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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEscribimos estas líneas el 27 de febrero de 2020, tres días antes de la asunción de Luis Lacalle Pou como presidente de la República, luego de haber leído la noticia de que el martes 2 de marzo se llevará a cabo una celebración religiosa en la Catedral convocada por el arzobispo de Montevideo, con la participación del presidente de la República. Deseamos manifestar nuestra opinión antes de que ello ocurra, para no hacerlo “con el diario del lunes”.
Recordemos, para comenzar, que el Estado “no sostiene religión alguna”, pero “todos los cultos religiosos son libres en el Uruguay”, según lo establece claramente el artículo 5º de la Constitución de la República. Laicidad y libertad de cultos en un mismo artículo; estupenda síntesis liberal y republicana.
Sostenemos con total convicción republicana que el señor Luis Lacalle Pou, en su calidad de ciudadano de la República, tiene absoluto derecho, y ningún impedimento, a participar a título personal en un acto religioso, puesto que ello no constituye violación de la laicidad estatal. Pero, con la misma republicana convicción, manifestamos también que el presidente de la República no debería participar, en calidad de tal, en ningún acto religioso. Puesto que el Estado “no sostiene religión alguna” y es obvio que la presencia oficial del presidente en un acto religioso inclinaría el platillo de la balanza hacia la o las corrientes religiosas que auspicien o promuevan dicho acto, lo cual entendemos que no admite ninguna discusión en cuanto a que, ante una disyuntiva de ese tipo, lo republicano es abstenerse.
Personalmente, hacemos votos para que el ciudadano Lacalle Pou, por quien tuvimos el honor de votar en la reciente segunda vuelta electoral, pueda cumplir, a partir del domingo 1° de marzo de 2020, una exitosa gestión que coloque al país de nuevo en el sendero de las mejores tradiciones liberales y republicanas que comenzaron a acuñarse en los campamentos artiguistas del Ayuí, donde fuimos nación antes de ser un Estado, y que luego contribuyeron a consolidar esa “comunidad espiritual” a la que constantemente aludía con cariño y admiración Wilson Ferreira.
Pero, al mismo tiempo, confiamos en que, más allá de sus personalísimas convicciones religiosas y más allá de la decisión que finalmente trasmita en cuanto al carácter que le otorgue a su participación en el mencionado acto religioso, porque no vamos a juzgarlo solo por un hecho aislado al comienzo de su mandato, tenga, como una de las antorchas que guíen su gestión en los próximos cinco años, el respeto a ese principio conquistado por el país hace más de un siglo e indisolublemente ligado a nuestra identidad nacional.
No querríamos escuchar tampoco justificaciones provenientes de voces de terceros que ansían desandar el camino de la laicidad, con referencias al catolicismo de nuestra República, profesado desde el inicio de la patria, entre otros, por nuestro prócer José Artigas. Antes de que se vuelva a insistir con argumentos de ese tenor para justificar la pertinencia de una eventual presencia del presidente, en su calidad de tal, en una actividad religiosa, y hacemos fervientes votos para que su concurrencia al proyectado acto no sea de carácter oficial. Nos gustaría recordar las Instrucciones del año XIII, obra cumbre del pensamiento artiguista, con un indiscutible cuño liberal y republicano, cuando en el artículo 3º declara que se “promoverá la libertad civil y religiosa en toda su extensión imaginable” nos está señalando un rumbo en lo espiritual que no es precisamente el de la Iglesia ultramontana del siglo XIX.
Deseamos también hacer algunas puntualizaciones sobre la laicidad uruguaya, que ha constituido un modelo y un ejemplo para la región en la que estamos insertos. Los fundamentos del laicismo se inscriben en el concepto republicano del Estado y en el principio universal de ciudadanía. Solo en un espacio público de todos, res pública, en el que nos situamos como ciudadanos libres e iguales, es posible garantizar los derechos comunes, sin privilegios ni discriminación en función de las muchas particularidades e identidades que nos diferencian a los individuos desde cualquier otra perspectiva.
Este es el meollo del principio de separación entre Estado e Iglesia, fundamento de la doctrina laicista y, por añadidura, de la recíproca independencia entre el Estado y las múltiples entidades que integran la sociedad civil.
El Estado en el Uruguay no adhiere, como tal, a ninguna corriente religiosa, aunque los uruguayos, en nuestro ámbito privado individual, tenemos la libertad absoluta de profesar cualquier religión o corriente espiritual afín con nuestra libertad de conciencia. Pero en materia religiosa nuestro Estado debe practicar el abstencionismo.
No todos los países laicos tienen los mismos límites en su laicismo. Para marcar una diferencia importante, “el laicismo francés es neutral mientras que el uruguayo es abstencionista”, como subrayaran oportunamente más de una vez los constitucionalistas Héctor Gros Espiell, hoy fallecido, y Miguel Ángel Semino, ambos exembajadores de Uruguay en Francia.
La reforma de 1918 estableció la laicidad como un principio que sirve de escudo para proteger la libertad de conciencia de los ciudadanos sin que el Estado pueda interferir en el absoluto e inalienable derecho que todos tenemos a profesar y practicar la religión más cercana a nuestro corazón y a nuestra conciencia, o de no profesar o practicar ninguna, si esa es nuestra libre opción.
Gastón Pioli