español (y al español neutro, ese que todavía es posible, sin hostias ni tíos ni películas de suspense ni otras gilipolleces), y vamos a ponerlas en el orden en que fueron escritas: Los enamorados (In Love, 1953), Que el mundo me conozca (My Face for the World to See, 1958) y Mi perdición (The End of Me, 1968).

    Hay ciertas constantes en las tres: un hombre que es el narrador —escritor o guionista, es decir, alguien muy cercano a lo que fue el propio Hayes—, al principio enamorado, luego complicado por ese mismo amor y al final desencantado; mujeres de similares características y tonalidades, aunque con fuerte predisposición a la histeria; climas desolados que van desde una Nueva York que se mece en la nieve y soporta el inexorable progreso que derriba y construye sobre lo derribado, hasta la tan decadente como bellísima Atlantic City fuera de temporada, con las farolas encendidas a última hora de la tarde en el paseo marítimo, barridas por el viento, y las reposeras abandonadas en la playa, esa ciudad que tan bien retrataron en cine Louis Malle (“Atlantic City”, 1980) y Bob Rafelson (“Castillos de arena”, 1972).

    A su vez, cada libro tiene menos de doscientas páginas para destilar su historia, que se lee en dos o tres noches y tiene la suficiente virulencia para provocar desacomodo en el lector, para que se remuevan los recuerdos y se reconsidere el valor de las imágenes. Hayes se convierte en un agudo pensador por el lado de la observación.

    Los enamorados, por ejemplo, es el non plus ultra del estilo de Hayes. Pocas veces una historia es capaz de sostener semejante ritmo musical, baladístico, asordinado, y sin embargo, por debajo avanzar con la furia de un tren. La trama es muy sencilla: un señor tiene una relación con un mujer menor que él hasta que esa relación se trunca por la llegada de un tercero.

    Los diálogos están supeditados a la primera persona del narrador, de modo que se convierten en pinceladas tersas, suavemente subjetivas, que a la larga se vuelven notas duras, terribles. Hayes describe a una mujer en el tránsito de la ciudad, una manchita entre los camiones y las ruedas sucias, vehículos que pasan ajenos a ella, ajenos al amor y a la tristeza, estados de ánimo que siempre reclaman ser el centro del mundo. O pinta en riguroso blanco y negro un balneario cuando ya no tiene turistas ni veraneantes, con los pasillos del hotel únicamente transitados por el personal de limpieza, el océano en la noche y alguien que mira por al ventana hacia la oscuridad, buscando con desesperación un punto de apoyo, de fuga.

    Se pueden largar parrafadas sobre la psicología conflictiva de la mujer. Se pueden escribir muchas líneas, bucear en esos demonios internos, explicar, adjetivar. O se puede optar, como hace Hayes, por un toque breve, fino, certero: “Esa cara que, cuando se siente herida, da la impresión de que la golpearon con una rosa enorme”.

    Que el mundo me conozca no es tan redonda, no es una balada jazzera sublime, pero sigue siendo un deleite estilístico, esta vez en la piel de un guionista de Hollywood, un desplazado como tantos otros que se quemaron las pestañas escribiendo historias que jamás se filmarían.

    Comienza con una fiesta en la playa. Esa clásica imagen, arquetípica, de una chica que se dirige hacia el mar con una copa en la mano, se va perdiendo en la oscuridad y en la orilla duda, tiembla y cae entre las olas. El hombre que la contemplaba a la distancia, extasiado, ahora sale presuroso y la rescata. A partir de allí se inicia un romance que desembocará en el infierno. Los diálogos son más cortantes, el arco fatal del amor se tensa aún más y el final es realmente impresionante. Si no fuera porque nada tienen que ver los maleantes ni la Policía en este asunto, una clase magistral de serie negra.

    Un escritor inteligente debe tener una buena cuota de tristeza. Allí está la foto de Alfred Hayes en la solapa de los libros. Es tentador recurrir a ella. Tal vez una necesidad de contacto, de ver cómo era el tipo que escribe de esa forma tan directa, poética y a la vez tan exacta. Y la foto nos muestra un rostro levemente inclinado, los ojos oscuros, la mirada con un dejo de resignación.

    Mi perdición, comparada con las anteriores novelas, sale perdiendo, aunque solo en la comparación. Hayes resigna su estilo por algunas concesiones sesentistas onderas (un largo pasaje sin puntuación en la página 64 que jamás debió escribir, jamás, jamás), pero así y todo logra mantener una intensidad y una sinceridad brutales. Esta vez el narrador, el señor maduro, antaño un exitoso guionista y con dos fracasos matrimoniales, se relaciona con una pareja, un muchacho y una muchacha veinte años menores que él. “Había entrado en el país de los jóvenes”, dice Hayes. “Y con una visa temporaria”. Para colmo de males, el muchacho quiere ser un poeta irreverente, y lo que resulta, con toda seguridad, es un rematado hijo de puta, muy inteligente y perverso.

    La novela no es de perdedores; más bien, si existiese el género, sería de caídos. Es, en cierta forma, el proceso que hacen muchos hombres, quizá el destino de todos. Se ve diariamente en cualquier oficina. Apunta Hayes: “Uno se hacía viejo. O simplemente más viejo. Había cada vez menos trabajos. No sabías por qué, ciertamente no era por ser menos de lo que eras cuando conseguías trabajos, de eso estabas seguro, de veras lo estabas, sí, decías, estabas seguro, no había impedimento alguno, no había impedimento, luego empezaste a defenderte, luego enfureciste porque tenías que defenderte, luego te pusiste quejoso, un poco, un poco más, luego desesperado, un poco, un poco más, luego empezaron a aparecer las grietas, intentaste no quebrarte, trataste de impedir que las grietas se abrieran, pero se abrieron, se desprendió un pedacito, un pedazo más grande, ya no podías hacerle frente, desapareció el trabajo, desapareció la esposa, desapareció la casa, desapareció la vida”.

    Sin embargo, también se guarda espacio para el humor, con diálogos más convencionales. Alguien le hace un chiste al viejo derrotado a propósito del fluctuante y selvático mundo financiero.

    —¿Le contaron lo del inversor que saltó del decimosexto piso de una agencia de corredores cuando sus acciones bajaron veinte puntos?

    —No.

    —Antes de darse contra el suelo era de nuevo millonario.

    Uno vuelve a mirar la foto de Hayes en la solapa. Tristeza. Pero qué capo. Un capo triste. Nació en Whitechapel, Londres, y a los tres años se radicó con su familia en Nueva York. Además de escritor fue periodista y poeta. Tuvo sus buenos momentos y algunos dólares por derechos de autor cuando Joan Baez hizo famosa la canción “Joe Hill”, cuya letra es de Hayes. En su etapa de guionista escribió para Fritz Lang, George Cukor y Fred Zinnemann, pero es recordado por sus trabajos para Roberto Rossellini en “Paisa” y en “Ladrones de bicicletas”, de Vittorio de Sica, aunque no figura en los créditos de esta última película.

    Murió de meningitis a los 74 años, en la soleada, apacible y también sísmica California. Y dejó estas tres obras maestras, además de otras en inglés que deben ser traducidas ya al español.