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“Por exposiciones como esta no se destaca al Sur”, dice la nota escrita con marcador grueso sobre el globo terráqueo que el artista expone como parte de su proyecto. El globo es bastante grande y destaca sobre el fondo de uno de los ventanales de la sala que alberga la muestra del 56º Premio Nacional de Artes Visuales. Esta frase no estaba cuando la muestra se inauguró hace un par de semanas. En esos días, la gente quedaba un poco atascada por un panorama desconcertante de obras y artistas seleccionados para este prestigioso premio que se instauró en 1937, y con algunas interrupciones se otorga cada dos años.
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La construcción del globo ofrece una representación al revés, el cuestionamiento al plano con el “Norte arriba y el Sur abajo” y las obvias referencias al dominio político y cultural del hemisferio norte sobre el sur, a las convenciones que evidencian la marginalidad de este lado del mundo. El artista puso también un cuaderno para que la gente escriba. Y una cartelera donde aparecen las tapas de unas revistas de arte donde se eligieron los mejores artistas del mundo y como se hizo en el primer mundo apenas hay dos latinoamericanos en doscientos. Está el legendario dibujo de Joaquín Torres García (“América invertida”) con la línea del Ecuador abajo y la punta del Sur bien al Norte, un clásico de nuestra identidad.
Hay otras anotaciones que explican la necesidad de todo el proyecto. Al principio de la muestra apenas había dos o tres inscripciones, nombres de artistas que alguien pensó que deben aparecer en una geografía más justa de la cultura. Aparecía Sagradini, apellido que casualmente corresponde a uno de los jurados del premio. Una broma, una ironía o un mensaje tan directo como obvio. Lo cierto es que ni Dani Umpi, otro de los primeros destacados, ni el integrante del jurado de este año quedaron solos. Ahora la gente firma y pone frases como esa o pone a Homero Simpson. De alguna forma se anima a expresar allí que esta muestra es, por lo menos, cuestionable. O es un juego en el que cada artista intenta explicar lo inexplicable y el espectador la recorre sin mucho entusiasmo porque tampoco hay mucho para jugar, salvo pasar por un túnel maltrecho de cartones viejos con algunos rostros en la pared o desentrañar el funcionamiento de 193 contadores digitales para evidenciar los segundos que pasaron desde la desaparición de personas a manos de la dictadura.
Un claro ejemplo del arte actual: el motivo es serio, la idea puede ser interesante, la realización es correcta y trabajosa, pero el resultado es menor. No pasa nada o, al menos, no le pasa nada a uno que observa con ojos más cansados ante la recurrencia de contenidos y formas agotadas. Pero si uno sigue al público, es evidente que no le dedica más de pocos segundos al proyecto. O a la mayoría. Y no por transgresor precisamente o por indagar en procesos menos populares.
Algunos trabajos indican cierto énfasis ideológico muy obvio, eso es lo que más rompe los ojos y la mirada. Es imperdonable porque allí la conclusión, el objeto, el proceso o la minga, sea lo que sea que se llame arte hoy, pierde eficacia, profundidad, espiritualidad, alma, sensibilidad y belleza, por qué no. A propósito, la belleza aparece de a ratos opacada por la decisión de premiar ciertas tendencias mediocres, de poquísimo vuelo. Discutir el Norte y el Sur y cuestiones de dominación, hablar de la identidad nacional por caminos tan pedregosos como rescatar el proyecto del monumento a Artigas de Juan Manuel Ferrari, que proponía un héroe gaucho, campesino y humilde frente al altivo militar que nos dejó Zanelli en la Plaza Independencia. Apelar a la memoria, uno de los asuntos preferidos de cierto sector del arte nacional, incluidos críticos, jurados y funcionarios culturosos de turno. No está mal, nada está mal ni vale más o menos en sí mismo. Pero cuidado con la recurrencia, la obviedad, el trille, la talenteada ingeniosa o la ingrata trampa de creer que una buena idea hace a una obra. Salvo que la idea y finalmente el pequeño retazo de materialidad iluminen un camino singular, notoriamente personal.
