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Un niño solitario y frágil, una familia rara, unos vecinos extraños. Un payaso que aparece en sueños, una carnicería y una juguetería de barrio, una iglesia, una procesión de la Virgen en la noche, un circo. Una aguja e hilo de coser. Un accidente. Y por encima de todo, los fantasmas que circundan el barrio y la casa donde vive el niño (el reloj de tic tac, los sillones, aparadores y armarios viejos, techos altos, poca luz). Es el singularísimo mundo de Roberto Suárez (47 años), formado en La Gaviota, integrante de una dupla under con César Troncoso que en su momento refrescó el ambiente cultural, actor de cine, teatrero de toda la vida (La estrategia del comediante, Bienvenido a casa, El hombre inventado) y ahora cineasta con Ojos de madera, que se estrenó este jueves 26 en la Sala B del Auditorio Nelly Goitiño.
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La película de una hora, en blanco y negro (y algunos momentos en color) y con un entramado narrativo apretado, de climas sugerentes y también perturbadores, no tuvo ninguna suerte para ser exhibida en salas comerciales. Tiene una excelente fotografía de Arauco Hernández, el imprescindible vestuario y la dirección de arte de Paula Villalba y Francisco Garay, montaje de Guillermo Casanova, producción ejecutiva de Natacha López y las actuaciones de Pedro Cruz, Florencia Zabaleta, César Troncoso, Soledad Pelayo, Gloria Demassi y Elena Zuasti. Hay algo de Buñuel, algo de Lynch y algo de Polanski, pero mucho más de Suárez. Su teatro es cinematográfico y su cine es teatral. En realidad se trata de la misma fantasmagoría. “No es una película de terror”, insiste Suárez. “Apela a la sugestión y te puede perturbar, incomodar, pero no es de terror”.
¿De dónde viene esa pasión por los fantasmas, los muñecos, los objetos viejos y las casas pensantes? Suárez lo aclara: “De mi abuela y de mi madre. Mi abuela siempre me decía que si se interrumpía el tic tac del reloj, era porque alguien iba a morir. Y para mi madre era común la práctica del mal de ojo, los remedios caseros. Estoy habituado a esa necesidad de recurrir a curanderos, algo constante en mi casa del Reducto”. Le pregunto si de esa infancia ha heredado algo o nada. “Soy galenofóbico”, dice el actor y director. “No puedo pisar un hospital, no lo soporto. Bueno, una vez no tuve más remedio que hacerlo debido a un accidente sufrido por mi pareja: me tuve que comer un mes de hospital”.
Ojos de madera también contó con la colaboración de Germán Tejeira en la dirección y el guion. “Un auténtico trabajo en equipo”, aclara Suárez. Y detrás de bambalinas destila una singular y accidentada aventura: entre la primera escritura de la historia (que durmió un buen tiempo en un cajón) y la última fase de posproducción en ese todo complejo y colectivo que es una película, pasaron cerca de… 20 años, tiempo en el que ocurren muchas cosas, muere gente, cambian gobiernos, se altera el clima. Apenas un mes duró el rodaje, pero la edición y el sonido llevaron mucho más. Y claro, las dificultades de financiación, los problemas técnicos, las dudas, estaban a la orden. El protagonista Pedro Cruz, que interpreta a Víctor, era un niño de 12 años mientras rodaban la película; cuando la estrenaron el jueves 19 en la Zitarrosa, ya era un adulto. Y Suárez llegó a su primera conclusión cinematográfica: “No filmo nunca más”.
La entrevista es en una mesa exterior de La Tortuguita, un boliche de Mercedes y Tristán Narvaja. Tanto Suárez como el entrevistador necesitan fumar. Aceleran camiones, autos y motos, generando un ruido considerable, bastante alejado del clima imperante en las obras de Suárez.
—¿Sabés cuánto fue el costo total de Ojos de madera?
—No, ni la más mínima idea.
—De acuerdo con esta experiencia de tantos años para terminar una película: ¿fue la primera y la última?
—No sé, pero si vuelvo a hacer cine, haría todo de otra forma. Creo que el director de una película tiene que ser también el productor, para poder hacer hincapié en lo que es importante y en lo que no. No digo eliminar la figura del productor de ninguna manera, pero que el director tenga un mayor control de la empresa. Y no lo digo solo por Ojos de madera: lo digo por el cine en general.
Un obrero taladra la vereda.
—¿Cuándo decidiste que te dedicarías al teatro?
—Desde chico, a los diez años. Me gustaba disfrazarme. Pedía que me regalaran el disfraz de Batman o del Zorro. Disfrutaba más jugando a juegos de invención que al fútbol. Igual jugaba al fútbol, pero pasaba mucho tiempo solo con mis cosas. Recuerdo que tendría unos diez años y fui con mi vieja a ver una obra que dirigía Héctor Manuel Vidal, Tirano Banderas, y salí apasionado. Me pegó el clima, la ambientación.
