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En un ensayo publicado en 2019 por el Periódico de poesía de la UNAM, Alfredo Fressia, quien falleció el lunes 7 en San Pablo, escribía: “El poema, pienso, tiene derecho a nacer solo. Esa especie de autonomía del poema respecto al poeta, esa ‘vida propia’ la sentí siempre, y quizás me asombra más cuando escribo en metros y con rimas ver ese nacimiento del poema, surgiendo uno no sabe de dónde”. Altísimo, flaco y, por consenso absoluto entre quienes lo conocieron, un tipo formidable, Fressia confesó alguna vez que si volviera a vivir habría deseado ser otra vez poeta pero también músico.
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Consecuente escritor, traductor y profesor de francés que hablaba en español y vivía en San Pablo (Brasil), Fressia comenzó a publicar en los 70. Como él mismo apuntó en su autobiografía, Sobre roca resbaladiza (Yaugurú, 2020), no fue hasta iniciada la década del 2000 que su apretada situación económica dejó de serlo y pudo dedicar más horas del día a la creación y menos a la supervivencia: “Un día ya no necesité tanto escribir una nota casi que semanal —sobre tantos temas— para los diarios, pude darme el lujo de no aceptar notas alimenticias y dedicarme casi que exclusivamente a temas vinculados a la poesía, y también sustituir poco a poco mis artículos por tiempo libre, ese bien inasible, y consagrarlo a mi propia poesía”. Fue en ese entonces que su obra se volvió más visible y les llegó a públicos de buena parte de América Latina pero también de Marruecos, Italia, Turquía y Francia.
Nacido el 2 de agosto de 1948 en el barrio del Cordón, el poeta creció en Reducto y empezó a “escribir antes de escribir, como todos, mirando las hormigas entre los adoquines de mi barrio en Montevideo, oyendo los relatos de aquellos obreros inmigrantes, empezando por mi familia, los hijos o nietos de italianos de mi lado paterno y los españoles de mi lado materno, aburriéndome en las clases de la escuela, oyendo el silbato de los barcos en el puerto, oliendo el jazminero del jardín”.
En su autobiografía, escrita en prosa, pero como señaló a Búsqueda su editor uruguayo y amigo Gustavo Maca Wojciechowski, “con el poeta siempre atrás”, Fressia recuerda que su “acceso a la literatura fue siempre transversal y de soslayo”, ya que en su casa familiar no había libros. Sus lecturas de entonces se reducían a una antología de la literatura española, que lo deslumbró, y se completaban con la escucha de los poemas que entonces se recitaban en la radio. “Y la poesía gauchesca, llegué a oír unos payadores magníficos, también en la radio”, escribió. Después cursó sus estudios superiores en literatura en el Instituto de Profesores Artigas (IPA), donde se “analizaban narrativas, teatro, cierta teoría literaria, pero nunca hubo cursos de Poética (excepto tal vez algunas clases, sueltas, geniales, de Carlos Real de Azúa, el profesor e intelectual brillante e intuitivo)”.
Ya en los setenta daba clases de literatura cuando el golpe de Estado de 1973 se lo llevó puesto, y así fue como desembarcó en Brasil, donde también había una dictadura, pero allí, gracias a sus amigos, logró trabajar y vivir. Y sin embargo, pese a residir el resto de sus días en el vecino país, su condición de extranjero nunca lo abandonaría. “Viví siempre en exilio, fui siempre extranjero. El uruguayo extranjero. No es metáfora de nada. Soy un poeta extranjero, en la más dura literalidad. A veces en todas partes. Y por eso me aferro a mi ser uruguayo”.
Tal como señala Wojciechowski, el cuerpo de la poesía de Fressia está marcado por temas recurrentes como los mitos, la Biblia, el exilio y la homosexualidad. Sobre esto último es interesante lo que el propio poeta apuntaba: “El tema ‘gay’ ocupa un sector relativamente pequeño de mi obra y no resulta, pienso a veces, muy sensual. Es que lo que más me importó siempre fue la injusticia, histórica, que se abatió sobre la libertad del amor, digamos”. Y luego agregaba: “Tengo la teoría de que la literatura ‘gay’ no existe, pero que existió, y eso dentro de fechas bastante fijas —sigo en eso el pensamiento de Dominique Fernandez—, a saber, entre 1869, que es el momento de la invención de la palabra ‘homosexualidad’ y del personaje homosexual, según nos enseñaba Foucault, y 1968, con cierta ‘liberalización’ de las costumbres”.
Son también interesantes sus apuntes sobre la tarea poética en sí, lo que implica, lo que contiene: “Es necesario estudiar la historia de las palabras, su viaje en el tiempo, compilar notas sobre ciertos temas que nuestra poesía abordará. No creo en poetas ‘espontáneos’. Escribir poesía exige años de lectura y de admiración de la buena poesía. Pienso que lo mismo vale para el lector”.
Entre su primer libro publicado, Un esqueleto azul y otra agonía, de 1973, por el que recibió el Premio Nacional de Literatura del MEC, y su último libro, el aún inédito Última Thule, Fressia publicó más de 20 títulos en Uruguay, Portugal, Francia, México y Brasil, entre otros países. En 2018 fue declarado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Montevideo y ese mismo año recibió el Premio Morosoli por su poesía. A pesar de su declarada preferencia por publicar siempre antes en Uruguay, su autobiografía salió primero en Buenos Aires, en 2019, a través de la editorial Lisboa. Un año más tarde se publicó en Montevideo a través de la editorial Yaugurú, que será también quien publique Última Thule.
“Si algo se puede destacar de Alfredo”, dice Wojciechowski, “era que siempre le daba para adelante a los poetas más jóvenes. Cuando arrancamos con Ediciones de Uno, que éramos unos locos sueltos, él fue uno de los primeros en acercarse e interesarse. Fue un ser humano increíblemente generoso”. Maca recuerda un detalle más: “Hace unas semanas, cuando charlábamos sobre qué poner en la contratapa de Última Thule, decidimos no poner nada. Entonces Alfredo me dijo: ‘Bueno, quizá se puede poner 1948-2022’. Le dije que no fuera exagerado, que iba a ir sin nada. Pero al final tenía razón. La contratapa aún no se hizo así que vamos a cambiarla y poner las fechas que él pidió”.
En su autobiografía, Fressia recuerda que cuando en 2010 visitó la tumba de Rubén Darío, en Nicaragua, pronunció unos versos del poeta que embargaron de emoción a sus compañeros de viaje, también poetas. Y apunta que no era su voz la que emocionaba, sino el poeta nicaragüense: “Darío, como lo hacen todos los grandes poetas, seguía hablando después de muerto, y hablaba de sí, es decir, de todos los seres humanos”.