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Ya habían pasado 24 minutos después de las 22, la hora anunciada y las 1.200 personas que colmaban el salón del hotel Enjoy de Punta del Este comenzaron a aplaudir. Eran palmas de impaciencia, esas que quieren decir: “Bueno, ya es tarde, a ver si arrancan”. La platea estaba poblada de un importante contingente de parejas veteranas y otros tantos grupos de amigas que se reunieron para ver a uno de sus ídolos de la juventud. Un muchacho como yo, con apenas cuarenta y pico, se sentía genuinamente entre los benjamines de la sala. Gran parte del público estaba vestido de fiesta, como pedía la ocasión. La ansiedad mezclada con emoción por el encuentro con una verdadera estrella de la canción de aquellos tiempos, se percibía en el aire.
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Un minuto después del aplauso que exigía el inicio del concierto, la banda se acomodó en la penumbra. Guitarra, bajo, batería, teclados, saxo, trompeta y dos coristas femeninas (sello sonoro de la casa) comenzaron a tocar los acordes de un típico tema pop rioplatense de los años 60. Un par de compases después se encendieron las luces y, con 82 años y envuelto en un brillante traje blanco y bajo un aluvión de gritos, aullidos y aplausos, Palito Ortega subió al escenario en su gira de despedida.
Desde el vamos quedó claro que con 60 años sobre las tablas, el tipo sigue siendo el rey de los frontman; domina todos los secretos de su oficio y conserva intacto su magnetismo y su carisma. Su voz nasal, plana y estridente, sigue carente de matices, sutilezas o refinamiento, pero al mismo tiempo conserva el mismo caudal que en sus épocas mozas. Y eso que durante toda su carrera constituyó una de sus tantas limitantes (junto con sus letras, por supuesto) a la hora de evaluar la calidad artística de su música, ahora, con el paso del tiempo se vuelca a su favor. Porque está claro: cuando hablamos de Palito Ortega y de unas cuantas estrellas pop de los años 60 y 70 (no importa su origen), estamos hablando de un fenómeno de popularidad. Un fenómeno de masas que después de tanto tiempo se ha reconvertido en un hecho artístico de mayor valía, especialmente después de que en 2015 grabara el disco Cantando con amigos, en el que contó con una buena producción musical y que redundó en piezas excelentes como la versión de La casa del sol naciente, de Los Animals, incluida en la banda sonora del filme El ángel. Pero esa es otra historia, que no se escuchó el sábado 18 en Punta del Este.
La primera media hora fue un vendaval de éxitos: Un muchacho como yo, Despeinada, La felicidad, Estoy perdiendo imagen, Muchacho que vas cantando y Qué suerte. Ninguna duró más de tres minutos. La fórmula mágica del hit radial combinado con el gancho del jingle publicitario. Cuando se le empieza a ir el gusto al chicle, se tira y se pone uno nuevo en la boca. Y funciona. Vaya si funcionó. La sala se venía abajo al final de cada tema. Pero incluso más aplaudidos que las canciones resultaron las abundantes alocuciones de Ortega entre tema y tema. Fueron verdaderos discursos en los que el cantante asumió su faz de predicador espiritual y contó al público algunos pasajes de su vida, mezclados con consejos acerca de la actitud ideal para enfrentar la vida y sus desafíos. El cancionero de Palito está repleto de apologías cristianas como Que Dios te bendiga y Dios lo hace todos los días. Nunca ocultó su vocación evangelizadora, de hecho, esa es también una de las grandes razones de su popularidad en un país como Argentina, donde la religiosidad popular es notoriamente masiva.
Entonces, el sábado abundaron pasajes como este: “Miro a mis nietos y pienso: caramba, uno no se da cuenta pero qué agradecido que tiene que estar uno a la vida por poder vivir ese momento de encuentro en el que el niño te dice abuelo y te da un abrazo. Cómo uno no se da cuenta, por lo vertiginoso que es todo, de los pequeños detalles que son tan importantes, y que son una parte fundamental de la vida. Los afectos, como los de estos pequeñitos que andan dando vueltas por ahí. Tantas noches me duermo pensando en eso y rezo para que les toque vivir en un mundo con menos violencia, con menos injusticias. Porque la vida es tan breve que uno no se da cuenta, y vivimos como si fuéramos a ser eternos y no nos damos cuenta que todo pasa muy rápido. Por eso, no aconsejo a nadie pero digo: qué bueno es levantarse a la mañana y darle un beso a la persona que tenemos al lado, qué bueno es abrazar a los seres queridos, qué bueno es irse de la casa con una sonrisa…”, y una salva de aplausos tapó su voz, aunque luego continuó su prédica.
La banda demostró tener sobrado oficio para sostener las canciones como estas lo demandan. En el octeto se destacó con luz el guitarrista Lalo Fransen —otro de los míticos integrantes, junto con Ortega, del Club del Clan—, quien a los 84 años se conserva en plena forma vocal e instrumental y se hizo cargo del escenario durante 10 minutos en los que Ortega se tomó un descanso y él se dedicó a tocar un enganchado de sus éxitos sexagenarios como Oye niña y Ven ya.
Luego volvió Palito y mientras llovían gritos como “¡Te amo, Palito!” y “¡Sos el hombre de mi vida!”, continuó con su avalancha de éxitos de dos minutos: Decí por qué no querés, Camelia, Que Dios te bendiga (con señal de la cruz incluida) y Popotitos. Luego vino un segmento más tranqui con Vestida de novia (balada fúnebre que termina con la marcha nupcial), Lo mismo que a usted, Sabor a nada y ese himno a la autocomplacencia llamado Autorretrato de mi vida. Y al final volvieron los himnos pop y todos contentos, fueron al frente a darle la mano al ídolo, que se despidió con La sonrisa de mamá, Yo tengo fe y el bis Voy cantando.