Ver la reconstrucción impresa del monumento a Artigas que no fue, no parece iluminar demasiado. Llama la atención y punto. Destruir o reconstruir en serio, hubiera estado bueno. Ir un poco más al límite. Uno le dedica dos segundos más que al proyecto anterior. No pasa nada. Acá hay mucho medio tono, medio camino, proyectos o procesos que no llegan a buen término o incluso parecen partir de puntos tan simples como desechables. Y en la necesidad de justificar o explicar la intención inicial. Es evidente con la puerta del apartamento del Edificio Liberaij (“objeto museístico puerta”, escriben los autores), acribillada y casi deshecha, trasladada desde la Escuela Policial. Se muestra la puerta y las solicitudes y permisos que no llevan a ningún lado, solo a exhibir un trámite absurdo que se le ocurrió hacer a un ciudadano más de este país tan burocrático y que todos los días debe enfrentar estas cuestiones. Pero de ahí a que muestre “la complejidad de los entramados inter-institucionales” hay un trecho más complicado que mostrar papeles y puerta. Cuidado, el primer encuentro es cautivante, sobre todo para el que vivió aquel momento. Pero no llega a desestructurar el relato inicial, ni mucho menos a generar un desacomodo emocional o racional o lo que se quiera frente al quiebre del “entramado”.
Me niego a entender que por mirar la puerta y leer los permisos me enfrento a algo lúdico o crítico porque cuestiona la “dimensión espectacular de las sociedades contemporáneas” y que las “cosas” adquieren su “valor” en el “acto del mostrar”. En todo caso, no muestren. Y listo. Pero allí hay una clave para entender y discutir sobre las intenciones del arte uruguayo actual, sobre todo en materia de instalaciones o intervenciones. Todo vale si el artista dice que vale y lo expone como arte. Más viejo que Marcel Duchamp, a quien se le sigue debiendo mucho, lamentablemente. Claro que la discusión es más profunda. Hay críticos que dieron por muerto al arte por estas cuestiones. O perciben al arte contemporáneo en un “callejón sin salida”. En este caso, la salida está en la puerta aunque nadie se anime a sacarlo.
La impresión es que el nivel de esta edición es de los más pobres que uno recuerde. Pobre desde la perspectiva de proyectos de una ingenuidad y concreción que no ameritan su presencia en la sala. Pero pobre conceptualmente, donde los artistas que laburan y ofrecen una obra más sólida (Ricardo Lanzarini, Gerardo Goldwasser, Pedro Tyler, Javier Bassi, Martín Mendizabal, Martín Pelenur, Elian Stolarvsky, Alberto Lastreto, Pablo Conde, Paola Monzillo) quedan entreverados en un mar de insensateces como un paquete de yerba titulado “Torre Yerba” (“El empleado del mes”) o la bandera de China clavada en juguetes de plástico amontonados en el piso.
Por último, el muy discutible primer premio. La chica parece bordar sentada frente a una cámara fija, detrás de una mesa. A su lado, una señora mayor que la acompaña, la mira, parece conversar sobre cualquier cosa o darle algún consejo. Al medio, una imagen rompe la pantalla en vertical, separando un poco a las dos figuras. Es una especie de pedestal de madera pulida, como un pie de candelabro religioso, grande, apoyado sobre la mesa que separa a las figuras femeninas del espectador. Parece un video casero. Las dos están en un living frío, de poco interés, con un reloj colgado al fondo, pero casi oculto. La chica borda y charla. La señora no hace nada y charla. Poco se entiende del diálogo. El audio está muy bajo y es malo. La señora mayor, como una abuela, parece indicarle a la joven cómo hacer su tarea. De a ratos. No pasa nada más. Solo eso. Es un “registro”. De nada. Y el gran objeto de madera sobre la mesa, como una silueta de mujer, inmóvil, molesto. Acompañan al video unos cuadritos donde se muestran pequeños pasos del bordado, en dorado, en azul, sobre tela blanca, hasta llegar a la “banda presidencial en miniatura”. Parece que todo esto habla de nosotros, de la patria, de la identidad nacional, del colectivo y la individualidad, de la exploración de lo local y comunitario. Seguro habla del chiste de Manuela, la perra de Mujica que no tiene nada que ver con nada pero es un pobre animalito que no jode (ni representa) a nadie. En fin, para decirlo en otras palabras: es lo que hay, valor.
56º Premio Nacional José Gamarra. Museo Nacional de Artes Visuales (Parque Rodó), hasta el 26 de octubre. De martes a domingos de 14 a 19 h.