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A primera vista, Nebraska parece ser una crónica melancólica sobre la ancianidad, o más bien sobre la desgracia de ser un viejo reblandecido, caprichoso y al borde de la demencia senil. El antiguo logo de la Paramount llena la pantalla ancha, pero la fotografía en blanco y negro hace presumir que la historia se va a parecer a “La última película” (Peter Bogdanovich, 1971), o más precisamente a “Umberto D” (Vittorio de Sica, 1951) o a “Vivir” (Akira Kurosawa, 1952). Excelentes películas, pero todas referidas a situaciones terminales o agónicas: en el primer caso, un pueblo desolado y perdido; en los otros dos la ancianidad en su más cruda soledad y desamparo. Craso error, porque Nebraska podría hasta catalogarse como una comedia, más negra que graciosa, pero comedia al fin.
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Eso no descarta por supuesto el realismo extremo de lugares y personajes, la ineludible compasión por un hombre octogenario empeñado en cumplir con un sueño imposible, el impulso de acompañarlo y protegerlo durante su viaje, tal como hace su hijo menor, a regañadientes pero con profundo cariño y solidaridad. Es inevitable no recordar aquel otro largo viaje que emprendía un anciano montado en un tractorcito para ver a su hermano antes de morir (“Una historia sencilla”, David Lynch, 1999), porque allí estaba contenida también una entrañable aventura humana de irreprimible emoción. Nebraska es una película independiente, sin estrellas famosas, conducida por Alexander Payne en la misma forma contenida y precisa que supo enriquecer sus anteriores “Las confesiones del Sr. Schmidt” (2002), “Entre copas” (2004) y “Los descendientes” (2011). Son historias de gente sencilla estrechamente vinculada al ambiente y al paisaje en que vive, por lo cual este es tan importante como los personajes en sí.
Dicho todo eso, conviene atender lo que está pasando por la cabeza de Woody Grant (Bruce Dern) cuando sale de su hogar en Billings (Montana) con el propósito de ir hasta Lincoln (Nebraska) a cobrar un millón de dólares que cree haber ganado. No importa que su mujer Kate (June Squibb) y su hijo David (Will Forte) quieran convencerlo de que es un engaño y que en realidad no ganó nada. Woody sale una y otra vez a pie, bajo un clima invernal, rumbo a Nebraska, hasta que David le dice que así no va a llegar nunca (hay miles de kilómetros de distancia y se debe cruzar además el estado de Wyoming, que es más grande que todo el Uruguay). “¡Entonces ¿por qué no me llevas?!” es la imperiosa pregunta. Y David accede a hacer la travesía con ese padre con el cual nunca ha congeniado (era alcohólico y distante) pero al que no puede sin embargo abandonar. Comienza entonces una road movie a través de llanuras desiertas y puebluchos de mala muerte.
Y esa es la esencia del filme. No es una crónica amarga de la ancianidad sino un periplo de un par de días donde el hijo sabe que el viaje es inútil y el viejo sigue soñando con su millón de dólares porque quiere una camioneta nueva (aunque ya no puede manejar) y hacer algo que lo saque de una horrible rutina con una mujer a la cual no soporta y una casa vieja y medio destartalada que es lo que su magra jubilación le permite. David, un cuarentón que se ha separado de su pareja y tiene un empleo aburrido como vendedor de electrodomésticos, ve la oportunidad de conocer mejor a ese padre que habla poco y parece siempre ensimismado y más apto para ingresar a un geriátrico que para andar suelto por ahí, cayéndose y hasta perdiendo los dientes.
Y lo que no tiene desperdicio es la fauna que va desfilando cuando los viajeros llegan al pueblo natal de Woody en Nebraska (el ficticio Hawthorne), porque allí se mostrarán, con humor algo amargo, los decrépitos hermanos que pertenecen a un pasado congelado en el tiempo, además de algún avivado que quiere abusarse de la nueva posición de “millonario” de Woody para sacar algún provecho (reaparición de Stacy Keach, que no por viejo deja de ser repulsivo). La galería de personajes no tiene desperdicio, fruto del trabajado libreto de Bob Nelson y de la impecable dirección de Payne, mientras la estupenda fotografía de Phedon Papamichael integra paisaje y personajes con admirable elocuencia, todo acompañado por una excelente banda sonora.
Bruce Dern (1936), a quien se ha visto en eternos papeles secundarios en más de cien películas desde 1960 y destacado en títulos como “Baile de ilusiones” (Sydney Pollack, 1969, con Jane Fonda), “Castillos de arena” (Bob Rafelson, 1972, con Jack Nicholson), “El gran Gatsby” (Jack Clayton, 1974, con Robert Redford), y “Trama macabra” (Alfred Hitchcock, 1976, con Karen Black) para recibir finalmente una nominación al Oscar como actor de reparto en 1978 por “Regreso sin gloria” (Hal Ashby, con Jane Fonda, Jon Voight), cumple una actuación memorable. No va a ganar seguramente el Oscar, pero su papel de Woody, hecho de mínimos gestos, miradas perdidas, alucinadas o desafiantes, es toda una lección de actuación construida desde adentro, puramente cinematográfica, sin ningún desplante innecesario e inoportuno.
No le va en zaga June Squibb (también nominada), como esa esposa también anciana pero muy ubicada, pronta para cantar verdades y para tener, inesperadamente, un gesto tierno y salvador. Will Forte está muy bien, y todos están al servicio del tema y del director Payne, que tampoco ganará un Oscar (está entre los cinco nominados) pero ha demostrado con creces, antes y ahora, que con una modesta película en blanco y negro, sin estrellas y con un argumento simple y volcado a personajes populares, se pueden hacer grandes cosas. Nebraska es una gran película y está entre las nueve candidatas al Oscar por derecho propio. Sus seis candidaturas (película, director, actor principal, actriz de reparto, libreto original y fotografía) son muy merecidas, y aunque no gane ninguna es desde ya uno de los mejores títulos del año.
“Nebraska”. EEUU, 2013. Dirigida por Alexander Payne. Escrita por Bob Nelson. Duración: 115 minutos.