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    En la piel del otro

    Dos días, una noche, de Jean-Pierre y Luc Dardenne

    Son dos maestros. Jean-Pierre y Luc Dardenne. En adelante, los Dardenne. Cineastas belgas. Empezaron en el cine realizando documentales —más de 60 antes de meterse en el terreno de la ficción. Escriben, producen y dirigen. Intercalan los papeles. A veces Jean-Pierre se encarga de la dirección de actores mientras Luc observa desde el monitor; en otras películas ha sido al revés. Sus películas pertenecen a esa clase selecta de títulos que se integran a la cartelera, con suerte, una o dos veces al año. Con buena suerte. Como El hijo (2002). O Rosetta, Palma de Oro en Cannes en 1999. O El niño, misma distinción en 2005. O El silencio de Lorna, mejor guion en Cannes en 2008. Nótense las fechas. Filman y estrenan cada tres años. Se toman su tiempo para pensar los temas, las historias, para elegir los actores, las locaciones, el método. Y ensayan bastante, de modo que luego, en pantalla, cada secuencia, cada acción, luzca con ese estilo Dardenne. Que es el de un naturalismo sincero, desprovisto de cualquier noción de artificio.

    Los Dardenne suelen ins­pirarse en sucesos que encuentran en la prensa. De ahí que sus relatos los habiten personas comunes: un carpintero que recibe a un aprendiz en su taller (El hijo), una inmigrante que necesita obtener la nacionalidad belga (El silencio de Lorna), dos marginales que van a ser padres (El niño). Y entonces es cuando se vuelve evidente aquello de que no hay nada más complejo que las personas comunes. Especialmente cuando estas perdieron o buscan recuperar algo importante.

    En 1998, en Francia, un grupo de trabajadores de Peugeot aprobó despedir a un compañero de su división porque, de continuar en su puesto, ellos perdían un bono a fin de año. Jean-Pierre o Luc, alguno de los Dardenne, leyó la nota y la guardó en el departamento de su cerebro destinado a recopilar ideas para futuras producciones. Ahí se construyó una plataforma para un relato cinematográfico. Posteriormente se registraron casos de incentivos similares en Bélgica, el territorio de los hermanos. Con la diferencia de que los obreros aceptaban renunciar a un porcentaje de sus salarios para evitar un despido. Y así, la idea de Dos días, una noche empezó a tener forma. Solo faltaba la actriz indicada.

    Varios años después, aquí está.

    Lo que primero se ve es a Marion Cotillard —nominada al Oscar por esta interpretación— en el papel de Sandra, que solo tiene un fin de semana para evitar que la echen. Sandra está en una situación preocupante: tiene que convencer al menos a la mitad de sus compañeros de trabajo —entre los que quizá haya algún amigo— para que renuncien a un apetecible bono de 1.000 euros para mantener su trabajo. La condición fue impuesta por la propia firma. Rescatan a uno, notable, pero pierden todos. Sandra tiene un esposo de fierro —demasiado, tal vez—, dos hijos arquetípicos, y una voluntad y un orgullo más fuertes que las defensas de su salud mental.

    Y uno piensa en lo enormemente buena que es esta actriz francesa, ganadora del Oscar y del Globo de Oro y del Bafta por La Vie en Rose y bla, bla, bla, y qué bien Cotillard, qué sensibilidad, y observa los detalles, cada detalle, esa actuación en primera persona, ese pelo recogido y medio amazacotado, esa mirada apesadumbrada, esa fragilidad, hasta que… adiós, Cotillard, adiós, es Sandra la que está ahí, la película es ella, que no la tiene fácil. Porque Sandra viene de atravesar un episodio depresivo o vecino a la depresión. Cuando se reintegró a su trabajo se enteró, de golpe, de la movida de la empresa, que los superiores pusieron la decisión en manos de sus compañeros, y la forma en la que esta operación es presentada es uno de los aciertos de la película: se muestra por medio de los distintos encuentros que la protagonista tiene, con diferentes grados de suerte, con sus compañeros de la firma —que fabrica paneles solares—, tratando de convencerlos para que voten a su favor el lunes.

    Sandra tiene miedo, y no es la única. El miedo a quedarse sin trabajo es casi similar al temor que sienten algunos a encontrarse con ella. Alguna compañera no querrá atenderla. Después de lo que le sucedió, ese asuntito de la depresión, poca gente está dispuesta a tener a una persona como ella cerca. Hay más de una escena que se encarga de sugerirlo. El tabú de la enfermedad mental más el tabú de la crisis económica, el terror a perder aquello que dignifica, a quedarse sin ese rasgo que hace humanos a los humanos, el trabajo, puede suministrar la idea de un relato rabiosamente oscuro. No lo es. Porque los Dardenne, como lo han hecho antes, en especial en El hijo, una de sus obras cumbre, son maestros para abordar los contrastes y, por medio de una puesta en escena austera —escenarios naturales, nada de música, todo lo que se escucha ocurre dentro del espacio de la ficción y eso incluye un momento de gloria—, conducen hacia instancias de luz y claridad. Sin perder de vista un punto crucial: el de hasta dónde uno es capaz de colocarse en el lugar, en la piel del otro. 

    Dos días, una noche (Deux jours, une Nuit). Bélgica-Francia-Italia, 2014. Dirección y guion: Jean-Pierre y Luc Dardenne. Con Marion Cotillard, Fabrizio Rongione, Catherine Salée. Duración: 95 minutos.