N° 2060 - 20 al 26 de Febrero de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCon el romanticismo cobra dignidad la llamada religión natural, expresión más o menos organizada del fuerte sentimiento panteísta de la naturaleza. Las tribulaciones del pobre Werther entre árboles y arroyuelos, su diálogo con el viento y su tenaz combate con las exaltadas acuarelas del atardecer marcan un camino que nunca abandonarán los artistas de este período. Ahora el mundo ya no es lo que es o lo que debe ser, como supuestamente pretendía el clasicismo, sino lo que hondamente el escritor siente, inventa, padece; no el cosmos y la vida sino un dato palpitante de su intrincada vida interior. El artista está solo y es, de algún modo, su propio Dios y por ende también su juez; razón que le permite convertirse en pretensioso amo del universo, es decir: las sugestiones de su propia personalidad son las que dictan la verdad y la ley en un reino donde todo le pertenece y nada le resulta extraño, aun lo más impensado, lo más exótico, lo siniestro.
Como en su revolución el romántico ha destronado a la razón, la comunidad de argumentos y de evidencias ya no tienen peso ni valor; lo único que cuenta es la propia imaginación y la propia sensibilidad, el resto no incide porque directamente no existe. El concepto que encierra este mandato fue postulado por Schiller, insinuado por Fictche, gritado por Lamartine. A la razón le llegó su hora, la razón o inteligencia importan poco porque son, se cree, de la misma naturaleza o especie en todos los hombres; la diferencia es de cantidad. La voluntad también es absolutamente idéntica. Lo que diversifica de manera sagrada a un hombre de otro es puramente una diferencia de cantidad. No ocurre lo mismo con la sensibilidad o con la imaginación, porque, como decía Schiller, examinado meticulosamente un gran número de hombres de un mismo momento, la conclusión es que no hay dos sensibilidades idénticas, ni dos imaginaciones idénticas, sobre todo cuando esta y aquella se unen.
Resulta comprensible que el discurso brotado bajo la sugestión de la imaginación y de la sensibilidad se encuentre fuertemente marcado por el desahogo de la propia individualidad y, como consecuencia, aparezca con frecuencia como caprichoso, cambiante, orgulloso de sí, a veces despreciativo del asombro o de la indiferencia de los demás; el romántico, como amo de su mundo, exige pleitesías que no siempre encuentra, de ahí muchas veces su acusado desdén hacia la humanidad en general y en especial hacia los lectores distraídos o distantes.
En el reino de la subjetividad, nada escapa al yo lírico, que todo lo domina. Si alguna vez encontramos la evocación de elementos o cuadros objetivos, como las magníficas descripciones de Rousseau y Chateaubriand, estos mismos cuadros están dados a través, exclusivamente, de las impresiones subjetivas. Rousseau con vehemencia y Chateaubriand con delicadeza más rítmica exponen la naturaleza apelando a las emociones que suscita en el ánimo del espectador. De ahí el ingreso en el campo literario de un fenómeno que hasta entonces no se había producido, y que será un lugar común durante bastante más tiempo del deseable, a saber: el llamado elemento pintoresco, dispositivo que cuando es ajustado a un determinado ambiente reconocible define el tópico identificado como “color local” o “colorido local”, tercera dimensión de una realidad cuya fase superior será el nacionalismo cultural. Las obras de Hölderlin, Whitman, Coleridge, Espronceda, Vigny, Hugo entre los escritores más característicos y ciertos aires de Beethoven, con todo vigor Weber, Schubert enteramente, Litsz, delicadamente Brahms (en particular en los alegres Liebeslieder Walzer op. 52 y op. 65 pero también en el veteado folk de sus sinfonías y tríos), Wagner de modo absoluto y previsiblemente Rossini y Verdi representan esta apertura paradójica hacia el centro de la identidad colectiva a partir del trabajo obsesivo sobre la propia interioridad, sobre los declives más íntimos del alma individual.
La verdadera revolución romántica creo que precisamente radica en este central predominio del yo; desde ahí se sigue, con toda lógica, la transgresión o el abandono de todas las reglas y preceptos que regían la creación en el período clásico. Desde entonces empezará a primar la heterodoxia, la búsqueda obsesiva, desesperada de la originalidad en el entendido de que nada puede haber en el mundo o en el tiempo que se equipare al mundo que el artista guarda en su pecho.