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Tres vidas de la misma persona se condensan en un libro que roza las 600 páginas. Son los años anteriores de J. M. Coetzee antes de convertirse en escritor y mucho, mucho antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, en 2003. Escenas de una vida de provincias reúne tres obras ya publicadas por el autor sudafricano nacido en 1940: “Infancia”, en 1997, “Juventud”, en 2002 y “Verano”, en 2009, revisadas para esta nueva publicación.
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Coetzee descubre aquí sus facetas de chico atormentado por la bestialidad de su escuela, de estudiante de matemáticas, de profesor de literatura, de empleado gris de la IBM en Londres, de amante mediocre, de lector voraz, de observador persistente.
Nada parece escapar del ojo analítico de este hombre que pone a funcionar una tremenda capacidad para la introspección, mecanismo que redunda en jugosas observaciones sobre sí mismo —en muchas ocasiones sobre aspectos poco felices—, al punto de que a las pocas páginas se lo siente como un amigo cercano que cuenta sus pesares y sus entusiasmos.
Es que Coetzee transmite una poderosa pasión por vivir y por contar, incluso cuando relata atrocidades, momentos críticos o especiales que le tocaron vivir, como los castigos corporales que presenció en el colegio, el aborto que tuvo que practicarse una amante, la tímida concreción de un avance homosexual.
La madre del Premio Nobel aparece como una figura fuerte en varios tramos de esta autobiografía. Una madre todopoderosa que él descubre que tuvo una vida en la que era más feliz (bailaba, montaba a caballo); una madre que le sigue escribiendo cuando él ya no vive en Ciudad del Cabo y siente que ha cortado de cuajo el vínculo con su familia. Primero la describe amorosamente, andando en bicicleta, algo que, según su padre, las mujeres no saben ni deben hacer: “Hace sus excursiones a Worcester por la mañana, cuando él está en el colegio. Solo una vez la ve pasar en la bicicleta. Lleva una blusa blanca y una falda oscura. Baja por Poplar Avenue en dirección a casa. Su pelo revolotea al viento. Parece joven, casi una muchacha, joven y fresca y misteriosa”. Amada y repelida a la vez, Coetzee se reconoce cautivo de su presencia. Todo el relato es en tercera persona, aunque habla de sí mismo. “No puede imaginarse a su madre muriendo. Ella es la cosa más firme de su vida. Es la roca en la que él se sostiene. Sin ella no sería nada”.
Su padre, en cambio, aparece como una figura mediocre, que estuvo en la guerra pero desempeñando un rango bajo, un abogado que no ejerce y juega al críquet y al rugby pero en equipos de poca monta.
Los estilos que emplea Coetzee para escribir los tres libros son diferentes. Mientras en el primero aparece abundante información sensible, en el último apela a un recurso interesante que consiste en describirse a sí mismo a través de supuestas entrevistas a cinco personajes presentes en su biografía real. De esta manera, una amante lo describe así: “Dos autómatas inescrutables, cada uno de los cuales mantiene un inescrutable comercio con el cuerpo del otro: así me sentía en la cama con John. Dos empresas independientes en marcha, la suya y la mía. No puedo decir cómo era su empresa conmigo, pues me resultaba opaca. Pero para resumir: el sexo con él carecía por completo de emoción”, reconoce el propio autor.
En el texto central, “Juventud”, Coetzee relata los años que siguieron a su decisión de abandonar Sudáfrica para emprender lo que él definió como “el proceso de convertirse en otra persona que empezó a los 15”. Se las rebusca de mil maneras: trabaja en una biblioteca, hace tutorías de alumnos de matemáticas, dirige comedias de Shakespeare con alumnos de teatro. Y se ve a sí mismo como un patito feo. “Es delgado y ágil, pero al mismo tiempo es flácido. Le gustaría ser atractivo, pero sabe que no lo es. Le falta algo esencial, algún rasgo bien definido. Sigue teniendo un aire de niño. ¿Cuánto tiempo va a tardar en dejar de ser un niño? ¿Qué le va a curar de la niñez y lo va a convertir en hombre?”. Ahí entra en escena la necesidad del amor romántico. Esa tendencia del Premio Nobel a autoformularse preguntas persiste en esta prosa como método exploratorio, que a su vez aligera la lectura.
