N° 1941 - 26 de Octubre al 01 de Noviembre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSoy un lector habitual de muros de Facebook, lo admito. Trato, y esto también es verdad, de no dar mucha pelota a quienes repiten lugares comunes y concentrarme en cambio en aquellos que hacen aportes interesantes. No importa si es en temas culinarios, políticos, sociales o deportivos, importa que digan algo distinto, que me llame la atención.
Entre las cosas que me han llamado la atención estos días ha sido el uso discrecional que se le da a la palabra “pueblo”. Cuando yo era chico, era claro que “el pueblo” eran los buenos y que los que no eran pueblo, eran los malos. Al crecer, uno empieza (por lo menos a mí me pasó) a cuestionar el lugar desde donde se establece esa definición. Y es que dependiendo de quién hable, “el pueblo” parece ser una cosa y también la contraria. Por eso, a medida que me han ido apareciendo canas en la barba, fui abandonando esa categoría gomosa, con aroma a tutti frutti y prefiero usar la más completa, compleja y acotada de ciudadanía.
Sin embargo, en los últimos tiempos la palabra “pueblo” vuelve a llenar las bocas de muchos y también sus muros de Facebook, como pasó en estos días de agitación catalana y elecciones argentinas. Los usos del palabro me resultaron en ambos casos paradigmáticos de lo arbitrario que resulta su empleo a la hora de intentar aportar luz sobre un proceso político y social.
En el caso argentino, antes de conocerse los resultados de las últimas elecciones era el pueblo, consciente y bien dirigido por sus líderes naturales, el que le iba a dar una patada en el traste a la oligarquía que había “usurpado” ese lugar natural (a través de unas elecciones perfectamente homologables a las que se avecinaban, por cierto). Ese pueblo, definido tanto por mis conocidos de Facebook como por los artículos de los analistas que ellos enlazaban, había entendido su papel histórico, es decir, tenía la posibilidad de ser nuevamente dueño de su destino tras haber logrado entender lo nefasto que era el actual gobierno argento. La alegría de ser no solo intérprete del deseo de ese pueblo sino parte integral del mismo, era patente en las redes.
Pero de pronto ese pueblo, que parafraseando la vieja idea marxista de “clase para sí” (esa que entiende su rol histórico y con su emancipación libera al conjunto de la sociedad) era hasta ese instante previo un “pueblo para sí”, se convirtió a la luz de los resultados electorales en un hatajo de suicidas, de ineptos, de engañados, de gente sin rumbo. Así nomas, en menos de 24 horas, quienes tenían la historia en sus manos, pasaron a ser considerados un rebaño domesticado por el sistema o alguna otra definición de esas que no definen nada pero que tranquilizan al emisor, que la grita desde su inmaculada indignación moral. De pronto, mis conocidos de feis se distanciaron, ferozmente y con un desprecio innegable, de quienes hasta pocas horas antes eran los suyos. De pronto el pueblo ya no era “el pueblo”.
Hasta donde alcanzo a entender, el problema es que “el pueblo” tal cual se lo expresa en los momentos que acabo de describir, es más un deseo que algo objetivo. Es una suerte de recipiente (“significante” dirían mis amigos sociolingüistas, si los tuviera) más que algo medible y con límites claros. Y los recipientes siempre pueden ser rellenados a gusto del consumidor. Cuando el consumidor es alguien que está convencido de que un gobierno o un Estado es el mal encarnado, no es raro que apele al “pueblo” como su eventual destructor o reformador. La sensación de calor, de sentirse arropado que da lo colectivo, ayuda a que se intenten construir e imaginar actores colectivos que no siempre están ahí.
Actores colectivos son los sindicatos, los partidos políticos, los clubes de bochas, las asociaciones de pescadores de agua dulce y un montón de organizaciones que resultan fácilmente identificables porque su pertenencia es nítida y voluntaria. No ocurre así con “el pueblo”, que es invocado más como una liturgia ad hoc, como el actor/contenido de la causa que a uno lo interpele, que como una comunidad política delimitada, con sus derechos y sus obligaciones.
El problema del uso de “el pueblo” como actor colectivo privilegiado a la hora de asomarse a la realidad, es que siempre es definido en exclusiva por quien usa el término. Y con la misma velocidad que le puso un relleno, le dio un color y le asignó un sentido, ese señor se lo saca de encima a los manotazos cuando no reacciona según sus expectativas. Entonces, no es “el pueblo” quien se equivoca en sus decisiones, es el señor de Facebook quien se equivoca en sus asignaciones de sentido. Se equivoca quien lo invoca y quien lo construye, no las personas contenidas en su clasificación, exterior y arbitraria. El señor que se declara ofendido, decepcionado o, en un alarde de generosidad, perplejo por las cosas que ese pueblo hace, en realidad debería cuestionar sus propias categorías de análisis de lo político y social.
En ese sentido, la idea de ciudadanía resulta mucho más operativa, nítida y también, ojo al término, inclusiva: la comunidad y su pertenencia garantizan unos derechos y nos obligan a seguir ciertas reglas. Nadie se ve excluido de la comunidad por razones de etnia, origen, orientación sexual, deportiva o política. Y es que de hecho el uso de “el pueblo” tiene un problemón con ese asunto de la inclusión: al ser por definición un concepto chicloso y que quien lo usa puede acomodar a su particular interés, es facilísimo usarlo como arma arrojadiza contra quien piensa distinto. Si no sos pueblo, entonces debés ser un enemigo del pueblo. ¿Quién si no un enemigo iría contra sus intereses, que son aquellos que yo defino? En su versión extrema, su versión Luis XIV digamos, el populista (que es quien usa con esa pasmosa flexibilidad el concepto) llega a declarar que el pueblo es él, su único líder e intérprete. Que la democracia representativa sea apenas un estorbo, es el siguiente paso lógico.
En resumen, la idea de que “el pueblo” son solo los míos hasta que “votan mal” y entonces ya no son más los míos, ni tampoco pueblo, no sirve para mucho salvo para construir el altarcito a la propia superioridad moral. Resulta también y por el mismo precio, un buen detector de iluminados y totalitarios de nuevo cuño.