—¿No te corrigieron la elección con aquello de “no, nene, con el teatro te vas a morir de hambre”?
—No, nunca.
—Ese clima de una infancia en blanco y negro, que es una constante en tus obras de teatro y en la película…
Una moto se detiene a nuestro lado. El caño de escape es un petardo detrás de otro. Esperamos a que se retire.
—En mi infancia, durante la dictadura, había gente extraña en el barrio, como con secretos. Había un silencio, una suerte de estar tapando cosas, y no solo por la dictadura. Por ejemplo, una mujer que vos creías que trabajaba como empleada doméstica, se enteraba a los 40 años de que era hija de un miembro de la familia. Las familias ocultaban cosas de su pasado. Bueno, todavía se hace. Pero en esa época había una gran intensidad en el silencio, una densa barrera de secretos entre el mundo adulto y el mundo del niño.
—El mundo de tus obras es cerrado, atemporal, no deja entrar la realidad. En Ojos de madera, por ejemplo, ¿de qué año estamos hablando? Lo tenés que adivinar por los modelos de los autos…
—Es un lugar mental…
Bocinazos, uno, dos, tres. Un camión descarga cajas con botellas de vidrio.
—… un espacio mental, porque si hay demasiados datos de la realidad, no entrás en la mente. El comedor es algo más consciente, los cuartos menos y después están los baños, donde ocurren las cosas más raras, donde están los secretos. En la búsqueda de las locaciones y del apartamento donde rodamos, ya fuimos con ese espíritu: el tema del pasillo fino, cómo encontrar los misterios en la propia estructura.
—La ausencia de elementos de un contexto histórico te llevan a un planteo completamente alejado de la política.
—Es verdad. Creo, como principio, que el teatro debe ser políticamente incorrecto. Por los opuestos y los contrarios, a veces recibís más elementos significativos que por la enseñanza. Vos ves un acontecimiento y sacás tus propias conclusiones: para un lado o para el otro.
—¿Por qué dura una hora Ojos de madera?
—Sencillamente, hubo un problema de tiempo: yo sentí que la película se caía. El asunto era lograr el tiempo del espectador, el necesario para irte bien de la sala. Si vos tenés material para darle vida a la película, ritmo, que no se te caiga, dónde están las subidas, bárbaro. Pero no lo teníamos. Incluso los actos que pusimos son para dar una continuidad que no hubiese sido necesaria si hubiésemos contado con más material fílmico.
—Así y todo quedaron cosas afuera…
—Inevitablemente. Pero lo que necesitábamos no lo teníamos. También hubo que hacer retransformaciones de algunas situaciones. De todos modos, había un equipo fuerte que bancó bien, con más experiencia que yo en cine. Para mí, siempre fue esencial la continuidad climática. El enrarecimiento del niño crece con el sonido, que comienza con una música clásica y termina con tecno. Te lo va llevando con vaselina, despacio. Muchas cosas que no pudimos contar con la imagen, las contamos con el sonido. Llegamos justito. Además, no podíamos filmar más al niño, que crecía de un año para el otro y ya tenía unas morras así (y deja un metro de espacio entre mano y mano).
—¿Cómo diste con Víctor?
—Es hijo de Yamandú Cruz, el actor que hace de carnicero. Cuando iba a la casa de Yamandú y Pedro tenía cuatro años, yo ya lo veía para la película. Tiene una fragilidad divina, un ángel especial. Ahora es más alto que yo.
—¿Tu tiempo de lectura se acompasa al material con el cual estás trabajando en el momento?
—Sí, en este momento estoy leyendo bastante de psicología por la obra que estamos trabajando, que en realidad serán cinco obras para montar en cinco meses, a una por mes, de hora y media cada una, en el Teatro Odeón, en la calle Paysandú. Estamos trabajando mucho sobre fobias, en particular sobre la aracnofobia. También sobre la muerte, qué ocurre cuando alguien de tu entorno está por morir, el shock postraumático, pero desde otro enfoque, no desde el accidente como en Ojos de madera. Más suave, cuando sabés que la muerte es inminente.
—¿Cómo es tu modo de encarar una nueva obra?
—Primero hay que reunir al elenco y charlar sobre la esencia de la historia. Después, la propia investigación nos va indicando los caminos. Tiene que existir un punto claro adonde querés ir. Tanto para la película como para las obras de teatro, hay que dar indicaciones, porque nos metemos en unos bailes bárbaros.
—En definitiva y con todos los avatares ocurridos, ¿quedaste conforme con la película?