Es en esos años que decide ser artista, aunque al principio deba sufrir “el anonimato” y “el ridículo”. Y es ahí, también, que entra en escena su primera novia, una enfermera exuberante y neurasténica que se instala a vivir en su pequeño apartamento. Una auténtica pesadilla.
En varios tramos del libro se adivina al sujeto melancólico que se regodea sinceramente con su dependencia y falta de amor propio, y es en “Juventud” que vuelve a hablar de su madre, esa gran presencia. “Mientras viva su madre él no se atreve a morir. Mientras viva su madre, por tanto, su vida no le pertenece. No puede derrocharla. Aunque no se quiere demasiado a sí mismo, debe cuidarse por su madre, hasta el punto de abrigarse, comer sano y tomar vitamina C. En cuanto al suicidio, no cabe ni planteárselo”.
Y ya desde el comienzo, en “Infancia”, el escritor se plantea cómo ponerle coto a esa madre que lo ama e invade: tener buenas notas es una buena estrategia, porque de esa manera ella no podrá interrogarlo sobre lo que hace o deja de hacer. Él no quiere contar lo que sucede en las aulas, cuando los profesores les pegan a sus alumnos en el trasero con una vara. Es que él es diferente. “Procede de una familia atípica y vergonzosa en la que no sólo nunca se pega a los niños, sino en la que además a los adultos se les llama por su nombre de pila, nadie va a la iglesia y se ponen zapatos a diario”. A él nunca lo azotan. Y si algún día lo llamaran con tal fin, “no le quedaría más remedio que suicidarse”.
De la época del colegio recuerda especialmente al profesor Malan, lampiño y de rostro redondo, quien en 1948 prohibió a los alumnos las historietas del Capitán América y de Superman, “permitiendo pasar por aduana únicamente los cómics protagonizados por animales, cómics destinados a impedir que dejes de ser un bebé”, apunta el escritor.
Así, Coetzee traza una intensa radiografía de sí y de sus manías: que no puede defecar en una letrina, que no le gusta el río y su limo inmundo, que se convirtió al catolicismo de niño sin decirle a nadie, que una vez no pudo escapar al abuso de un chico afrikáner que lo obligó a comerse una oruga pensando que él era judío, que en 1947 estuvo de parte de los rusos, que se hizo el dormido después de un encuentro erótico y que nunca se emborrachó.
Exiliado permanente, en algún momento el escritor se pregunta cuánto tiempo debe vivir en Inglaterra para que lo tomen por un verdadero inglés. “Tal vez vista como un londinense, vaya a trabajar como un londinense, sufra el frío como un londinense, pero no es de reacciones rápidas. Los londinenses no le tomarían por auténtico ni por casualidad”. De la vida ordenada de trabajo en la IBM como programador, pasa a una rutina más libre en la que vive de sus escasos ahorros, comiendo pan con queso y manzanas y caminando en lugar de usar el tren.
“Verano” cuenta el principio de sus 30 años, cuando regresa a Sudáfrica para trabajar como profesor, después de vivir en Londres y en Estados Unidos. Entonces imagina que él ha muerto y que un biógrafo inventado escribe un libro sobre Coetzee, entrevistando a cinco personas de su vida, un juego de espejos bien peculiar. Son años en los que no es aún un escritor consagrado. Aquí encuentra a su padre en el eclipse de sus años, y debe acompañarlo.
Un recorrido refinado, sensible y perceptivo por los mejores años del autor de títulos como “Vida y época de Michael K”, “La edad del hierro” y “Desgracia”, entre otros.
“Escenas de una vida de provincias”, de J. M. Coetzee. Mondadori, 2013, 579 páginas, 690 pesos.