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    Entre Holanda y Surinam

    Columnista de Búsqueda

    N° 1971 - 31 de Mayo al 06 de Junio de 2018

    , regenerado3

    Una política social, una de esas que hacen los verdaderos Estados de bienestar, cuesta plata. Cuesta plata porque al ser social implica un montón de gente, de cabeza y de recursos. Y porque está diseñada para proporcionar bienestar a sectores amplios de la población: por eso la llamamos “social”. Una política de los símbolos, en cambio, sale casi gratis. La tinta extra de la nueva casilla en el formulario, los salarios de los funcionarios y poca cosa más. Y aunque no afecta casi nada la realidad social, sí que afecta la vida de aquellos que viven de los símbolos: funcionarios que arrancaron para ese lado, ONG, prensa afín, etc. Esos son justamente los que van a asegurar que esos símbolos lo están transformando todo. Pero no es verdad; en el mejor de los casos solo transforman su ingreso. Y les ayuda a espantar sus dudas, si es que alguna vez las tuvieron.  

    También es verdad que para cualquier gobierno es muchísimo más difícil hacer verdadera política social que dedicarse a hacer política de los símbolos y no solo por una cuestión de recursos. Estas políticas tratan en muchos casos de incidir sobre factores en donde no solo el Estado pesa: organizaciones civiles, sindicatos, grupos de presión, partidos políticos, todos ellos de una forma u otra tienen incidencia sobre esos gestos y, muy especialmente, sobre sus resultados. El gobierno no está siempre libre y en solitario para hacer sus políticas, debe debatir y negociar con todos esos actores. Pero, en última instancia, sí que es el gobierno quien debe dar ese paso si lo que le interesa es hacer política social. Solo así y al cabo de un cierto número de logros, podrá empezar a hablarse de Estado de bienestar.

    Como los gobiernos deben lidiar con esta cantidad de actores (que tienen todo el derecho a intentar incorporar su punto de vista a la agenda del Poder Ejecutivo) y como varias veces estos actores no están por la labor, es que en muchas partes se hacen lo que se llama Pactos de Estado, que permiten que, gobierne quien gobierne, esas políticas en las que hay acuerdo y una cierta mayoría se lleven a cabo. En España, por ejemplo, fueron famosos los Pactos de la Moncloa, el Pacto de las Autonomías y el Pacto Antiterrorista, más reciente. Algo parecido se hizo en el segundo gobierno de Sanguinetti, donde se gobernó casi en coalición con el Partido Nacional. Y algo más sólido es lo de Alemania, en donde son ya una tradición los acuerdos de gobierno entre los grandes partidos, que pactan líneas centrales de acción. En el más reciente se incluyen temas sociales, de defensa y migratorios. Todos transan algunos aspectos de su idea, pero el destilado de esas ideas sale adelante.

    Claro, nada de esto implica que estos pactos deban hacerse sobre cosas materiales, pero en general, la aspiración de cualquier gobierno (y algo que viene con el sueldo de gobernante) es intentar modificar positivamente la vida real de los ciudadanos del territorio sobre el que se gobierna. Es decir, estos pactos se podrían hacer para intentar modificar los símbolos que rodean a los ciudadanos y de los que estos echan mano para su vida. Con sinceridad, confieso no conocer ninguno de estos pactos sobre los símbolos, ya que, hasta donde sé, los gobiernos y partidos han pactado siempre sobre aspectos concretos de la economía, la política y la vida social. Siempre en términos tangibles y, sobre todo, medibles, algo nada despreciable a la hora de ver si lo pactado sirve o no.

    En cualquier caso, han sido siempre pactos que operan sobre lo real, sobre lo social. Sus medidas y sus resultados suelen abarcar sectores amplios de la población y se llega a ellos cuando se entiende que esas políticas sociales que se impulsan son indispensables en el mediano y largo plazo. Tanto como para lograr acuerdos sólidos y estables con los rivales políticos habituales: se sacrifican cosas del propio programa en aras de incidir de manera sensible sobre la realidad de grandes sectores de la población. Es decir, para hacer políticas que se consideran imprescindibles.

    Cosa muy distinta es cuando esas políticas digamos “estructurales” brillan por su ausencia. O no, quizá están ahí, latiendo detrás de la actividad oscura de un montón de jerarcas y funcionarios. Lo cierto es que cuando importantes sectores de la población no reciben los efectos de esas políticas, no es tan raro pensar que directamente no existen. Creo que ya lo dije en otra columna: si somos capaces de tener a casi 250.000 personas viviendo en condiciones paupérrimas en la periferia de Montevideo, no es delirante preguntarse dónde están esas políticas sociales estructurales.

    Hace unos años, cuando hacía unas columnas de opinión rapeadas, tuve una breve polémica con el entonces director general de Política Social del Ministerio de Desarrollo Social. El jerarca me reprochaba que en mis columnas criticara las “acciones afirmativas” y las contrapusiera a estas políticas estructurales. Le di la razón entonces: no existía una confrontación entre unas medidas y otras porque las políticas estructurales simplemente no existían o por lo menos casi no se percibían. Al cabo de estos años me reafirmo en lo dicho entonces: la “reparación” de los excluidos ha sido selectiva y básicamente simbólica. Y ha servido, sobre todo, para generar una nueva red clientelar específica: la de aquellos que viven de avivar las brasas de lo simbólico, por lo general gente formada, universitaria en muchos casos, casi siempre de clase media, que encontró un nuevo nicho de empleo y, en muchos casos, una actualización de la causa ideológica de su vida.

    De las vidas de las personas que se supone son objetivo de estas políticas poco se sabe, suele escucharse casi siempre la voz de quienes dicen hablar en su nombre. Solo cada tanto, cuando aparecen en un documental o en un reportaje, se las puede entrever. Y es entonces cuando esas voces nos recuerdan que, pese a todos los bellos firulxs simbólicxs, siguen sin pavimento, sin agua, sin luz. La reparación simbólica es necesaria pero en absoluto suficiente y de ninguna manera puede venir antes que la justicia social material. El problema es pensar que somos Holanda cuando en realidad apenas somos mejores que Surinam.

    ?? La frazada y la foto